– Quiero mi dinero.
Varo Borja parecía no haber oído las palabras de Corso.
– ¿Nunca tuvo curiosidad por estas cosas? -prosiguió, mirándolo con aquellas profundas cuencas oscuras-. ¿Indagar, por ejemplo, en la constante diablo-serpiente-dragón que se repite sospechosamente en todos los textos que, desde la Antigüedad, se refieren al tema?…
Había cogido un recipiente de cristal que estaba junto al círculo, una copa cuyas asas eran dos serpientes enlazadas, y se lo llevó a los labios para beber unos sorbos. El líquido era oscuro, apreció Corso. Casi negro, con aspecto de té muy cargado.
– Serpens aut draco qui caudam devoravit… -Varo Borja le sonrió al vacío, limpiándose la boca con el dorso de la mano; un rastro oscuro quedó en éste y en su mejilla izquierda-. Ellos custodian los tesoros: árbol de la sabiduría en el Paraíso, manzanas de las Hespérides, Vellocino de Oro… -hablaba enajenado, ausente, describiendo un sueño desde el interior-. Son esas serpientes o dragones que los antiguos egipcios pintaban formando círculo, mordiéndose la cola para indicar que procedían de una misma cosa y se bastaban a sí mismas… Guardianes insomnes, orgullosos y sabios; dragones herméticos que matan al indigno y sólo se dejan seducir por quien ha combatido de acuerdo con las reglas. Guardianes de la palabra perdida: la fórmula mágica que abre los ojos y permite ser igual a Dios.
Corso adelantó la mandíbula. Estaba en pie, quieto y flaco en su gabán, con la luz de las velas que le hundía las mejillas sin afeitar y bailaba entre sus párpados entornados. Tenía las manos en los bolsillos, tocando una el paquete de tabaco con un solo cigarrillo, la otra en torno a la navaja cerrada, junto a la petaca de ginebra.
– Déme mi dinero, he dicho. Quiero irme de aquí.
Había un eco de amenaza en su voz, pero era difícil averiguar si Varo Borja se daba cuenta de ello. Corso lo vio volver en sí a disgusto, lentamente.
– ¿Dinero?… -lo miraba con renovado menosprecio-. ¿De qué me habla, Corso? ¿Es que no entiende lo que está a punto de ocurrir?… Tiene ante sus ojos el misterio que miles de hombres han soñado durante siglos… ¿Sabe cuántos se dejaron quemar, torturar, despedazar por acercarse, tan sólo, a lo que está a punto de ver?… No puede acompañarme, por supuesto. Se limitará a estarse quieto y mirar. Pero incluso el más ruin sicario comulga con el triunfo del amo.
– Págueme de una vez. Y váyase al diablo.
Varo Borja ni siquiera le dirigió una mirada. Se movía en torno al círculo para tocar algunos de los objetos dispuestos junto a los números.
– Muy oportuno eso de remitirme al diablo. Muy a su estilo de sal gruesa. Incluso le dedicaría una sonrisa si no estuviese ocupado. Aunque usted es ignorante e impreciso: será el diablo quien venga a mí -se detuvo para volver a un lado la cabeza como si ya escuchara pasos lejanos-. Y le siento venir.
Hablaba entre dientes, mezclando los comentarios con extrañas jaculatorias guturales; con palabras que en ocasiones parecía dirigir a Corso y otras a una tercera presencia oscura que estuviese cerca de ellos, en las sombras de la habitación.
– Atravesarás ocho puertas antes del dragón… ¿Comprende? Ocho puertas preceden a la bestia que guarda la palabra, la número nueve, que posee el secreto final… El dragón duerme con los ojos abiertos y es el Espejo del Conocimiento… Ocho láminas más una. O una más ocho. Que coincide, y no casualmente, con el número que Juan de Patmos atribuye a la Bestia: el 666.
Corso vio que se arrodillaba y escribía cifras con un trozo de tiza sobre el mármol del suelo:
Después se incorporó, triunfante. Por un momento las velas le iluminaron los ojos. Tenía las pupilas muy dilatadas: sin duda con el líquido oscuro había ingerido algún tipo de droga. El negro le ocupaba la totalidad del iris, haciendo desaparecer el color, y el blanco de la córnea se teñía con la luz rojiza del cuarto.
– Nueve láminas, o nueve puertas -de nuevo lo cubrió la sombra como un antifaz-. Que no pueden abrirse para cualquiera… Cada puerta tiene dos llaves, cada lámina proporciona un número, un elemento mágico y una palabra clave, si todo se estudia a la luz de la razón, de la cábala, del arte oculto, de la verdadera filosofía… Del latín y sus combinaciones con el griego y el hebreo -le mostró a Corso una hoja de papel llena de signos y extrañas correspondencias-. Échele una ojeada, si quiere. Usted jamás lo entendería:
Transpiraba gotas de sudor en la frente y en torno a la boca, como si la llama de las bujías le ardiese también dentro del cuerpo. Se puso a dar la vuelta en torno al círculo, despacio y atento. Un par de veces se detuvo, inclinándose a rectificar la posición de algo: el cuchillo de hierro oxidado, el brazalete de plata en forma de dragón.
– Situarás los elementos en la piel de la serpiente… -recitó sin mirar a Corso. Seguía el círculo con el dedo sin llegar a tocarlo-. Los nueve elementos se colocan alrededor, en el sentido de la luz de levante: de derecha a izquierda.
Corso dio un paso hacia él.
– Se lo repito. Déme mi dinero.
Varo Borja ni se inmutó. Le ofrecía la espalda, señalando el cuadrado inscrito en el círculo.
– Engullirá la serpiente el sello de Saturno… El sello de Saturno es el más simple y antiguo de los cuadrados mágicos: los nueve primeros números colocados dentro de nueve casillas, en tal disposición que cada fila, vertical, transversal y diagonal, da la misma cantidad al sumarse.
Se agachó para anotar con tiza nueve números dentro del cuadrado:
Corso dio otro paso. Al hacerlo, pisó un papel cubierto de cifras:
Una vela se apagó con un chisporroteo, consumida sobre el frontispicio chamuscado de un De occulta Philosophia de Cornelio Agripa. Varo Borja seguía pendiente del círculo y el cuadrado. Los observaba con atención, cruzados los brazos ante el pecho e inclinada la barbilla, semejante a un jugador que estudiara el próximo movimiento ante un extraño tablero.
– Hay un detalle -dijo, pero ya no a Corso, sino a sí mismo; parecía que escucharse en voz alta lo ayudara a pensar-. Algo no previsto por los antiguos, al menos de forma expresa… Sumado en cualquier dirección, de arriba abajo, de abajo arriba, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, el resultado es 15, pero aplicando las claves cabalísticas se convierte también en 1 y 5, números que sumados dan 6… Y eso encierra cada lado del cuadrado mágico en la serpiente, el dragón o la Bestia, como queramos llamarle.
Corso ni siquiera tuvo necesidad de confirmar la veracidad del cálculo. La prueba estaba en el suelo, en otra hoja llena de cifras y signos:
Varo Borja se había arrodillado ante el círculo, inclinado el rostro cuyas gotas de sudor reflejaban la luz de cera que ardía en torno. Con otro papel en la mano, iba siguiendo el orden de las extrañas palabras allí anotadas:
– Abrirás el sello nueve veces, dice el texto de Torchia… Eso supone situar las palabras clave obtenidas, en cada casilla correspondiente a su número. De ese modo, la combinación se establece en esta secuencia:
E inscrito en la serpiente, o el dragón -borró los números en las casillas del cuadrado, sustituyéndolos por las palabras correspondientes- queda así, para vergüenza de Dios:
– Todo está consumado -murmuró Varo Borja al escribir las últimas letras. Le temblaba la mano, y una de las gotas de sudor resbaló por su frente hasta la nariz, cayendo al suelo sobre los trazos de tiza-. Basta, según el texto de Torchia, que el espejo refleje el camino para pronunciar la palabra perdida que trae la luz de las tinieblas… Esas frases están en latín. Por sí solas nada significan; pero en su interior contienen la esencia exacta del Verbum dimissum, la fórmula que hace comparecer a Satanás: nuestro antecesor, nuestro espejo y nuestro cómplice.
Estaba de rodillas en el centro del círculo, rodeado por los signos, los objetos y palabras inscritas en el cuadrado. Sus manos temblaban tanto que las enlazó una con otra, engarfiando los dedos sucios de tiza, manchados de tinta y cera. Se puso a reír lo mismo que un loco, entre dientes, soberbio y seguro de sí. Pero Corso ya sabía que no estaba loco. Miró a su alrededor, consciente de que se le terminaba el tiempo, e hizo ademán de franquear la distancia que lo separaba del librero. Mas no se decidía a cruzar la línea y reunirse con él dentro del círculo.
Varo Borja le dirigió una mirada maligna, penetrando sus temores.
– Vamos, Corso. ¿No quiere leer conmigo?… ¿Tiene miedo, o ha olvidado el latín?… -las luces y las sombras se sucedían en su rostro con mayor rapidez, como si el cuarto empezara a girar en torno a él; pero el cuarto estaba quieto-. ¿No siente curiosidad por saber lo que encierran esas palabras?… En el dorso de esa lámina que asoma entre las páginas del Valerio Lorena, encontrará la traducción al castellano. Aplíqueles el espejo, como ordenan los maestros del arte. Sepa, al menos, para qué murieron Fargas y la baronesa Ungern.
Corso miró el libro, un incunable con tapas de pergamino, muy viejo y gastado. Después se agachó cauto, igual que si las páginas encerrasen alguna trampa mortal, hasta extraer con la punta de los dedos el grabado que asomaba de ellas. Era el I del número Tres, el ejemplar de la baronesa Ungern: tres torres en vez de cuatro. Al dorso, Varo Borja había escrito nueve palabras: