El páramo no sólo provoca terror, sino locura. Los seis desertores morirán de hambre y de frío. La Hércules reanudará la marcha: no puede esperar que recobren la razón. Azules de frío, con la ropa convertida en andrajos, esos pobres hijos de la pampa acostumbrados al caballo y a la lucha cuerpo a cuerpo, no quieren volver a embarcar. Brown profiere maldiciones, dispara el cañón como última advertencia. Imbéciles; morirán de la peor muerte.
– Esperemos otro poco -dice, no obstante, a su secretario.
No se decide a ordenar la partida: estos desertores le causan mucha lástima. Finalmente, convencido de que sus esfuerzos serán inútiles, manda desembarcar provisiones, un hacha, una olla, una vela vieja, yescas, mantas, dos mosquetes y munición, que acomodan entre las piedras heladas de la playa: los ayudará a sobrevivir en la terrorífica cueva que era el mundo al principio de la creación.
La Hércules se pone en movimiento. Avanza decididamente por el canal que une ambos océanos. Pero está lisiada: el rumbo que le abrió la roca impedía operar como antes. Muchos tripulantes manifiestan su disconformidad con la prosecución del crucero. Brown redobla la vigilancia para evitar un motín.
Recorren el intrincado Estrecho de Magallanes. El Trinidad, comandado por su hermano Miguel, se considera perdido. Varios fondos de saco confunden al timonel, debiendo rectificar la ruta. El pasadizo imponente, ora estrecho, ora amplio, desafía la brújula de los navegantes. Islas, penínsulas, murallas de hielo o roca pelada emergen de súbito para recibir el impacto fatal que debe esquivar la proa. Al encontrar por fin la amplia salida al Pacífico, los marineros empiezan a gritar y abrazarse. Allí aguarda, a salvo, con el pabellón rendido a la brisa, el Trinidad.
Brown abraza a su hermano Miguel después de una separación de ocho días. Se estuvieron buscando mutuamente. Los del Trinidad también habían dado por muertos a los de la Hércules.
"Se resolvió no regresar a Buenos Aires, sino proseguir el crucero con la misma energía. Se hizo una señal para dar toda la vela compatible con la seguridad de los palos y tratar de salir del estrecho con su férrea muestra de montañas inaccesibles cubiertas de nieve que no ofrecían otra cosa que la muerte".
Sin embargo, "al aproximarse ambos buques a la salida, el viento y el mar aumentaron de tal forma que las probabilidades en contra de salir eran diez a uno". Con perseverancia consiguen entrar en el Pacífico. El temporal los vuelve a separar, pero esta vez sin aprensión.
Se había establecido como punto de encuentro la isla de la Mocha. Las naves arriban con pocas horas de diferencia. El Trinidad consigue apresar una goleta, cumpliendo su primera acción victoriosa contra los realistas.
En la Mocha se les une Hipólito Bouchard, quien venía de Buenos Aires comandando la goleta Halcón; tenía instrucciones de ponerse bajo las órdenes del almirante. ¿Las autoridades nacionales habían aceptado los hechos consumados? ¿Daban la razón a Brown? Bouchard informó que también venía a su encuentro la goleta Constitución, comprada y armada por patriotas chilenos. En ella viajaba el presbítero Julián Uribe, que había concebido este crucero. "Lamentablemente llevaba tantos cañones -relató Bouchard- que se hundía demasiado en el agua. Viajamos convoyados para que, en caso de desgracia, una sirviese de asilo al equipaje de la otra. Pero en lo recio de la borrasca comprendí que su condena era inevitable. No le pude prestar ningún auxilio ya que apenas podíamos resistir nosotros. Envuelta por olas y nubes, se nos perdió de vista."
Brown encomienda a su hermano y a Bouchard que vayan hacia Valparaíso y recorran las costas de Chile y Perú hasta Lima, mientras él cruza hacia las islas de Juan Fernández y San Félix para liberar a los numerosos patriotas que allí permanecían confinados.
Cuando Brown se aproxima a su objetivo, un golpe de viento daña el bauprés de la Hércules y, viéndose obligada a navegar en popa para sujetarlo, se encuentra demasiado a sotavento para poder tomar la isla. El almirante desiste entonces de su propósito y pone la vela hacia Lima. En el trayecto apresa una fragata cargada de provisiones y libera a un ilustre prisionero del Ejército de Nueva Granada, que era conducido a Lima para ser sometido a juicio.
11
Cuando, ya cerca de la capital del Perú, se reúne otra vez la magra escuadrilla, Brown explica su plam. Es muy osado. Su éxito justificará todo el crucero.
En la ruta habían apresado un bergantín, al que quitaron los palos y transformaron en pontón y hospital. A demás lograron hundir varias naves. Su irrupción inesperada en una jurisdicción que hasta entonces gozaba del control realista, ha expandido una onda de perplejidad. Pero mayor es la perplejidad cuando se comprende que el propósito de los corsarios es atacar el mismo corazón del poder españoclass="underline" la fortaleza del Callao. "A primera vista -dice Amunátegui- parece que sólo a un loco se le ocurriría acometer con cinco buques estropeados y faltos de tripulación, al más importante de los establecimientos españoles en la América del Sur: el Callao, defendido por esos célebres castillos cuyos poderosos medios de resistencia pueden calcularse por su excesivo costo, que hacía preguntar a Carlos III si estaban construidos de piedra o de plata; el Callao, defendido por 150 cañones colocados en tan fuertes baterías que de sus bocas partió el último tiro en favor de la Metrópoli: el Callao, en fin, defendido más que por todo esto, por su fama de inexpugnable". Las bocas de fuego eran de diverso calibre y estaban emplazadas en la bahía de tal forma que podían cruzarse y hacer blanco en un mismo punto desde distintos ángulos.
Brown espera la noche. Cena con su cuñado Walter; la inminencia del ataque no altera sus nervios de bronce. Pide que no enciendan las bujías y, cubierto por la oscuridad, hace vela hacia la costa. Las naves se detienen a prudencial distancia. Próximas unas de otras, parecen animales negros durmiendo sobre el acunamiento del mar.
Con sigilo descienden los botes sobre las recias oleadas. Al frente, un racimo de luces denuncia las fortificaciones del Callao; los castillos San Miguel, Real Felipe y San Rafael se yerguen imponentes. Los remos golpean sobre los lomos espumosos mientras los hombres, apretados, acarician sus armas. A medida que se acercan, el racimo de luces asciende. En lo alto de las murallas caminan los centinelas. Las oscuras manchas atestadas de patriotas ya estarían al alcance de los disparos realistas. Pero no han sido vistos, felizmente. Desembarcan a un costado del puerto. Aún reina la tranquilidad. Guillermo Brown en persona encabeza la expedición. Ordena avanzar a la carrera y con la bandera desplegada.
Súbitamente un fuego mortífero se desparrama sobre la ciudad y los buques amarrados en el puerto. La sorpresa paraliza a los realistas. Se produce la confusión de la defensa, que no atina a establecer el origen de los disparos. No sospechan que los enemigos están en tierra, junto a ellos. Desde lo alto buscan en lontananza, sobre las aguas. Los españoles se balean entre sí: desde los fuertes contra las naves que a su turno responden a la agresión de los cañones en tierra. Tapias, carretas, pilas de leña y cajones sirven de parapeto a los argentinos que ya han logrado provocar el espanto. Pero la oscuridad es también desfavorable a los invasores, provocando el extravío de algunas columnas. Brown advierte que no puede realizar el asalto apetecido y ordena la retirada. Los cinco animales negros aguardan en el mismo lugar.