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Ignorará durante mucho tiempo que pocos días después aparecería el doctor Handford secándose la inagotable transpiración, provisto de la nutrida ayuda que reclutó en Popayán. Lo seguían varios patriotas deseosos de embarcar en la Hércules para evadir la muerte decretada por Morillo. Encontraron deshabitada la calurosa bahía, con los restos del Halcón desparramados en el estero y el mar despejado de navíos.

El viaje de los corsarios hacia el poniente es muy triste. Su misión puede considerarse concluida. Los enfermos gimen en las cámaras. La hermética incomunicación a que están sometidos les impide enterarse de los beneficios que aportaron a la causa de la libertad. Sólo pueden medir sus éxitos por el número de buques apresados o hundidos, prisioneros tomados y fortificaciones devastadas. No es posible computar la desmoralización introducida en los cuadros realistas. Tampoco evaluar el fermento revolucionario que sembraron en las costas del Pacífico. Regresan a la patria con el ánimo envejecido.

Guillermo Brown ya no puede frenar las evocaciones nostalgiosas. Todos los días aparecen el rostro de Elizabeth y el de sus hijos. Los extraña demasiado, más de lo que se admite entre los marinos, porque su profesión es navegar, estar siempre lejos. Imagina a su mujer atendiendo las necesidades del hogar, proveyendo ropa y comida, arreglándoselas con los recursos que le había dejado y que seguramente llegaban a su fin. ¡Cómo desea abrazarlos! ¡divertirlos con algunas de sus peripecias! ¡por lo menos hacerles saber que está vivo y camino de regreso!

En doce jornadas arriban a las Galápagos. La vieja cicatriz de la Hércules vuelve a hacer agua. Se esmeran en una reparación minuciosa: les aguarda un trayecto larguísimo, sin socorros verosímiles y con muchos enemigos alertados. Procuran reunir la mayor cantidad de alimento, pero en las islas sólo consiguen tortugas. Embarcan setenta tortugas gigantes.

Y empiezan la larga, lenta, mortífera travesía.

14

El océano caliente y quieto se extiende como una piel rígida, sobre la cual se desplaza un insecto: la Hércules. El color plomizo inmóvil y la línea tensa del horizonte agobian. Ningún contraste, ningún acontecimiento. Al día sucede la noche, al sol las estrellas, siempre iguales, repetidos, como testimonios de que permanecen en el mismo lugar y terminarán muriéndose, pudriéndose. En el mismo lugar.

La escasez de provisiones impone dietas rigurosas: un bizcocho, algo de maíz o arroz, media libra de tortuga y una pinta de ron. Empiezan a sangrar las encías, los dientes se aflojan y caen. Aumenta la debilidad, caminan como espectros. Antes eran capaces de trepar hacia la punta de los mástiles y hacer acrobacias sobre las perchas en medio de la tempestad. Ahora se desplazan con esfuerzo y permanecen tendidos en cubierta, sin alegría, sin esperanza. Aparecen manchones en la piel, primero rojizos, luego azulados. Brown comprende el peligro: escorbuto.

Proyectan desembarcar en la Isla de Pascua. El océano, dominado por los realistas, se comporta como súbdito fiel de la Metrópoli: cuando los corsarios recorrían las infinitas planchas calientes del trópico, cesaba toda brisa; ahora que se aproximan a tierra firme, se desata la tempestad. La acometida de las olas impide recalar y, al cabo de infructuosas maniobras y correr peligros de naufragio, Brown resuelve continuar nomás hacia el Cabo de Hornos, a casi medio mundo de distancia.

Las provisiones se agotan. De los primitivos bizcochos sólo resta un polvo amarillento, sucio, donde se mueven los gusanos. Las pocas tortugas que aún quedan son reservadas con avaricia para lo que vendrá. Los marineros empiezan a perseguir las ratas cuya carne, huesos y cuero se convierten en comida apetitosa. Durante las tempestades se recoge el agua de lluvia. "La idea de una muerte por hambre lenta y desesperada -relata Brown- carcomía la mente de cada uno de los hombres de a bordo. Y podría decirlo, casi a mí mismo".

Semanas y semanas. El sopor, el hastío, la náusea. Las mismas maderas y velas. La misma cubierta. Las mismas caras hoscas. Una caja con botellas de vitriolo cae sobre la escotilla de la santabárbara iniciando el fuego. Cuatro hombres se lanzan con trapos y frazadas antes que sobrevenga la explosión fataclass="underline" son Walter Chitty, Guillermo Brown y dos marineros. Otros hubieran preferido la explosión que terminara con el suplicio de no vivir ni morir.

Por fin penetran en las aguas frías. Cada jornada más frías y agitadas. Se aproximan a los helados laberintos donde murieron tantos navegantes. Entre los rugidos del viento y los empujones de las olas, atraviesan la angosta ruta que une ambos océanos. Se salvan "apenas de un témpano de hielo que pasó raspando el costado del buque". La suntuosa entrada en el Atlántico es festejada con el sacrificio de la última tortuga.

Ponen la vela hacia las Islas Malvinas, no sólo para procurarse cerdos salvajes y lanudas ovejas, sino con la expectativa de encontrar algún ballenero que suministre información sobre las Provincias Unidas. Después de todo, ya estaban en aguas territoriales de la patria libre.

Al acercarse a Puerto Egmont, sin embargo, un viento fortísimo envuelve a la fragata arrojándola contra las peñas. Los malditos gigantes del infortunio lo persiguen sin darle respiro; se obstinan en no dejarlo tocar tierra. El timonel lucha contra los empellones de la borrasca y consigue alejarse del peligro. "No quedaba otra alternativa que continuar navegando, confiando en la naturaleza para el alivio de la sed y el hambre". Las redes y los arpones arrancan comida al mar. Por las venas de los navegantes sólo circula pescado.

La creciente cercanía de Buenos Aires despierta sentimientos contradictorios. Por un lado el ardiente deseo de regresar: hacía más de un año que no veía a su mujer ni a sus hijos y no tenía de ellos la menor noticia. Por otro lado la inquietud por las seguras sanciones que le esperaban a causa de su insubordinación y, más que eso, la amargura de arribar con una sola nave y una tripulación abatida y enferma. Poco favor haría al espíritu de Mayo con los despojos del crucero. "Navegar directamente hacia el Río de la Plata -confiesa Brown- hubiera sido la más grande imprudencia antes de que se supiera algo sobre la situación en su capital".

Habiendo cruzado la latitud de Buenos Aires, el 20 de agosto avista un bergantín inglés proveniente de Montevideo. El capitán le transmite torvas noticias: 10.000 portugueses avanzan por la Banda Oriental y una escuadra de Río de Janeiro se dispone a bloquear Buenos Aires; en las Provincias Unidas reina una anarquía espantosa. Brown convoca a sus oficiales para examinar la situación. Acuerdan proseguir hacia el norte, reparar la nave, curar a los tripulantes y conseguir eventuales refuerzos para recién entonces ingresar en el Río de la Plata con la dignidad que merecen sus denuedos.