El revés no perturba demasiado el ánimo de Brown. Aspira al encuentro definitorio. La escuadra enemiga lo obsesiona. Es superior en pertrechos y entrenamiento. No importa. Irá a desafiarla. Pero con un plan: atraerla hacia las aguas profundas, luego interponerse entre ella y la costa, bloqueándole la retirada.
– Y accionaré todos los cañones.
Los habitantes de Buenos Aires fluctúan de humor. Al alborozo de Martín García sigue la congoja por Arroyo de la China. El abatimiento se transforma en alacridad y el regocijo en tribulación. El temple de Brown y su empeño en derrumbar la fortaleza de Montevideo reflota el entusiasmo. Lo reflota un poco. Es más fuerte el deseo de victoria que la esperanza. Una multitud se derrama por la Alameda para despedir a los valientes. El atardecer espolvorea con rosas las azoteas y los campanarios desde donde se estiran brazos y cabezas. Vitorean al héroe de Martín García que, enhiesto en popa, contempla al pueblo exaltado; viste su uniforme de gala, como si navegase a una recepción y no al fiero combate. Empiezan a cantar el Himno. Retumba el cañón. El Gobierno ruega por el éxito, pero duda del éxito. Las cinco naves con las velas desplegadas como redondas alas blancas, marchan hacia el horizonte que se tiñe de rojo, preludiando la carnicería.
Días después emerge ante Montevideo, en línea de combate, la insolente flotilla patriota comandada por Brown. La ciudad ya se habituó al bloqueo terrestre. No era grave porque a través del agua llegaban víveres y hombres. Pero el desafío de este pentagrama náutico llegado desde Buenos Aires cambia la situación. A partir de ahora el sitio de Montevideo es total. Se interrumpe el aprovisionamiento y quedan cortadas las comunicaciones. La pretensión de las Provincias Unidas no se conforma sino con la rendición de la plaza. Y el jefe realista no está dispuesto a entregarse hasta que ardan los cimientos donde pisa: que se convierta en otra Troya, primero bloqueada, y después arrasada.
El cerco se torna asfixiante. Ni siquiera los pescadores se animan a internarse en el río para no ser baleados por las naves criollas. En Montevideo comienza a faltar comida. Aparece un foco epidémico que se irradia peligrosamente. Se multiplican los menesterosos que apenas pueden atender, el Cabildo, la hermandad de Caridad y el abnegado fray Ascalza, llamado "ángel protector de la indigencia". Los adictos fanáticos a Fernando VII se inquietan; es imperioso romper el sitio cuanto antes. ¿Se puede tolerar que cinco naves tripuladas por gauchos y delincuentes inhiban a la mejor escuadra española del Atlántico sur? ¿Qué esperan para salir a su encuentro y despedazarlos?
Los buques realistas por fin despliegan los paños y se lanzan bravíamente al ataque. Romperán el collar en su eslabón débil, que ya han podido detectar. Pero, ¿qué hacen los sitiadores? En lugar de ofrecer batalla giran para huir. ¿Es verosímil? ¿Para esto vinieron a Montevideo? Claro: fue una baladronada. ¡Fanfarrones! Una súbita algazara estremece a los buques españoles: les daremos un escarmiento. Inician la persecución.
La escuadra patriota fuga mar adentro, seguida por la realista. Pero no efectúa una huida recta: Brown traza una amplia semicircunferencia para alejar a sus enemigos de la costa. Cuando gana el barlovento vira con rapidez, les corta el avance y enfrenta con los cañones. Antes que descubran su táctica vomita un alud de proyectiles. Ruedan cuerpos, se parten mástiles, se abren boquetes en los flancos, las velas se desgarran y una densa humareda se extiende en varias millas a la redonda. La lucha, con altibajos, se prolonga varios días. Los impactos llegan a ser brutales. Hay poco viento, lo cual impide la adecuada movilización de las naves. El enfrentamiento, cruel y agotador, no se define. Aunque ya es gratificante para Brown que su desarrapada tropa pueda contener a las fuerzas realistas. Pero no basta: se muda a la sumaca Itatí, cuyo escaso calado le brinda más agilidad. Romperá la peligrosa indecisión del combate: se acerca a un bergantín, abre fuego y produce numerosas bajas. Se movilizan las posiciones. Es necesario modificar los flancos. La sumaca sufre importantes averías. El retroceso de un cañón le quiebra una pierna. Y Brown cae junto a la cureña.
¡Han herido al comandante! Sus subordinados quieren dar la alarma. Brown, con una mueca, les ordena callar. Que le apliquen un vendaje provisorio. Aún puede seguir, que no detengan el fuego. Sus oficiales creen que delira y lo llevan de regreso a la fragata Hércules, donde lo asiste el doctor Campbell.
– No, no delira -dice el médico empapado en sangre y sudor.
Brown exige que lo cure sobre cubierta: la batalla ha dado un vuelco favorable y la seguirá conduciendo en persona. Campbell mastica una maldición y le examina la pierna: fractura.
– Hay que bajarlo a la cámara, mi testarudo comandante.
– No, mi cómodo cirujano: me atenderá aquí. Campbell se arremanga otra vuelta la camisa y pide a su ayudante que afirme bien el cuerpo del paciente. Silban los proyectiles. Brown mantiene en la mano la bocina.
– Es obcecado usted, mi comandante.
– Proceda, doctor.
Campbell tracciona con fuerza y reduce la fractura. Brown está blanco pero no se desmaya. Con voz áspera exige que continúen el torrente de fuego. Doblegará al enemigo.
El tronar del cañón y de la fusilería sólo se apagan cuando las naves ponen mayor distancia. La escuadra patriota no ceja, con ese diablo de irlandés que aún herido sigue gritando órdenes. Vuelven las cargas y las densas humaredas. Los relámpagos rojos agujerean velas, arrastran cuerdas y hacen estallar bloques de madera. Los remolinos de humo denso ocultan por completo a los buques; sólo se detectan los cráteres de los cañones.
Montevideo presiente la rendición. Pero el enérgico general Vigodet, jefe de los realistas, no lo hará hasta que el sacrificio sea enorme. Brown ya ha apresado varias naves y destruido otras tantas. El buque principal huye de la batalla para resguardarse en el puerto. La Hércules lo persigue. Es tanto el pánico que esa nave no se atreve a replicar los disparos de Brown ni siquiera cuando alcanza la protección del Fuerte. Vigodet, que contempla la escena bochornosa desde la azotea, se hincha de rabia y tira el catalejo contra las rocas. Mientras, el general Alvear, por tierra, ya golpea las defensas interiores de Montevideo.
El buque insignia de los patriotas, con las banderas lanzadas al viento, ingresa majestuosamente en las aguas del puerto. Veintiún disparos retumban sobre el Cerro y más allá, sobre las cuchillas de la Banda Oriental, anunciando el triunfo de las Provincias Unidas del Sur. La Hércules se desplaza con grandes heridas a la vista, como enormes medallas, seguida por un cortejo de embarcaciones.
El 19 de mayo de 1814 Guillermo Brown eleva su informe: "Hay, más o menos, 500 prisioneros. El número de oficiales de distintas jerarquías es inmenso en proporción con el de marinos y soldados (…). La Hércules aún se encontraba a la cabeza y, acercándose rápidamente a los buques de retaguardia, disparó un par de andanadas que produjo tal desorden en esa parte de la escuadra que en el transcurso de pocos minutos el bergantín San José, y las naves Neptuno y Paloma se rindieron; y tengo el placer de informar a la sensibilidad de Su Excelencia que, aparentemente, fueron pocas las vidas que se perdieron en ambos bandos". Más adelante comunica un abominable descubrimiento: "según parece (Dios los perdone), se proponían cortarnos el pescuezo a todos, habiéndose distribuido al intento largos cuchillos, lo que es apenas creíble. Sea de ello lo que fuere, recomiendo sinceramente que los mismos (los enemigos) sean tratados como prisioneros de guerra" y acentúa una advertencia que excede los límites de su tiempo: "El usar represalias demostraría debilidad y el perdonar sería generosidad. La crueldad se vigoriza con actos de la misma naturaleza. A gente así hay que enseñarle mediante el buen ejemplo y no con represalias".