Marcos Aguinis
El Combate Perpetuo
…porque no puede ser ninguno poderoso por la tierra
si no lo es por el mar.
Cardenal Cisneros, 1516
A
Hermán,
Gerardo David,
Ileana Ethel y
Luciana Beatriz,
corales de mi mar.
Prólogo
Ignoraba cuán novelesca había sido la vida del almirante Guillermo Brown. Explorarla y luego escribirla, fue un placer que renuevo al corregir con deleite esta versión que ahora se brinda al público. Integra la galería de personajes cuya riqueza de aventuras hubiera entusiasmado a los mejores cultores del género. Los documentos sobre sus vicisitudes no sólo proporcionan asombro, sino fantasía. Parece inverosímil cuánto le sucedió y cuánto hizo. Es un personaje que deslumbra y enternece desde el principio al fin.
Sólo la pésima enseñanza de la historia y el reaccionario culto de los héroes explica que haya sido tan poco y tan mal conocido. En otra ocasión comenté que me atreví a describir sus peripecias en circunstancias penosas. Eran años de dictadura, de crímenes y corrupción. Había decidido humanizarlo con un doble objetivo: por una parte contribuir a ablandar el enfrentamiento cívico-militar y, por la otra, infligir una elíptica crítica a quienes, cubriéndose con oropeles inmerecidos, pretendían lucir como herederos del prócer. Era imperativo recuperar lo mejor de su conducta para lograr el doble resultado.
Entendí que para ello bastaba mostrar sin encubrimientos idólatras sus conflictos de hombre, sus padecimientos, ambición, fatiga, rabia y locura. Su decencia. Sobre todo su decencia. Y recordar con fuerza su marcha dolorosa bajo el granizo de las injusticias, las mismas que muchos de sus corifeos aplicaban al resto de la ciudadanía: persecuciones, tormentos, ofensas. Narrar las miserias que diezman a los mejores. Las cuotas de alucinación con las que se avanzó hacia la libertad. El nivel de heroísmo, mezquindad y ambición con los que se amasaron las primeras décadas de vida emancipada como un modelo que aún no perdió su vigencia.
Este libro es también un homenaje a muchos escritores que animaron mi juventud y aún pueblan mis ensueños: Stefan Zweig, Emilio Salgari, Joseph Conrad, Julio Verne, Herman Melville, Alejandro Dumas, Romain Rolland. A cualquiera de ellos -pese a sus estilos y preferencias disímiles- les hubiese conmovido el incansable luchador que fue Guillermo Brown. Lo hubieran amado por su intrepidez, generosidad, frustraciones, compulsión y trastornos psíquicos. Por su humana complejidad y por las circunstancias excepcionales que le dieron marco.
Por su mensaje desde el ayer para el hoy tan confundido.
Marcos Aguinis
Buenos Aires, mayo de 1995
1
Corre el año 1818.
José de San Martín ha librado la decisiva batalla de Maipú y se dispone a culminar su campaña emancipadora. El presidente Monroe de Estados Unidos adquiere tierras en la africana Liberia para la American Colonization Society. El general Bernadotte asume el trono de Suecia con el nombre de Carlos XIV. Brackenridge escribe su notable y pintoresco Viaje a la América del Sur. Napoleón sigue encadenado a la roca de Santa Elena y la yaga sospecha de su fuga hace palidecer a los nuevos amos de Europa. David Ricardo lanza los históricos Principios de economía política. Ludwig van Beethoven, después de numerosas sonatas y ocho sinfonías -abrumado por la sordera-, compone su vibrante Missa Solemnis. John Keats, rodeado de musas inspiradoras, redacta su fundamental Endymion. El severo Schopenhauer publica una obra cumbre: El mundo como voluntad y representación. Simón Bolívar reorganiza sus fuerzas con obstinación genial, decidido a quebrar definitivamente el poder colonial en América.
En ese año de 1818 el coronel de marina Guillermo Brown, luego de liberar el Atlántico sur y alborotar las costas del Pacífico -pero también herido por hondos desencantos-, regresa a Buenos Aires desde Londres.
Es que Brown ha decidido rendir cuentas de su escandalosa desobediencia al Gobierno de las Provincias Unidas, aunque sus detractores no lo creen capaz de ello y siguen insistiendo que la pasa demasiado bien en Londres para arriesgarse a un enfrentamiento de honor en Buenos Aires. Ni siquiera el Director Supremo lo estima verosímil.
Parado junto a la borda del buque que lo trae de regreso, sus ojos azules contemplan la niebla del amanecer. Su cabello flota en las ondas del aire. Viste traje oscuro y tiene envuelto el cuello con una chalina de algodón. El Río de la Plata, inmenso, limoso, suelta algunos brillos cuando rompen los oros de la aurora. Los vapores nocturnos empiezan a huir, espantados por el tajamar del barco. El velamen desplegado, redondo de brisa fresca, empuja hacia el oeste. Pronto emergerá el caserío de Buenos Aires con su escolta de barrancas: se levantará como una larga muralla de almenas irregulares. Y se irá cribando de relieves, salpicando de manchas verdes y amarillas. Allí lo aguardan, desea Brown. Ha escrito al Director Supremo anticipándole su determinación de presentarse espontáneamente. Me asiste la justicia, se repite a sí mismo como si la frase tuviese el poder de un talismán. Las autoridades y el pueblo de la República deben de recordar sus abnegados servicios. En Buenos Aires, cuando retornaba de los combates, era recibido por una muchedumbre delirante que lanzaba al cielo sombreros y banderas mientras los músicos estremecían la tierra y el agua, y las baterías del Fuerte lo saludaban con el estampido de sus cañones. La tripulación exhausta arrancaba fuerzas a la agonía para rugir aclamaciones de júbilo. Brown no sólo había terminado en 1814 con el poder realista en el Atlántico, sino que en 1815 había producido pánico a la navegación y fortificaciones españolas en las costas del Pacífico. Bernardino Rivadavia, que ejercía mucha influencia en la opinión pública, también le había aconsejado volver en una conceptuosa carta. Su sitio estaba en esta tierra chúcara, adolescente.
Las olas oscuras se deshacen contra las maderas del buque. Brown las quisiera tocar: vienen de Buenos Aires. Han lamido sus radas interiores. Han sido agitadas por la legión de lavanderas que todas las mañanas alborotan sus orillas. Sobre este río que parece mar, hace cuatro años una bala le fracturó la pierna dejándole rengo para toda la vida. El fogoso cirujano Bernardo Campbell lo asistió en cubierta, bajo un restallante tejido de proyectiles. Brown era un testarudo que no aceptaba ser descendido a su cámara: continuaría dirigiendo la lucha. Estaba negro de pólvora y paralizado de dolor. Campbell gruñía y ordenaba a su asistente que mojase los labios del jefe con otro poco de ron. Le desinfectó la herida, redujo la fractura y le aplicó un vendaje ajustado. Brown no perdió el conocimiento ni los detalles del combate. El médico maldijo su trabajo para no maldecir a su obstinado paciente, y siguió atendiendo a las demás víctimas que se amontonaban en los barcos. La refriega terminó con una victoria espectacular. Apoyado en muletas, Brown recibió el afecto de una multitud ebria de agradecimiento. Le entregaron una medalla, la primera que decoró su uniforme. José de San Martín, por entonces autoconfinado en Mendoza, dijo que era el mayor triunfo obtenido hasta ese momento por la Revolución americana.