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En octubre de 1815, completado el aprovisionamiento de su escuadrilla, Brown se interna en el mar. Entre sus armas figuran copias de un mensaje que había pedido semanas atrás al Director Supremo -antes de" la desobediencia- con el objeto de distribuir en Chile. Es una ardiente proclama que invita a un levantamiento contra el poder colonial.

Dice, enfáticamente: ¿Será posible que el terror contenga vuestra indignación? Fijad la vista en esos montes cubiertos de cadáveres y vuestro furor será exaltado (…) No borréis con una criminal apatía el honor que adquiristeis el 18 de septiembre de 1810. Nadie puede mandaras contra vuestra espontánea voluntad sin que merezca el nombre de tirano (…). Erais libres y habéis vuelto a la esclavitud (…). Las cenizas de Lautaro y Caupolicán inspirarán nuevo valor: tomad las armas para arrojar de vuestro territorio a los impostores que lo han profanado (…) He remitido ya fuertes destacamentos al sur de los Andes: las tropas aguerridas del Río de la Plata se preparan a abrir la campaña; el pabellón nacional tremola en vuestros mares y la marina del Estado hará sentir a los tiranos el poder de la libertad.

El trayecto hacia el extremo sur no tiene incidentes. Poco a poco cambia el clima y el paisaje, tornándose más hostil. La luz mengua su vigor y oscuros frentes de tormenta se yerguen en lontananza. Va desapareciendo la vegetación de la costa. Los pequeños buques son saludados por multitud de pingüinos que se desplazan por las playas frías con paso tieso y bamboleante. Las focas son indiferentes, entretenidas en revolcarse con despreocupación sobre las grandes piedras donde rompe el agua.

Doblan el Cabo de Hornos. Ninguna nave enemiga, ninguna tempestad. El aire helado, no obstante, susurra cadencias fúnebres. Por entre los témpanos aumenta el silbido de las ráfagas. Ya están lejos del mundo: penetran en la virginidad ríspida de la naturaleza. Con su hermano Miguel y su cuñado Walter Dawes Chitty comenta la grandiosidad del desierto blanco. Las arboladuras desafiantes de los buques ingresan en los siniestros laberintos. Y el agua empieza a inflarse, a saltar con furia, como si estos intrusos la hubieran ofendido. Una vela es arrancada por el chicotazo del viento. Contra la proa avanza un remolino lechoso y salvaje. Crujen las maderas. Resbalan cajones. El Trinidad pierde su tajamar, quedando en un estado precario que obliga a cambiar el rumbo y dirigirse hacia el Estrecho de Magallanes.

El viento y la lluvia empujan las naves hacia los riscos de las costas, donde les espera un golpe mortal. "El agua rompía hasta la altura de los topes de los palos" -escribe Brown-. Antes del anochecer logran guarecerse en una anfractuosidad. Pero el Trinidad es lanzado nuevamente contra las rocas y prefiere afrontar los riesgos del mar abierto; se lanza entonces hacia el sur, perdiéndose en la noche. Brown, con la bocina en su puño, observa el farol de popa que se sacude locamente; no puede anclar porque no toca fondo ni a 100 brazas de profundidad. Su misión concluirá pronto, destruido por los espíritus malignos que allí tienen su morada. Las pesadillas de juventud se convierten en la última realidad; lo persiguieron desde la ruda Irlanda consiguiendo, por fin, darle alcance en esta trampa de viento y nieve.

Los oficiales y la tripulación dirigen miradas de espanto al jefe. Brown compara los riesgos y ordena con voz tonante "¡Desplegar velas!". Los marinos de la Hércules creen oír mal. Pero la orden es repetida. Hasta el viento se asombra. Equivale a poner alas al buque, a dejar que las ráfagas violentas lo conduzcan como un papel.

– ¡Vamos! ¡A cumplir la orden! ¡Desplegar velas, pronto!

Aferrándose de los mástiles y escalerillas en loco balanceo, la tripulación extiende los lienzos que, de inmediato, se engolfan arrastrando la nave entre rocas y arrecifes alumbrados intermitentemente por las descargas eléctricas. Montañas de agua caen sobre cubierta barriéndola con furia. Horas y horas de combate contra la tempestad. Cada hora que transcurre es una prebenda arrancada a la muerte. Ruegan por el amanecer que no llega nunca. Los relámpagos iluminan el indefenso juguete y las nubes largan sus atronadoras carcajadas. El buque atraviesa gran parte del canal. La mañana siguiente no amaina la violencia del granizo.

La Hércules es arrastrada hacia las rocas y, de súbito, atenazada por la quilla. Permanece golpeando contra las peñas durante dos horas sin que logren liberarla. "La ansiedad de la gente para irse a tierra, con el buque en esa situación, apenas puede ser descripta" -comenta Brown en sus Memorias-, pues a cada golpe que el buque da en la roca amenazan los palos caer sobre la borda. Trabajando con cuerdas y palancas consiguen desprenderla de los garfios que formaban esas rocas. Pero los golpes le han abierto un tajo profundo. Advierten que hace agua. Navegan entonces hasta una pequeña bahía. Extraen de la bodega cuatro pies de agua. La tripulación, agotada por el esfuerzo, pisa la tierra de la desolación. Las montañas majestuosas, con globos morados de tormenta pegados en los riscos, forman un encuadre mitológico. Desembarcan provisoriamente los alimentos y la artillería para alivianar el buque. Es necesario descubrir su fondo y reparar el tajo.

La labor insume siete días. En esa inhóspita cárcel de hielo Brown se siente de veras otro Ulises, como Elizabeth solía decir cuando evocaba sus peripecias de juventud. "Alrededor de la medianoche el oficial de guardia se presentó a la puerta de mi camarote -refiere Brown- y me informó que un grupo de tropas y marineros deseaba ir a tierra. Inmediatamente fui a cubierta y procuré saber qué era lo que podía inducir a los hombres a querer abandonar su buque a esa hora de la noche y desembarcar en un país estéril e inhabitado, cubierto de escarcha y nieve. Sin una simple respuesta, cada uno de ellos se fue a su hamaca, lo que ocultó por el momento la causa de un paso tan precipitado". Ante la gravedad de la situación emergente, ordena duplicar el número de oficiales de guardia para evitar que cualquier hombre fuera a tierra, excepto en comisión de servicio. "A pesar de tales precauciones, el temor que tenían los sudamericanos -prosigue Brown- siguió trabajando en su imaginación. Cuatro desertaron al día siguiente, mientras estaban en tierra en comisión, y por la noche lo hicieron dos centinelas". Brown y sus oficiales principales tienen que desplegar pacientes argumentos para conseguir que "la tripulación permaneciera en el buque, pues habían tomado la determinación de más bien correr la suerte entre los indios rudos y salvajes que se encuentran en esas regiones inhospitalarias, que arriesgar sus vidas en un buque que hacía agua y tener que soportar penalidades semejantes a las ya sufridas".