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Su mano arrugada por la inclemencia de los mares acaricia la húmeda baranda. Empieza a definirse la línea irregular del caserío porteño. Ya distingue, tras la niebla opalescente, el mirador de la iglesia de San Ignacio que sobresale sobre los techos rojos y desordenados. Puede distinguir, también, el templo protestante de San Juan Bautista -otrora concurrido por su esposa-, y la iglesia de la Merced. En primer plano, los gruesos muros del Fuerte, con sus baterías en acecho. Y más acá, conteniendo al río, la espaciosa Alameda. Pequeños bultos avanzan dentro del agua: son carretas de ruedas enormes, tiradas por bueyes, hasta donde los pasajeros serán llevados por botes. El buque navega con prudencia por los endiablados canales del Río de la Plata esquivando los bancos de arena; cuando desaparece la profundidad, larga el ancla.

Buenos Aires todavía está lejos., Las embarcaciones menores rodean los flancos del navío. Brown ayuda a su mujer y luego a sus hijos, mientras indica a los bulliciosos maleteros algunos cuidados con los arcones de su equipaje. Los marineros tironean de las amarras mientras se realiza el trasbordo a los botes inestables. Luego un grito, una orden, y la pequeña embarcación se suelta. Flota, ondula, se hunde, se eleva, el buque que los trajo de Europa se achica. Y el caserío cada vez más próximo y real. Elisa, su hija mayor, sosteniéndose con una mano el sombrero, señala las carretas. Otro trasbordo. Cuidado con engancharte el vestido. Agárrense de los travesaños. Los maleteros cargan el equipaje en otra carreta; son casi todos pardos y su piel brilla de sudor. Los bueyes bajan la cabeza y tiran con esfuerzo. Se siente el crujido de la arena sumergida bajo el peso de las ruedas. Los edificios junto a la Alameda chorrean luz. Ahora es necesario dar un sal tito hasta la pasarela y atravesar los controles de aduana.

A Brown no lo esperan. Entrega sus papeles que son leídos con retaceado asombro. Enseguida lo invitan a entrar. Aguarde hasta que le entreguen su equipaje, le dicen. De pie, apoyado en su bastón, rodeado por su familia, parece un desconocido forastero. A su lado pasan marinos, policías, changadores y hasta los mendigos que asaltan con la mano implorante. Le estremece la familiaridad del sitio, la lengua, el desorden. Un negro lo está mirando, porque su figura esbelta, sus ojos azules, su mentón abultado, sus labios entreabiertos le recuerdan algo excepcional. El negro retrocede un poco, toca el brazo de otro estibador, juntos se acercan, dudan, pero de repente se les abre un estallido de júbilo y gritan "¡Viva la Patria, viva Brown!" El rostro del almirante se ilumina como si fuera un niño. Elizabeth hunde los dedos en la cabellera de su hijo menor. Lo han reconocido, es la gente que lo acompañó en la guerra.

Pero el grito metálico no se repite: ha sonado en un desierto. Los pasajeros atienden con ansiedad el destino de sus maletas, los empleados se concentran en sus papeles. No hay carruajes oficiales, no hay comitivas del Gobierno. Ambos negros, tras una reverencia, retornan a su trabajo. Brown alquila una volanta y, en silencio, parte hacia su hogar.

El 26 de octubre, apenas tres días después de su arribo, lo visita una delegación militar: el héroe de dos océanos es arrestado y encarcelado en un cuartel. Le informan que está bajo proceso por orden del Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El almirante, con la boca repentinamente seca, consuela a Elizabeth, besa a sus hijos, les advierte que, proporcionadas las debidas aclaraciones, pronto volverá a reunirse con ellos.

Brown se equivoca. El juicio será demasiado largo, demasiado humillante, demasiado oneroso. Enfermará en prisión. Y lo asaltarán allí, por primera vez, los tizones de un infierno propio, intransferible.

No es el único patriota mortificado: pocos meses antes San Martín le escribía a Tomás Guido: "En fin, amigo mío, todo es menos malo que el que los maturrangos nos manden".

2

El pueblito de Foxford, en Irlanda, donde nació Guillermo Brown, estaba rodeado por un círculo de colinas erizadas. Al atardecer, sus contornos negros, graníticos, semejaban las armas de un ejército hostil. Las habitaban el frío, la aridez y los vientos. Pero no fue siempre así. Sus abuelos contaban que antes se extendían las verdes cabelleras de bosques frondosos e interminables. Que vinieron legiones de explotadores con hachas y sierras para desmontarlos con satánica prolijidad. Arrancaron las melenas verdes imponiendo la desolación. Los vientos son los únicos que protestan día y noche, porque a los habitantes de Irlanda se les prohibió formular críticas. Desde que fueron aplastadas con sangre las recientes rebeliones contra el dominio inglés, los habitantes de este sufrido país no podían siquiera rezar en paz. Fue limitada la enseñanza, obstruido el trabajo y discriminada la religión.

En esta atmósfera de opresiva tristeza nació Brown en el año 1777. Pero no hay tristeza colectiva, por compacta que sea, que no suelte una flecha al cielo. La cantidad de números siete originó divertidos comentarios de su tío cura. El padre Brown, interrumpiendo sus lecciones de catecismo, matemáticas y geografía, le señaló que por haber nacido en el 777, recibiría una gracia especial. En siete días Dios creó el mundo, siete fueron los principios morales de Noé y durante siete años trabajó el patriarca Jacob por Lea y otros siete más por Raquel. El inteligente y hermoso José interpretó un sueño del faraón sobre siete vacas gordas y siete vacas flacas. Y el jubileo es la culminación de siete veces siete años. -Tendrás la protección del Todopoderoso -dijo el buen cura-, y cuando te entristezca el infortunio, recuerda que nunca durará más de siete años.

El infortunio del padre Brown, en cambio, no acabó en siete años. La persecución religiosa le había obligado a concluir su formación en el extranjero, especialmente en la luminosa Salamanca. Tuvo que regresar disfrazado de mercader. Sus servicios sagrados no podían ser públicos. Celebró en las cuevas de los montes. Jóvenes morrudos hacían guardia en los riscos y los silbidos del viento acompañaban sus preces. Recorría en burro o a caballo las viviendas diseminadas y, cuando el animal no se atrevía a desplazarse por el pedernal resbaladizo, arremangaba la sotana para saltar piedras o se quitaba los botines para cruzar los impetuosos torrentes. Llevaba el consuelo y la fe. Representaba la vieja, nunca olvidada libertad. Lo acusaron de complicidad con los insurrectos. Fue arrestado, encarcelado y torturado. En Foxford y su cinturón de colinas lloraron su ausencia, sus heridas, su humillación. Y lloraron de alegría al enterarse de que logró fugar. Pocas semanas más tarde se distribuyeron mensajes de oreja a oreja: otra vez está en el monte, el próximo domingo celebrará misa… en el monte, sí. Guillermo pudo ver nuevamente a su tío, el hombre de larga barba rubia, ojos tiernos en la enseñanza y fulminantes en el sermón. Llevó los cuadernos donde anotaba las definiciones y practicaba los ejercicios; el cura aprovechaba cada oportunidad para enseñarle lo que debía saber acerca del cielo, la tierra, y también el mar. Un decreto de Su Majestad había limitado la enseñanza para los irlandeses. La enseñanza se había convertido, por lo tanto, en otra lucha clandestina contra la opresión tan cruel como imbécil.

En Foxford las noches se poblaban de gritos. El pequeño se despertaba sobresaltado. Su madre, temblando, espiaba a través de los postigos. Y su padre, sacando un arma del viejo arcón, acechaba la puerta por donde irrumpirían los asesinos. No debían llorar. Ni hacer ruido alguno. Los galopes desenfrenados se venían encima de la cama. Guillermo oía órdenes y maldiciones como si las pronunciaran dentro del cuarto. De pronto se iluminaron las rendijas. Brotaron aullidos espantosos. Sonaban tiros. El fuego nacía en los graneros y se extendía a las moradas. La gente corría pidiendo auxilio. Y clemencia. La respuesta eran nuevas descargas de fusilería. Su padre abrió de un golpe la puerta y la luz le quemó la cara. Su mujer intentó retenerlo. Tarde: ya estaba corriendo hacia los heridos diseminados por las callejuelas. Entonces los hermanitos de Guillermo empezaron a llorar apretándose la boca. A la madrugada regresó el padre. Estaba sucio, negro, ronco. Se cambió, bebió té en silencio y partió hacia la hilandería.