El bergantín inglés consiente venderle algunas bolsas de pan.
Las costas brumosas de Brasil ondulan a lo lejos. Estallan fosforescencias sobre las olas que ruedan mansamente. Sobre cubierta los marineros ventilan sus hamacas y jergones. Las redes mejoran el suministro de comida, se obtienen productos más variados. Algunos marineros se recuperan bajo la luz tibia y coruscante. Sacan del mar grandes racimos de sargazos, cuyos frutos hacen estallar con alegría entre los dedos. Alegría efímera, porque el escorbuto no desaparece. Y porque brota una nueva fiebre. No hay médico a bordo. Miguel Brown yace en su camastro delirando; los paños de agua no disminuyen su temperatura. Se aproximan a Río Grande y lo desembarcan en un bote. Lo presentan como marino inglés, víctima de un naufragio, y consiguen internarlo en el hospital. En la Hércules vuelve a predominar la mesticia.
Se han propuesto fondear en el Caribe, porque allí abundan los frutos silvestres, las aves y puertos de cualquier nacionalidad. Pero el viaje se hace largo, mefítico, y ya no anima ni el espejismo. En Pernambuco echan el ancla a buena distancia de la costa mientras Walter Chitty, disfrazado, desembarca en un bote para comprar provisiones. Al cabo de dos días regresa con dos lanchones repletos.
Reinician la marcha. Otra vez el calor. El sopor. Por lo menos alcanza la comida. Al cabo de inagotables semanas ingresan en el mar de las Antillas. Brown evoca los itinerarios que recorrió cuando joven, a bordo de naves norteamericanas y luego inglesas. Le conviene un puerto británico. Y se interna en la cálida bahía de Carlisle, islas Barbados.
El 25 de septiembre fondea en el colorido puerto de Bridge Town. Los negros transportan cajas a los numerosos buques amarrados en el muelle. Una tupida maraña de cocoteros sombrea las casas de elegante estilo inglés, entre las que se observan escombros. Se entera de que un par de meses atrás se produjo una sublevación de esclavos, con numerosos incendios, saqueos, violaciones y asesinatos. Las autoridades requisan la fragata. Proceden con corrección -pese a ser un lugar frecuentado por piratas- y Brown se dirige personalmente a tierra para mostrar su documentación en regla y solicitar permiso para reparar las averías. El gobernador lee los papeles firmados por el Director Supremo de las Provincias Unidas, se frota un costado de la nariz y divaga sobre qué autoridad puede tener un Director Supremo que no fue reconocido por Su Graciosa Majestad ni por nadie.
Es una ofensa gratuita, protesta Brown. El gobernador lo tranquiliza con un gesto, hace mucho calor para discutir: más tarde le entregará su respuesta. Brown esboza una reverencia, sale, y cuando no lo pueden oír lo manda al demonio.
Cinco horas más tarde se presenta en la Hércules el edecán del gobernador. De tal chiquero tal chancho. El edecán tiene tiempo de despacharse una imbécil perorata sobre la neutralidad del Gobierno de Su Graciosa Majestad Británica en el conflicto que sostiene la Corona española con sus colonias rebeldes; por lo tanto el señor gobernador no autoriza al señor coronel Brown que repare la fragata, ni que permanezca en el puerto. Extrae el pañuelo de la manga, aspira su perfume y se retira con paso de tero. En la puerta recuerda un detalle: ah, el señor gobernador ¡qué hombre tan humano!, le permite al señor coronel adquirir las provisiones necesarias hasta el próximo puerto. Brown cruje los dientes y lo hace acompañar por un subalterno. Mientras se realizan los aprestos aprovecha el correo inglés para enviar mensajes al representante de las Provincias Unidas en Europa y a su familia en Londres y Buenos Aires.
Imprevistamente tres marineros borrachos gritan que son desertores de la Hércules y quieren trasbordar a la grande y bien equipada fragata Brazen, de bandera Inglesa. Es posible que haya existido un ofrecimiento previo, porque el capitán de ese buque despacha enseguida una pequeña embarcación para recogerlos, sin mediar permiso. El inescrupuloso capitán de la Brazen confirma que Brown está en tierra y ordena a su tropa que aborde la Hércules, tome posesión de sus bienes y secuestre todos los documentos.
El vil procedimiento es desconcertante. Brown se abalanza sobre el despacho del gobernador y desata una borrasca. Su bastón golpea frenéticamente el piso, ritmando denuestos, ironías y amenazas. El gobernador se incomoda, frota sus dedos, pide ayuda al delicado edecán y firma una orden exigiendo al capitán James Stirling reintegrar la Hércules. Stirling acata, se excusa tangencialmente, conserva el aplomo de alguien que pierde con la misma indiferencia que gana. Y empieza una tranquila conversación con Brown sobre las averías de la fragata; le hace saber que si elige acompañado a Antigua, cuyo jefe de la estación naval es el almirante Harvey, obtendrá permiso para efectuar las reparaciones. Antigua está en la ruta que Brown proyecta seguir de todos modos y acepta la inesperada gentileza de su reciente ladrón, "sin suponer por un momento la trampa que estaba por tendérseme".
Brown está demasiado abatido o apurado o, quizás, olvidado de las abyecciones humanas. Hace un año y medio que inició el crucero desconectándose del mundo en lo que no tuviera directa relación con la guerra a Fernando VII. Actúa con una confianza que no responde a su personalidad. O actúa la parte alienada de su personalidad. Margina el sentido común y pone rumbo a Antigua. Lo sigue Stirling en su Brazen. Mientras navegan entre las Barbados y ¡Martinica, el inglés arrima de súbito su buque y le manda un bote a las órdenes de un guardiamarina con los saludos y la solicitud del hablarle. Brown accede a pasar a la Brazen para conocer la inquietud de Stirling. Pero apenas salta a cubierta es tomado prisionero. Los piratas actúan con celeridad. Luego abordan la Hércules y dominan su tripulación, desmoralizada, tullida, entregada. Enseguida proceden a un minucioso saqueo incautándose hasta de la ropa y la vajilla personal del comandante. A los forcejeos y maldiciones de Brown y sus oficiales, el impávido capitán inglés responde: -Así tratamos a los filibusteros…
Otra vez lo agredía Inglaterra. Sus patentes estaban en orden. El alambicado gobernador de Bridge Town le contó que el 23 de abril de 1816 los almirantes de Su Graciosa Majestad habían resuelto mantener estricta neutralidad entre España y sus provincias disidentes. No existía una sola queja por tropelías que hubiese cometido en las Antillas ni en ningún otro mar, ni que hubiese violado el reglamento del Corso. ¿Con qué derecho lo avasallaban? ¿El mismo derecho de los gigantes uniformados que carneaban irlandeses, que lo convirtieron en botín de leva?
No se le permite efectuar reclamaciones, ni entrevistas con el gobernador, ni hablar con su edecán ni con el más bajo de sus subalternos. No se le devuelve una sola libra. Comprimen a su tripulación en la bodega donde agonizan enfermos de fiebre amarilla.
Los llevan a la bahía de San Juan, a doce millas de la ciudad, y los abandonan en una aldea que no ofrece asistencia alguna. Es un caserío miserable que se extiende junto a una playa caliente, sucia, manchada con brea derramada y maderas podridas. El mar no tiene agua sino aceite grueso. Goletas de cabotaje y urcas de carbón llegan y salen del desvencijado muelle. En las tabernas los marineros se emborrachan, bailan y mueren en brazos de prostitutas resignadas. Sobre las paredes de troncos graban inscripciones obscenas o infantiles o desesperadas. Música, alcohol e insectos devoran a los sobrevivientes. Y también la fiebre amarilla. Mueren tres oficiales.