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Dio la espalda al inglés para dedicar su atención a una botella intacta de Bols encajada en un estante de la pared, entre el Memorial de Santa Helena en dos tomos y una edición francesa de El rojo y el negro. Desprecintó la botella con este último abierto sobre la mesa, hojeándolo al azar mientras vertía ginebra en un vaso:

…Las Confesiones de Rousseau era el único libro a través del que su imaginación se representaba el mundo. La recopilación de boletines de la Grande Armée y el Memorial de Santa Helena completaban su Corán. Se habría hecho matar por esos tres libros. Jamás creyó en ningún otro.

Bebió en pie, a sorbos, mientras estiraba las articulaciones entumecidas. Aún tuvo un último vistazo para el campo de batalla donde, tras la carnicería, cesaba el ruido de las armas. Apuró el resto de ginebra, sintiéndose como el sueño de un dios ebrio que manejara vidas del mismo modo que soldaditos de plomo. Imaginó a lord Arturo Wellesley, duque de Wellington, al entregar su espada a Ney. Había jóvenes muertos en el barro, caballos sin jinete, y un oficial de los Escoceses Grises agonizante bajo la cureña destrozada de un cañón, con un dije de oro -retrato de mujer y mechón de cabello rubio- entre los dedos ensangrentados. Al otro extremo de las sombras en que se hundía sonaban los compases del último vals. Y la bailarina lo contemplaba desde la repisa, con su lentejuela en la frente reflejando las llamas de la chimenea, dispuesta a caer en manos del duende de la tabaquera. O del tendero de la esquina.

Waterloo. Podían descansar tranquilos los huesos del viejo granadero, su tatarabuelo. Lo imaginó en el interior de cualquier pequeño cuadro azul sobre el tablero, en la línea parda que representaba la carretera de Bruselas, tiznado el rostro, chamuscado el mostacho por los fogonazos de pólvora. Avanzaba ronco, febril después de tres días peleando a la bayoneta. Tenía la mirada ausente que Corso imaginó mil veces en todos los hombres, en todas las guerras. Y levantaba, exhausto, su agujereado chacó de piel de oso en la punta del fusil, con sus camaradas. Viva el Emperador. El solitario, rechoncho y canceroso fantasma de Bonaparte estaba vengado. Descanse en paz. Hip, hip. Hurra.

Llenó otro vaso de Bols e hizo un silencioso brindis en dirección al sable colgado en la pared, a la salud de la sombra fiel del granadero Jean-Pax Corso, 1770-1851, Legión de Honor, caballero de la Orden de Santa Helena, bonapartista irreductible hasta su muerte, cónsul de Francia en la misma ciudad mediterránea donde un siglo más tarde nacería su tataranieto. Y con el sabor de la ginebra en la boca recitó entre dientes el único patrimonio transmitido del uno al otro, a través de aquel siglo y de los Corsos que ahora desaparecían con éclass="underline"

… Y el Emperador, al frente de su ejército impaciente cabalgará en un clamor.

Y armado saldré de tierra, y otra vez iré a la guerra detrás del Emperador.

Se reía a solas cuando descolgó el teléfono, marcando el número de La Ponte. El ruido del disco al girar sonaba en el silencio del cuarto. Había libros en las paredes, tejados húmedos de lluvia al otro lado del mirador oscuro. La vista no era gran cosa desde allí, excepto en los atardeceres de invierno, cuando el sol poniente se filtraba entre el humo de las calefacciones y la contaminación de la calle, y el aire parecía inflamarse de rojos y ocres a modo de cortina espesa. La mesa de trabajo, el ordenador y el tablero de Waterloo estaban situados ante ese panorama, junto al mirador acristalado sobre el que esa noche resbalaban gotas de lluvia. En las paredes no había recuerdos, cuadros ni fotos. Sólo el antiguo sable de la Vieja Guardia en su funda de latón y cuero. Cuando recibía visitantes, éstos se extrañaban de no encontrar allí, salvo los libros y el sable, ningún rastro de vida personal, cualquiera de esos anclajes que todo ser humano establece, por instinto, con su memoria o su pasado. Igual que los objetos ausentes de aquella casa, el mundo del que procedía Lucas Corso llevaba extinguido mucho tiempo. Ninguno de los rostros graves que a veces se perfilaban en su memoria lo habría reconocido, de volver a la vida; y tal vez fuese mejor así. Era como si el dueño de aquel recinto jamás hubiera tenido, o dejado, nada atrás. Como si se hubiese bastado siempre a sí mismo, con lo puesto, igual que un vagabundo erudito y urbano que llevara su hatillo en el forro del gabán. Y sin embargo, los escasos privilegiados que lo vieron en algunos de esos rojizos atardeceres, sentado en el mirador con los ojos deslumbrados hacia poniente, turbios de ginebra holandesa, dicen que su mueca de torpe conejo desvalido parecía sincera.

La voz soñolienta de La Ponte sonó en el teléfono.

– Acabo de machacar a Wellington-informó Corso.

Tras un silencio desconcertado, La Ponte respondió que se alegraba mucho. La pérfida Albión, el pastel de riñones y la calefacción de monedas en los miserables hoteles. Aquel cipayo, Kipling, y toda esa murga de Balaclava, Trafalgar y Las Malvinas. En cuanto a Corso, le recordaban que eran -el teléfono quedó silencioso, mientras La Ponte buscaba a tientas su reloj- las tres de la madrugada. Después farfulló algo incoherente, donde sólo se oyeron con claridad las palabras maldito y cabrón, por ese orden.

Corso aún reía para sí mismo cuando colgó el auricular. Una vez llamó a La Ponte a cobro revertido desde una subasta, en Buenos Aires, sólo para contarle un chiste: la puta tan fea que murió virgen. Ja, ja. Muy bueno. Pero te haré comer la factura del teléfono cuando vuelvas, maldito imbécil. Y aquella vez, años atrás, el día que amaneció abrazado a Nikon, su primer gesto fue descolgar el teléfono para decirle a La Ponte que había conocido a una mujer hermosa y que todo se parecía mucho a estar enamorado. Cada vez que lo deseaba, Corso era capaz de cerrar los ojos y ver a Nikon despertar despacio, el cabello desbordando la almohada. Con el auricular pegado a la oreja se la había descrito a La Ponte, sintiendo una extraña emoción, una ternura inexplicable y desconocida mientras hablaba por teléfono y ella escuchaba mirándolo en silencio; y sabía que la voz que sonaba al otro lado de la línea -me alegro, Corso, amigo, bendito seas, ya era hora, me alegro por ti- era sincera al compartir su despertar, su triunfo, su felicidad. Esa mañana quiso a La Ponte tanto como a ella. 0 tal vez a ella tanto como a él.

Desde entonces había transcurrido mucho tiempo. Corso apagó la lámpara. La lluvia seguía cayendo en la noche. En el dormitorio, sentado al borde de la cama vacía, encendió un último cigarrillo inmóvil en la penumbra, acechando el eco de la respiración ausente, entre las sábanas. Después alargó una mano para rozar el cabello que ya no estaba allí, sobre la almohada. Nikon era su único remordimiento. Ahora la lluvia arreciaba fuera, y las gotas de agua, en la ventana, descomponían en pequeños reflejos la escasa luz exterior, cribando las sábanas de puntos móviles, regueros negros, sombras minúsculas que se desplomaban sin rumbo, como los jirones de una vida.

– Lucas.

Pronunció su propio nombre en voz alta igual que solía hacerlo ella, la única que siempre lo llamó así. Esas cinco letras eran un símbolo de la destrozada patria común que, en otro tiempo, ambos desearon compartir. Centró Corso su atención en la brasa del cigarrillo, roja en la oscuridad. Había creído amar mucho a Nikon, antes. Cuando la encontraba bella e inteligente, infalible como una encíclica pontificia, apasionada igual que sus fotografías en blanco y negro: niños de ojos grandes, ancianos, chuchos de mirada fiel. Cuando la veía defender la libertad de los pueblos y firmar manifiestos a favor de los intelectuales encarcelados, las etnias oprimidas y cosas así. También de las focas. Una vez había logrado que él firmase algo sobre las focas.

Se levantó despacio de la cama para no despertar al fantasma que dormía a su lado, acechando el ritmo de una respiración que a veces imaginaba escuchar de veras. Estás muerto como tus libros. Jamás quisiste a nadie, Corso. Ésa fue la primera y última vez que ella pronunció sólo su apellido; la primera y última vez que le negó su cuerpo, antes de marcharse para siempre. En busca de aquel hijo que él nunca quiso tener.

Abrió la ventana, sintiendo el frío húmedo de la noche mientras las gotas de agua le mojaban el rostro. Dio una última chupada al cigarrillo y después lo dejó caer, punto rojo extinguiéndose en la oscuridad, arco de trayectoria interrumpida, o invisible, hacia las sombras.

Llovería esa noche también sobre otros paisajes. Sobre las últimas huellas de Nikon. Sobre los campos de Waterloo, el tatarabuelo Corso y sus camaradas. Sobre la tumba roja y negra de Julián Sorel, guillotinado por creer que, desaparecido Bonaparte, agonizaban las estatuas de bronce en los viejos caminos olvidados. Estúpido error. Lucas Corso sabía, mejor que nadie, que aún era posible elegir campo de batalla y cobrar el estipendio como soldado perdido y lúcido, montando guardia entre fantasmas de papel y cuero, entre la resaca de millares de naufragios.

Gente de toga y gente de espada

– Los que están en la tumba no hablan.

– Hablan cuando Dios quiere-replicó Lagardére.

(P. Feval. El jorobado)

El taconeo de la secretaria redoblaba en el suelo de madera barnizada. Lucas Corso la siguió por el largo pasillo -paredes color crema suave, luces indirectas, música ambiental- hasta llegar a una pesada puerta de roble. Obedeció la indicación de aguardar un instante y después, cuando la secretaria se hizo a un lado dedicándole una sonrisa breve e impersonal, entró en el despacho. Varo Borja estaba sentado en un sillón reclinable de cuero negro, entre media tonelada de caoba y la ventana con una espléndida panorámica de Toledo: viejos tejados ocres, la aguja gótica de la catedral recortada sobre un limpio cielo azul y, al fondo, la mole gris del Alcázar.