Выбрать главу

– ¿Dejó alguna carta? -preguntó Corso-. Los suicidas suelen hacerlo.

– Decidió ahorrarse el trabajo. Ni una explicación, ni unas letras. Nada. Esa desconsideración me ha costado muchas preguntas de un juez y unos policías. Desagradable, se lo aseguro.

– Me hago cargo.

– Sí. Supongo que se lo hace.

Liana Taillefer había dado por terminada la entrevista. Fueron hasta la puerta y allí le tendió la mano. Con la carpeta bajo el brazo y la bolsa al hombro, Corso alargó la suya, sintiendo entre los dedos y la palma aquel contacto firme. Para sus adentros le atribuía buena calificación. Ni viuda alegre, ni estragada por el dolor, ni frialdad del tipo se fue un imbécil o al fin solos o ya puedes salir del armario, cariño. Que dentro del armario había alguien, eso era probable, pero no incumbía a Corso. Como tampoco el suicidio de Enrique Taillefer S.A., por extraño -y lo era mucho, pardiez, con el paje de la reina de por medio y el manuscrito volador- que pareciera. Pero, igual que la hermosa viuda, ésos no eran asuntos suyos. De momento.

Miró a Liana Taillefer. Me encantaría saber quién se te está beneficiando, pensó con tranquila curiosidad técnica. Mentalmente trazó un retrato robot: maduro, apuesto, culto, con dinero. Un ochenta y cinco por ciento de probabilidades a favor de que fuera amigo del finado. Después se preguntó si el suicidio del editor tendría algo que ver con aquello, antes de interrumpirse con disgusto. Deformación profesional o lo que fuera, a veces se abandonaba a la absurda costumbre de razonar como un policía. El pensamiento lo estremeció hasta la médula. Uno nunca sabe qué tenebrosos pozos de perversidad, o de estupidez, esconde en el fondo de su alma.

– Quiero agradecerle -dijo mientras extraía de su repertorio la más enternecedora sonrisa de conejo simpático que fue capaz de componer- el tiempo que me ha dedicado.

La sonrisa se perdió en el vacío; ella miraba el manuscrito Dumas.

– No tiene que agradecerme nada. Sólo un interés lógico por ver en qué termina todo esto.

– La mantendré al corriente… Otra cosa. ¿Tiene intención de conservar la colección de su marido, o piensa desprenderse de ella?

Lo miró, desconcertada. Corso sabía por experiencia que, tras el fallecimiento de un bibliófilo, a las veinticuatro horas de salir el féretro salía la biblioteca por la misma puerta. Le extrañaba que no hubiese caído por allí ninguno de los cuervos de la competencia. Después de todo, Liana Taillefer, según confesión propia, no compartía los gustos literarios de su marido.

– La verdad es que no he tenido tiempo de pensar en ello… ¿Quiere decir que le interesan esos folletines?

– Podría ser.

Ella dudó un momento. Quizás un par de segundos más de lo necesario.

– Es todo demasiado reciente -dijo por fin, con el suspiro adecuado-. Tal vez dentro de unos días.

Corso apoyó la mano en la barandilla y empezó a bajar la escalera. Arrastraba los pies, demorándose en los primeros peldaños con cierta desazón, igual que cuando uno abandona el lugar donde olvida algo sin saber muy bien de qué se trata. Pero él poseía la certeza de no olvidar nada. Cuando llegó al primer rellano levantó los ojos y vio que Liana Taillefer aún estaba en el umbral, observándolo. Tenía, o al menos así le pareció, un aire entre preocupado y curioso. Corso descendió unos escalones más y, como en un lento plano cinematográfico, el rectángulo de visión se desplazó hacia abajo. Tras perder de vista la inquisitiva mirada de los ojos azul acero, su última imagen se deslizó por el cuerpo de Liana Taillefer, busto y caderas, hasta las piernas de carne firme y blanca que asentaba un poco separadas, sugerentes y fuertes como las columnas de un templo.

Todavía le daba Corso vueltas a la cabeza cuando cruzó el portal y salió a la calle. Imaginaba al menos cinco preguntas que requerían respuesta, así que iba siendo necesario situarlas por orden de importancia. Se detuvo en la acera, frente a la verja del Retiro, y miró casualmente a su izquierda, en espera de un taxi. Había un enorme jaguar aparcado a pocos metros. El chófer, de uniforme gris oscuro, casi negro, leía un periódico apoyado en el capó. En ese momento alzaba la vista del diario, y sus ojos encontraron los de Corso. Fue sólo un segundo en que las miradas se cruzaron, y luego el chófer volvió a su lectura. Era moreno, con bigote, y una cicatriz pálida le surcaba una mejilla de arriba abajo. Su aspecto produjo en Corso una sensación familiar: se parecía a alguien. Tal vez, recordó, al hombre alto que jugaba con la tragaperras en el bar de Makarova. Aunque había algo más. Su aspecto removía en Corso un recuerdo remoto, impreciso; pero antes de tener tiempo para analizarlo apareció un taxi libre, al que un individuo con abrigo loden y maletín de ejecutivo hacía señas desde el otro lado de la calle. Aprovechó que el taxista miraba en su dirección, bajó del bordillo con rapidez y se hizo con el coche en las narices del otro.

Pidió al conductor que bajase el volumen de la radio mientras se acomodaba en el asiento trasero, mirando sin ver el tráfico a su alrededor. Le complacía la paz conseguida cada vez que cerraba la portezuela de un taxi. Era lo más parecido a una tregua con el mundo exterior: todo en suspenso, al otro lado de la ventanilla, durante el trayecto. Apoyó la cabeza en el respaldo, encantado con la perspectiva.

Era hora de pensar en cosas serias; como el Libro de las Nueve Puertas y el viaje a Portugal, primera etapa del trabajo. Pero Corso no podía concentrarse. La entrevista con la viuda de Enrique Taillefer dejaba demasiadas cuestiones en el aire, y eso le produjo una extraña inquietud. Algo se le iba de las manos en todo aquello, parecido a contemplar un paisaje desde la perspectiva errónea. Y aún más: tardó varios semáforos en rojo en caer en la cuenta de que la imagen del chófer del jaguar se interponía en sus reflexiones. Eso le hizo sentirse molesto. Tenía la certeza de no haberlo visto en su vida, antes del bar de Makarova. Pero un recuerdo irracional percutía en su interior. Te conozco, se dijo. Estoy seguro. Cierta vez, hace mucho tiempo, tropecé con un fulano como tú. Y sé que estás ahí, en alguna parte. En el lado oscuro de mi memoria.

Grouchy no apareció por ninguna parte, pero aquello había dejado de tener importancia. Los prusianos de Bulow se retiraban desde las alturas de Chapelle St. Lambert, con la caballería ligera de Sumont y Subervie pegada a las botas. Hacia el flanco izquierdo, ningún problema: las formaciones rojas de la infantería escocesa estaban rebasadas y deshechas tras la carga de los coraceros franceses. En el centro, la división Jerome había tomado, por fin, Hougoumont. Y al norte de Mont St. Jean, los cuadros azules de la buena y Vieja Guardia se agrupaban lenta pero implacablemente, con Wellington replegándose en delicioso desorden sobre aquel pueblecito, Waterloo. Sólo quedaba asestar el golpe de gracia.

Lucas Corso observó el terreno. La solución era Ney, por supuesto. El bravo entre los bravos. Lo colocó al frente, con Erlon y la división Jerome, o lo que quedaba de ella, y los hizo avanzar au pas de charge por la carretera de Bruselas. Cuando establecieron contacto con las formaciones británicas, Corso se recostó un poco en la silla y contuvo el aliento, seguro de las implicaciones de su acto: acababa de decidir, en apenas medio minuto, sobre la vida o la muerte de 22.000 hombres. Saboreando aquella sensación se recreó en las compactas filas azules y rojas, en el verde suave del bosque de Soignes, en las manchas pardas de las colinas. Por Dios que era una hermosa batalla.

El choque fue duro, pobres diablos. El cuerpo de ejército de Erlon se deshizo como la choza de paja del cerdito perezoso, pero Ney y la gente de Jerome sostuvieron su línea. La Vieja Guardia avanzaba barriéndolo todo al paso, y los cuadros ingleses desaparecieron uno tras otro del mapa. Wellington no tenía más opción que retirarse, y Corso le cerró el paso hacia Bruselas con la reserva de caballería francesa. Después, lenta y deliberadamente, asestó el golpe final. Sosteniendo a Ney entre el pulgar y el índice, lo hizo avanzar tres hexágonos. Sumó factores de potencia, consultando las tablas: la relación era de 8 a 3. Wellington estaba acabado. Quedaba el pequeño resquicio dejado al azar. Consultó la tabla de equivalencias, comprobando que bastaría con un 3. Todavía tuvo una punzada de inquietud mientras recurría a los dados para decidir el pequeño factor de azar correspondiente. Incluso con la batalla ganada, perder a Ney en el último minuto era de aficionados. El caso es que obtuvo un factor cinco. Sonreía con el extremo de la boca al dar un afectuoso golpecito con la uña sobre la ficha azul de Napoleón. Imagino cómo te sientes, compañero. Wellington y sus últimos cinco mil desdichados estaban muertos o prisioneros, y el Emperador acababa de ganar la batalla de Waterloo. Alosanfán. Todos los libros de Historia podían irse al diablo.

Se abandonó a un largo bostezo. Sobre la mesa, junto al tablero que representaba a escala 1:5.000 el campo de batalla, entre libros de consulta, gráficos, una taza de café y el cenicero lleno de colillas, el reloj de pulsera marcaba las tres de la madrugada. A un lado, sobre el mueble bar, desde su etiqueta roja igual que una casaca británica, Johnnie Walker hacía un gesto malicioso a mitad de su zancada. Rubicundo sinvergüenza, pensó Corso. Le traía sin cuidado que varios miles de compatriotas acabasen de morder el polvo en Flandes.