En cubierta se hace el recuento y celebran con regocijo la acción no ha provocado bajas.
Antes del amanecer toda la población del Callao y Lima ha entrado en efervescencia. Abundan heridos, boquetes en varias naves, graneros carbonizados. Desde muchos puntos se levanta la humareda y a poca distancia, en línea de combate, los buques corsarios con la bandera de las Provincias Unidas en el tope de los mástiles.
Accionan las baterías para expulsarlos. Se entabla un nutrido cañoneo. La arboladura de una fragata realista comienza a tambalearse y luego a hundirse. Los intrusos consiguen realizar tremendos impactos sobre edificios y otras embarcaciones adicionales. La consternación aumenta provocando indisciplina y deserciones. Nunca se había producido una situación tan crítica en el Callao. La imponente fortificación, aún alterada por la sorpresa, no consigue organizar una respuesta adecuada. Los oficiales corren de uno a otro puesto frenando el caos, impartiendo órdenes. Mientras, los corsario s avistan la fragata Consecuencia procedente de Cádiz y, antes que pueda virar para darse a la fuga, la abordan y capturan con su valioso cargamento intacto. Brown hace prisioneros a numerosos oficiales y también a personalidades que iban a encargarse del gobierno de la provincia de Guayaquil.
Sus naves tienen instrucciones de no brindar descanso a las confundidas líneas terrestres. Al caer la noche Brown desembarca en la isla de San Lorenzo con, varias cajas llenas de faroles y tinajas de combustible. Enciende luces a un costado del muelle. No es suficiente, opina: que se utilicen todos los faroles. La isla se llena de luminarias. En lugar de cinco, parece como si hubieran arribado cincuenta naves. Mientras los oficiales realistas contemplan atónitos el crecimiento de ojos resplandecientes, varios botes atestados de guerreros se introducen entre los buques anclados en el Callao. Un centinela descubre un par de embarcaciones, apenas visible a través de la densa penumbra.
– ¡Quién vive!
Una voz lo tranquiliza:
– ¡Ronda!
El centinela se inclina para ver mejor. No son dos, sino cuatro, seis, ocho botes. Da la alarma y empieza el tiroteo. El capitán Walter Chitty lanza los ganchos hacia una cañonera para el abordaje. Sus hombres trepan como cucarachas por los costados. La cañonera es defendida por medio centenar de soldados que apuñalan a los invasores antes que puedan saltar sobre cubierta. Pero Walter Chitty ya está adentro. Se traba un combate cuerpo a cuerpo y consiguen acorralar a los españoles, muchos de los cuales se arrojan al agua. Chitty es herido; pero la cañonera está ganada.
– ¡A sacarla fuera del puerto! ¡Pronto, pronto!
La cañonera no se mueve, qué diablos ocurre. Los bravos marinos insisten. Desde un buque de alto porte que está junto a ellos como una muralla negra abren fuego. Chitty se oprime la herida para detener la hemorragia: qué ocurre, maldición. La metralla barre con algunos de sus hombres. La cañonera parece clavada. Un oficial salta a su lado: es imposible, está encadenada a la popa de este buque; no la podemos zafar.
– ¡A retirarse, entonces!
La pasividad del personal marinero realista induce al Jefe de la plaza a ofrecer cien pesos a cada hombre que monte unos lanchones planos para ir al encuentro de la flotilla corsaria. Inútil. El terror y el asombro han inhibido el formidable bastión de la Metrópoli. No alcanzan tentaciones ni amenazas para desplegar un contraataque suficientemente enérgico.
Y ocurre lo impensable. Durante veintitrés días tremola el pabellón de las Provincias Unidas del Río de la Plata ante la humillada fortaleza. Por la costa y los campos, hasta Lima y más lejos aún, se expande la noticia de que los revolucionarios venidos de las pampas sureñas cuestionan la inexpugnabilidad de las bases realistas. Un renovado impulso de liberación vuelve a encenderse entre los habitantes del Perú.
Bajo las narices de los torreones españoles Brown apresa la fragata Candelaria que trae sus bodegas henchidas de granos. Podría lograr otros éxitos menores, pero su objetivo era conquistar el Callao, objetivo aún imposible, pese a las hondas lastimaduras infligidas. Si hubiese podido hablar con su tío, a quien tanto le gustaban los ejemplos de la Biblia para estimular el sentimiento emancipador de los irlandeses, hubiera recibido este consuelo: tú eres como el Bautista, que anuncia y prepara el camino del Libertador, que ya viene detrás de ti.
Decide levantar el bloqueo y enfilar hacia Guayaquil. Para engañar a los realistas, pone proa hacia el sur. Durante la noche, y a buena distancia de los catalejos, vira en redondo hacia el norte. La escuadra española, recompuesta y furiosa; emprende la búsqueda de Brown en el sentido equivocado.
12
A la entrada del río Guayas, Guillermo Brown convoca a sus oficiales y ultima el plan de acción. Quiere proceder con rapidez: el militar de Nueva Granada al que había liberado antes de llegar al Perú le informó sobre el clima de insurgencia que reinaba en Quito. Era obvio que una irrupción súbita de naves corsarias contribuiría a reforzar la embestida patriota. Pero sabe que debe proceder con sigilo: sus fuerzas son demasiado limitadas. Además, debe controlar los siete buques apresados y centenares de prisioneros tomados a lo largo de su trayecto en el Pacífico.
En la Isla de Mortajo deja a los prisioneros, para bien de la seguridad general; antes de abandonarlos les provee abundantes víveres. Luego apresa otros dos bergantines y fondea el largo convoy en la isla de la Puná, sobre el ingreso al caudaloso río. Confía a su hermano Miguel la comandancia de la Hércules y el Halcón. Su cuñado Walter se repone de la profunda herida.
Arbola su gallardete en el Trinidad y, respaldado por una goleta piloto y una selección de los mejores hombres, remonta el tortuoso Guayas. Sus orillas son pantanosas, cubiertas de esteros y malezas. De su superficie emergen las dentadas mandíbulas de los cocodrilos, muchos de ellos en las orillas, arrastrándose por el barro mientras el sol reverbera en sus repugnantes cueros de esmeralda.
A cinco leguas de Guayaquil aparece el primer obstáculo: el fuerte de Punta Piedras. Atacará, como de costumbre, durante la noche. El Trinidad se oculta en un recodo. La vegetación es análoga a la que Brown conoció durante su juventud en las Antillas. Zumban los mosquitos y el calor es pegajoso. Las aguas mansas se tiñen de rojo, luego violeta. Cuando el negro borra los contornos, el bergantín se pone en movimiento, como si un pedazo de la selva se desprendiera y deslizara en silencio hacia el fuerte. Antes que suene la alarma, las columnas penetran haciendo fuego y lanzando enronquecidas vivas a la patria. Varios hombres trepan hasta la cúspide y arrancan la bandera del Rey. Hierve la confusión y en poco tiempo los invasores se apoderan del baluarte.
Brown no dispone de gente para guarecerlo; entonces destruye las baterías, desmonta los cañones y sigue hacia la estratégica ciudad con la prontitud del relámpago. Los realistas le ofrecen resistencia con una batería en los suburbios. El empuje de Brown ya es arrollador y consigue desalojarlos. Queda el último baluarte antes de entrar en triunfo en Guayaquiclass="underline" el castillo de San Carlos. Desde sus torres se abre un volcán de fuego contra el Trinidad. Brown ordena avanzar a toda marcha para asaltarlo de inmediato.