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Miguel Brown es prolijamente informado sobre el fracaso del operativo y, colérico, dispone liberar a su hermano o correr la misma suerte. Remonta el río con la totalidad de sus naves haciendo alarde de agresividad. El gobernador, temiendo que un nuevo ataque produzca el levantamiento que el obispo frenó a duras penas, ofrece parlamentar. Sus mensajeros van y vienen, trayendo la descripción minuciosa sobre cantidad de hombres y armamento con que cuentan los corsarios. El astuto jefe realista dilata las negociaciones: no quiere reanudar los combates porque será derrotado, y no quiere entregar su prisionero porque vale como el tesoro de Atahualpa. Necesita ganar tiempo hasta que arribe la poderosa escuadra española que zarpó de Lima con más de un millar de soldados para convertir en polvo a estos cincuenta bandidos.
Los regateos le conceden días, días que aproximan la escuadra. Pero también días en que va creciendo el fermento revolucionario por la presencia del ilustre prisionero. Su nombre es repetido con admiración -y hasta con cariño- en Guayaquil y en las montañas. Hubiera sido mejor haberlo dejado morir entre los dientes de los cocodrilos o explotar con la santabárbara. Ahora ya es tarde para ejecutado: sería inevitable la reacción popular.
La escuadra limeña no aparece en el horizonte, sin embargo. El gobernador afina su análisis. Si Brown continúa despertando el favor de los criollos o los corsarios disparan un solo tiro, cuando lleguen las fuerzas de Lima sólo encontrarán las cenizas de Guayaquil. En realidad el tiempo juega en su contra. Resuelve entonces desprenderse del prisionero antes que sea demasiado tarde. Indica a sus representantes que apuren un arreglo. Los corsarios ignoran las angustias del gobernador y acuerdan devolver algunos prisioneros españoles y pagar un rescate, seguros de realizar una operación ventajosa.
De esta manera el bravo almirante es conducido hacia sus hombres que lanzan alaridos y agitan los puños al vedo sano y salvo. Viste una reluciente chaqueta azul recamada en oro, pantalón blanco y gorra de hule galonada; cuelga de su brazo la bandera que cayó del bergantín y con la que se envolvió al descender como prisionero.
Retorna el mando de la flota y pone rumbo hacia el océano. En las míticas Galápagos se procede a repartir las presas, reparar y reaprovisionar las naves. Hipólito Bouchard queda con la Consecuencia y Carmen, mientras Brown con la Hércules y el Halcón.
Bouchard decide enfilar hacia las Filipinas, recorrer la costa de África y, desde allí, dirigirse a Buenos Aires circunvalando el globo; espera obtener nuevos triunfos para la causa patriota hostilizando el comercio español en los lugares más insólitos de la Tierra.
Brown, en cambio, se dirige hacia la espaciosa bahía de San Buenaventura, donde abunda la leña, frutos silvestres, buena caza yagua potable. "Hubiera sido imprudente continuar viaje a Buenos Aires sin tener provisiones en cantidad suficiente". Los marineros, además, pueden revolcarse sobre la hierba, correr tras los pájaros de colores rutilantes, asar la carne como en los lejanos tiempos de la pampa.
Brown encomienda al doctor Handford, cirujano de la escuadra, y al oficial colombiano Banegas, al que liberó de la fragata española, vayan hacia Calí y Popayán en busca de auxilios y provisiones. El cirujano apila cartas de Brown para los jefes patriotas de ambas provincias, informándoles sobre el crucero y ofreciendo su leal colaboración a la causa americana.
Se debe recordar que la incomunicación de los corsarios con su Gobierno, aliados y familiares es total. No disponen de correo, no tienen acceso a las poblaciones donde, indirectamente, hacen crecer los sentimientos de liberación. Las informaciones son sólo intuiciones, deducciones, presunciones. Están condenad os a vivir sobre el desierto -sea agua, sea tierra- y considerar toda presencia humana, hasta que se demuestre lo contrario, como enemiga.
El Halcón luce muy deteriorado, con los flancos hendidos por la metralla, el trinquete desarbolado y algunas cuadernas rotas. Sus averías son tan importantes que por eso Bouchard se negó a aceptar la nave, endosándosela a Brown. Brown no desprecia los buques heridos como un médico no desprecia a los enfermos. A falta de dársena lo conducen a un estero para descubrirle la quilla. Con sogas y palancas consiguen iniciar la inclinación. Pero la base resbala, las sogas comienzan a ceder por el otro extremo y el buque se tumba con estrépito sobre las aguas estancadas arrastrando al fondo un apequeña embarcación donde estaban todas las provisiones. Esto es terrible. Trabajan como diablos para sacar la nave del cepo. Pero no logran rescatar las provisiones. Hay que esperar el socorro de los nativos o "pasar algunos meses en esta costa esperando que Buenos Aires enviara un ejército a través de las cordilleras al año siguiente, como lo había prometido".
El Halcón es finalmente reflotado y se ensaya otra técnica, colgándolo con mejores aparejos de los árboles altos y robustos. Los hombres acostumbrados a trepar mástiles en plena tempestad no tienen inconvenientes en subir como gatos hasta la copa de los árboles y fijar las sogas. Luego de atado bien y controlar la ubicación correcta de los cables, izan al Halcón. Se conceden un descanso merecido antes de iniciar la segunda parte de la tarea: reparación del costillar, sutura de rumbos, calafateo de toda la base. Brown, asistido por carpinteros y herreros, controla con satisfacción el progreso de los trabajos: en Buenos Aires, cuando preparaba la Escuadra de 1814 no gozó de mejores comodidades. Pero ahora un silbido urgente lo pone en guardia y enseguida estallan los aparejos. Tarde. El Halcón se va a pique desvencijándose por completo. Revienta como una nuez. Las corridas y los lamentos no pueden recuperar el caos de cuadernas quebradas ni evitar la balumba de los desperdicios.
Lo que se puede salvar es transportado a la Hércules, la abnegada "fragata negra" que entró victoriosa a Montevideo y surcó todo el Pacífico a pesar de la herida que las peñas australes le abrieron en el vientre. Es la última y única nave que le resta a Brown de su expedición corsaria. Con ella deberá realizar la larga y peligrosa travesía de regreso.
Unos pescadores criollos le arriman preciosa información que bebe como agua en un desierto. El general Pablo Morillo, que iba a ser enviado al Río de la Plata, ha desembarcado en el Caribe, ha vencido a numerosas fuerzas patriotas y ha ocupado Bogotá. Es un hombre fogueado en las guerras contra Napoleón, y esas guerras lo hicieron sanguinario. Sus acciones represivas ya tienen sórdida fama. Se propone llenar de cadenas rápidamente a todo el país, avanzando parla costa. No debe estar lejos. Además, varios buques de guerra comenzaron a patrullar las inmediaciones. La bahía de San Buenaventura se convertirá en una trampa. Urge que Brown la abandone cuanto antes.
Se escurrieron cuarenta días desde que el doctor Handford y el oficial Banegas partieron hacia el interior del país. El calor y los mosquitos abruman. Varios tripulantes contraen una enfermedad del trópico que nadie sabe diagnosticar ni curar. Pronto serán asaltados por el general Morilla o por una flota bien armada. Ni rastros de los emisarios -¡maldición!- ni señales de algún contacto. Tienen que partir mientras la ancha boca de la bahía permanece despejada. La tripulación total ya se ha reducido a 53 miembros, varios tendidos con fiebre. Brown recorre con su leal catalejo las verdes anfractuosidades de la selva, cada vez más persuadido de que toda espera será inútil, pero no se atreve a pronunciar la orden de partida abandonando a Handford. Algunos hombres desfigurados por los padecimientos le expresan que han decidido quedarse: ¿la locura del trópico? Está bien, no es tan grave como la locura de los laberintos australes. Brown les paga y aconseja refugiarse en el interior del país. También les deja armas y municiones para ser entregadas a los patriotas de Nueva Granada. Y les confía una carta y 30 onzas para el sacrificado médico, aunque teme que lo haya capturado la muerte. Cree que ha llegado al límite de espera y ordena zarpar.