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– Antes de morir -continuó-, me hizo prometer que correspondería a la ayuda que usted le había prestado. Le pregunté cómo. Y ella me dijo lo que tenía que hacer.

– ¿O sea?

– Ya lo verá.

Terminamos de comer, tomamos café y regresamos al estudio. Carlo despejó cuidadosamente el escritorio y me indicó que me sentara en la silla de respaldo alto que había detrás. Después abrió la caja, que al entrar había dejado en un rincón, sacó una maletita de plástico y dos grandes envases rectangulares también de plástico, y los depositó delante de mí sin abrirlos.

– Primero debo explicarle una cosa… ¿Usted conoce a Caravaggio?

La pregunta fue tan inesperada que me provocó un momento de absoluta imbecilidad.

– ¿El pueblo o el pintor?

– El pintor, naturalmente.

– Bueno, he visto algunos cuadros suyos… y he hojeado algunos libros de reproducciones…

Poca cosa, a decir verdad. Me avergoncé ligeramente. Ah, sí, en mi juventud había visto una mediocre película acerca de él, protagonizada, si no recordaba mal, por Amedeo Nazzari.

– ¿Sabe algo de su vida?

– Lo que sabe todo el mundo. El pintor maldito, el asesino, la condena a muerte… He leído también una biografía que…

Me interrumpió:

– ¿Sabe quién era Mario Minniti?

– Sí, lo mencionaban en aquella biografía. Un pintor, íntimo amigo de Caravaggio.

– Bien. Mi mujer pertenecía a la familia Minniti, aunque no llevara el apellido. Un día, cuando ya estaba casada conmigo, recibió una herencia. Una vieja casa, en cuyo desván hizo un descubrimiento increíble. Mi mujer era profesora de Arte. Comprendió enseguida que había encontrado unos escritos autógrafos de Caravaggio. Absolutamente desconocidos.

Experimenté un sobresalto, presa de la emoción. Pero enseguida me entró la duda.

¡¿Unos escritos de Caravaggio?! Si no recordaba mal, no se conocían más que dos o tres muy breves, ¡recibos de pagos y cosas parecidas! Resultaba evidente que Carlo estaba burlándose de mí.

Pero ¿con qué propósito? ¿Acaso pretendía involucrarme en alguna especie de estafa, sirviéndose de mi nombre para vender mejor aquellos papeles seguramente falsos? Decidí dejarle claro que no sería fácil engañarme. Esbocé una sonrisita irónica.

– Un tratado sobre pintura, supongo…

No comprendió o no quiso darlo a entender. Es más, fue como si percibiera las dudas que me habían asaltado.

– Entiendo que pueda parecerle increíble. Le diré que mi mujer (se llamaba Elena) sometió los papeles a pruebas periciales secretas, muy caras por otra parte, que confirmaron su autenticidad. Elena, nunca comprendí sus motivos, jamás quiso darlos a conocer. En esta maletita están también las pruebas periciales… Pero antes de los papeles de Caravaggio, quisiera mostrarle otra cosa.

Cogió el primer envase y sacó un extraño objeto que me colocó delante.

Muy viejo, en parte carcomido, de clara confección artesanal, el objeto consistía en una base de madera de unos setenta centímetros de longitud y unos cuarenta de anchura, sobre la cual descansaba un rectángulo también de madera. En la parte delantera del rectángulo, abajo y hacia el centro, había un agujero con una lente. A pocos milímetros de distancia, tres pequeñas tablas de madera formaban una especie de caja. La pared interior, la situada detrás de la lente, estaba cubierta por un espejo demasiado viejo para reflejar algo, pero en la parte superior del mismo había algo parecido a una cortinilla blanca enrollada.

– ¿Comprende de qué se trata? -me preguntó Carlo.

– Me parece una pequeña cámara oscura.

– Bravo. Sólo que no proyectaba las figuras sobre el espejo, sino sobre el trozo de tela. Esto fue construido por Caravaggio con sus manos. Por lo menos, eso sostenía Elena.

– A ver si lo entiendo: ¿Caravaggio recurrió a semejante artilugio? ¿Me está diciendo que trabajaba con el método del calco?

– Elena aseguraba que sí. Y puesto que esa revelación me decepcionó un poco, mi mujer me explicó que eso no disminuía para nada la grandeza del pintor. Él no era el único que utilizaba instrumentos similares. Me citó los nombres de Van Dyck y Rafael. Me convenció. Pero jamás consiguió convencerme de que este pequeño modelo lo hubiera construido el propio Caravaggio.

– ¿Por qué?

– Verá… ahora mismo le enseño el segundo modelo. Elena encontró los dos junto a unos cuantos dibujos. Ella ansiaba que al menos uno fuera de Caravaggio y los mostró a dos grandes expertos. Nada: los dibujos eran de Minniti. Entonces le planteé la hipótesis de que los pequeños modelos, al igual que los dibujos, pertenecieran a su antepasado. Pero ella se mantuvo siempre fiel a su convicción.

Carlo volvió a colocar el artilugio en su sitio y abrió el segundo envase. Lo examiné un buen rato sin conseguir aclararme.

El objeto era tan viejo como el primero. Estaba constituido en parte por otra cámara oscura, pero muy modificada, con unas gruesas lentes y espejos sobre tres paredes, mientras que el plano de la base presentaba diez centímetros más de longitud y tenía, enfrente de la cámara oscura, una pequeña madera corredera por delante y por detrás, con una lente central. De los bordes de esa lente asomaban innumerables cuerdecitas de distintas longitudes y diversos colores.

– ¿Qué cree usted que es?

– Con toda seguridad otro aparato óptico. Pero no consigo comprender para qué puede servir.

– Ni siquiera mi mujer lo logró al principio. En los papeles de Caravaggio, éste se refiere a un instrumento que llama «reflector». Tal vez eso que tiene usted delante sea el modelo. O a lo mejor se refería al otro. Después mi mujer llegó a la conclusión, con la ayuda de un grabado de Durero, de que Caravaggio se había inventado un sistema muy particular para corregir los errores de perspectiva debidos al hecho de que, trabajando sobre imágenes reflejadas, tenía que actuar por medio de desplazamientos sucesivos de las lentes, que, por si fuera poco, en aquella época invertían las imágenes. Lo cual explicaría los errores de perspectiva que muchos estudiosos han descubierto en obras famosas como La cena de Emaús, por ejemplo.

No conseguí reprimir una sonrisa.

– ¿Por qué sonríe?

– Porque yo también he oído esa historia de los errores de La cena. La mano derecha de Pedro que, estando más retirada, debería ser más pequeña que la de Jesucristo, o bien un cesto o un plato que aparecen en posición horizontal con respecto a la mirada del espectador mientras que la mesa en que descansan se presenta vista desde arriba… Por supuesto que, para un aparejador, se trata de vulgares errores. Pero ¿a nadie se le ha ocurrido pensar que pudieran ser errores deliberados?

Sin contestarme, Cario volvió a colocar el segundo artilugio en su envase.

– En cualquier caso, nuestra discusión es inútil, puesto que es imposible demostrar que estos modelos los haya construido Caravaggio.