White está de acuerdo, pero aún no dispone de fondos, la escuadra será su ruina.
– No me interesa su ruina, sino mis hombres.
White no tolera el tono seco y belicoso del almirante; el corazón le late en la garganta, ojalá que se vaya. Pero no se va, continúa reprobándole con los ojos, con los puños apretados, con los labios trémulos:
– Usted es indigno de la confianza que le brindó el Gobierno.
– ¡Cállese! -grita el norteamericano.
– ¡Pícaro! ¡Ladrón! -responde el almirante con la cara enrojecida.
White se descontrola y le asesta una bofetada en pleno rostro. La gente que se estaba aglomerando al oír la estentórea discusión, queda atónita. El armador huye al instante, perseguido a zancadas por Brown, cuya pierna fracturada le impide correr. Se refugia en un almacén y busca un arma para defenderse del bastón que agita el marino; sólo encuentra un largo palo con un plumero atado en la punta, que asoma por la reja. La afrenta es mayúscula. El almirante recapacita y se abstiene de ingresar donde su agresor. Se arregla la ancha corbata, alisa el cabello y, retornando su hidalga apostura, camina lentamente hacia la calle Reconquista, donde visitará a un amigo.
Guillermo Pío White es arrestado y confinado en la goleta Santa Cruz. El incidente mortifica a Brown. Pero como tiene noción de las proporciones, le dice al Director Supremo que, siendo su "empleo de autoridad y jurisdicción firme, estaba facultado para refrenar y escarmentar a un delincuente que los ultrajaba (…). Para que se vea que no es de mi interés, sino únicamente de mi honor y el de todas las autoridades castigar este atentado, me desprendo de la causa y reo, y todo lo pongo a disposición de V.E. Si es de su Supremo agrado que se lo ponga en libertad, como me dice el señor secretario de Guerra, creo que debo obedecer, pero también puedo suplicar que continúe en prisión hasta que V.E. determine la satisfacción que el delincuente deba darme". Termina la carta aclarando que no se vea su pedido como "intento de faltar a la subordinación y obediencia a que estoy obligado".
Pronto Guillermo Brown romperá esta obediencia en un acto pleno de temeridad que le ocasionará disgustos muchísimo más graves que el incidente con el atribulado armador.
9
Brown levanta la lámpara de alabastro y la instala en el centro de la mesa para que su mujer, concentrada en la costura, tenga mejor iluminación. Se sienta a su lado, en silencio. Los niños duermen. La brisa de hierba arrulla el follaje de los aguaribayes corpulentos que rodean la casa. Una chicharra se empeña en asegurar que le llega el estío. Brown afloja su cabeza contra el respaldo de la silla. La lámpara proyecta su sombra enorme contra la pared. Tamborilea los dedos.
– La Hércules será comandada por Miguel y el Trinidad por tu hermano Walter, Eliza. -Ella asiente, así estaba dispuesto hace meses, ¿no? Brown agrega:- Y yo comandaré la expedición…
Vuelven a callar. Elizabeth permanece quieta, la aguja inmóvil, tan turbada como su mano. Brown espera las preguntas inevitables. -¿Cómo, piensas abandonarnos otra vez, dejar los negocios recién tomados? ¿Piensas desobedecer al Gobierno? Te han ordenado que permanezcas en Buenos Aires; el Gobierno fue generoso, Guillermo: te obsequió la fragata Hércules, te respeta, te consulta; ¿o es que actúa de otra forma?
– No, el Gobierno insiste que permanezca en tierra.
Elizabeth no entiende; se resiste a entender. Cuando lo veía ir y venir aprestando la flotilla, interesándose por cada detalle, temía que lo entusiasmara el viaje. Pero las instrucciones reservadas eran precisas y Guillermo no cometería la torpeza de violar órdenes.
– No está bien… -balbucea Eliza.
– Se trata de una acción demasiado importante para que la confíe a gente inexperta -arguye Guillermo-. Es necesario encender el espíritu de la Revolución a lo largo del continente, quebrar el poderío de Lima, hostilizar la navegación del Pacífico, preparar el terreno para una eventual campaña libertadora en Chile, Perú, Nueva Granada…
Eliza le ruega que consulte.
– No; esta vez no haré consultas -se acaricia el amplio mentón-. El país está lleno de sinvergüenzas y de oportunistas. No pagan los sueldos; los oficiales ni tienen ropa. Me han regalado la Hércules, es cierto; parece hasta un regalo excesivo, demasiado grande para mis merecimientos. Pero yo he tenido que pagar las reparaciones; ¿te consta cuánto me ha significado aprovisionada? ¿Y todo esto para mandada al desastre? Se avecinan cambios políticos en Buenos Aires; y yo te digo que a mí no me interesan: son luchas de facciones que dispersarán las energías. Para eso me necesitan aquí, para arrastrarme a uno de los bandos. Eso no me gusta. Así que yo me voy, Eliza. Con tristeza, porque los dejo a ustedes, y con alegría porque haré algo bueno.
El día fijado embarca y asume el mando de la expedición. Los tripulantes celebran la presencia del aguerrido jefe, que destruye los inquietantes rumores sobre instrucciones secretas que lo conminaban a quedarse en Buenos Aires.
Da la vela hacia Colonia para completar su aprovisionamiento con carne de tasajo y otros artículos. El trayecto que le espera es demasiado largo y carente de recursos.
Las autoridades se enteran de su sorpresiva resolución y despachan un falucho para llamado al deber; no ocultan su cólera. Brown contesta sin rodeos que no está dispuesto a retractarse; ha meditado intensamente sobre este paso audaz; no tiene dudas. El Gobierno insiste, entre autoritario y suplicante, estableciendo un diálogo tenso y hasta hipócrita, porque llega a prometerle que si volviera a Buenos Aires con las naves, no habría dificultades en convenir que dirigiera la expedición más adelante, entregándole para ese fin los documentos necesarios. Pero Brown ya tiene en su poder los documentos y le escribe al Director Supremo que ninguna intriga le convencerá de regresar, aunque dejaba lo que más quería en el mundo; estaba contento por alejarse de "un lugar (Buenos Aires) donde veo a los hombres honestos despreciados y a los pícaros favorecidos".
En el Gobierno reina la perplejidad. Algunos exigen sanciones inmediatas, otros prefieren adecuar los procedimientos a los hechos consumados. Surgen, así, resoluciones contradictorias. El Director Supremo, "convencido de los nobles propósitos que lo animan", autoriza a Guillermo Brown a efectuar el corso. Pero, en Acuerdo Reservado, declara que "su conducta es desarreglada, insubordinada y de la entera desaprobación del Gobierno, y que, por lo tanto, se lo considera despojado del mando de la Comandancia de la Marina y de todo goce de sueldo". En dicho documento se afirma que "la autorización que se le ha dado el 19 del corriente, sólo ha tenido por objeto atraer a la dependencia del Gobierno los buques que comanda, y no exponer los fondos nacionales invertidos en ellos a la violencia del carácter altivo de este extranjero".
10
No se sabe cuáles eran las "importantes tareas" que Brown debía realizar en Buenos Aires, superiores al crucero por el Pacífico y que desataron la ira del Gobierno patrio en su contra. Es curioso que, precisamente los realistas, hayan considerado sus desavenencias con el Gobierno como un truco destinado a evitar una reacción defensiva de la Metrópoli. Presentían que estos corsarios del Río de la Plata ocasionarían en las aguas del Pacífico muchísimo daño a los intereses de la Corona. En una exposición a Fernando VII, con susto le advierten que "no son calculables, señor, los males que causarán esta clase de aventureros en las circunstancias en que se halla la Mar del Sur. La quiebra de infinitos comerciantes; la cesación entera del comercio de Chile con Lima, Guayaquil y la costa baja; aquéllos serán privados de toda comunicación entre sí y con España; (…) el disgusto que causará en Lima la falta de los trigos de Chile y la desesperación en que caerán los habitantes de este reino al verse precisados a arrojar al campo sus cosechas. Éste será el primero y no más fatal resultado de aquella expedición".