Sus parientes le gastan bromas sobre los años vividos junto al Río de la Plata, su crucero en el Pacífico y la pérdida de su nave: ¿ésa era la vida de tranquilo comerciante que se proponía llevar en "el fin del mundo"? Brown ha madurado. Se toca la pierna: su fractura es testimonio indeleble de un triunfo justiciero en el Atlántico sur. Su nombre se convirtió en grito de batalla, en símbolo de la libertad. A lo largo del Pacífico lo combatieron los realistas, es cierto, pero lo bendijeron los criollos oprimidos. Ya no podrá ser un navegante desprovisto de causa; preferiría dedicarse a la huerta. -¿Qué significa "causa"? -preguntan.
Y Brown contesta: -Causa, por ejemplo, es lograr la Independencia de Sudamérica y después contribuir a mantenerla.
Elizabeth comprende a su marido. Pero quisiera no entenderlo para oponerle mejor resistencia. Sospecha hacia dónde huyen sus pensamientos cuando mira con fijeza los visillos de la ventana. Sospecha qué barrunta cuando sale a caminar solo.
– ¿Quieres volver, Guillermo?
Guillermo contrae los labios, traga saliva. Sí, quisiera volver a Buenos Aires, extraña Buenos Aires, extraña a esos malditos que trataron a su familia con tanta desconsideración.
– ¿Sabes lo que te espera? ¿Sabes que no te han perdonado, que nunca te perdonarán? ¿Sabes que te llamaron extranjero, traidor, aventurero, pirata?
Sí, lo sabe; sus ojos azules no brillan, sus dedos dibujan navíos en el mantel. En Londres circulan noticias deprimentes: los patriotas no consiguen el triunfo total y los españoles se alistan para llevar a cabo una represalia abrumadora. Las tierras emancipadas se deslizan hacia al caos, sin aliados, ni líderes, ni recursos suficientes. Londres mantiene contactos plurales y ambiguos, el futuro es incierto.
– ¿Estás seguro de volver, Guillermo? ¿No nos entregamos a otro sacrificio inútil?
– Sacrificio puede ser, Eliza; inútil, no. Mi tío, si pudiera hablar, estoy seguro que me traería un ejemplo de la Biblia: diría que he nacido en tierra de esclavos y después he conocido la libertad; no debo traicionar la libertad, ahora que he recuperado la lucidez.
Le escribe a Bernardino Rivadavia, en misión diplomática por Europa. Su planteo honesto recibe pronta respuesta: "… para responder dignamente a la sinceridad que se ha dignado exigirme, no debo disimular que las circunstancias que intervinieron a su salida del puerto de Buenos Aires, la falta de comunicaciones, la poca correspondencia entre sus instrucciones y su derrota, uno que otro dato que arroja desgraciadamente el expediente y la mal aconsejada evasión de su familia de la capital de nuestro Estado, lo ponen a usted en la necesidad y el deber de volver pronto, por su honor". Rivadavia le aclara que él, personalmente, no necesita explicaciones ni gestos de Brown para comprender su honestidad y lealtad, y agrega: "por mi parte, nada dejaré de hacer" para solucionar el desagradable embrollo.
Brown confía a Hullet Hnos., que se desempeñan como agentes del Gobierno argentino, la prosecución de su juicio en el Almirantazgo para recuperar la inolvidable Hércules. En una carta le adelanta al Director Supremo su disposición de regresar, "esperando con la verdad y justicia de mi parte, rendir cuenta satisfactoria de mi conducta y operaciones".
Recordemos.
Corre el año 1818. José de San Martín ha librado la decisiva batalla de Maipú y se dispone a culminar su campaña emancipadora. El presidente Monroe adquiere tierras en la africana Liberia para la American Colonization Society. Bernadotte asume el trono de Suecia con el nombre de Carlos XIV. Brackenridge escribe su notable y pintoresco Viaje a la América del Sur. Napoleón sigue encadenado a la roca de Santa Elena. David Ricardo lanza sus Principios de economía política. Beethoven compone la Missa Solemnis. Schopenhauer publica El mundo como voluntad y representación. Simón Bolívar reorganiza sus fuerzas… Y el coronel de marina Guillermo Brown, tras su esperanzado retorno a Buenos Aires, es arrestado y encarcelado en el cuartel de Aguerridos: el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata ha decidido hacerle pagar su desobediencia, contrariamente a lo prometido por Rivadavia y calculado por la lógica.
Brown había nacido en 1777 en el pueblito irlandés de Foxford, bajo secular opresión inglesa. A los nueve años su padre lo llevó a Filadelfia, Estados Unidos, para buscar un horizonte más benévolo y traer después al resto de su familia. Pero allí quedó huérfano y desamparado, lejos de su madre y sus hermanos, lejos de su valiente tío cura, lejos de las referencias que lo habían moldeado. Lo rescató una nave americana, donde invirtió su adolescencia en descubrir los secretos del mar. Simultáneamente aprendió también las artes de la guerra y luego bebió la hiel de nuevas injusticias. Fue apresado por los ingleses y convertido en botín de leva. Aparecieron los franceses que, en lugar de liberado por haber sido un cautivo de Gran Bretaña, lo confinaron en una mazmorra. Fugó, volvieron a encarcelado y volvió a fugar. Cruzó el Rhin y pudo llegar a Londres, capital del imperio que lo había agredido dos veces, pero con el que estaba unido por lazos de idioma y múltiples tradiciones. Ingresó en la marina mercante de Inglaterra. Conoció a Elizabeth Chitty, con quien se casó. Y produjo asombro entre sus nuevos parientes al comunicarles su decisión de radicarse junto al Río de la Plata, en "el fin del mundo", para alejarse de una Europa incendiada por las guerras. Pero en la remota Buenos Aires presenció la Revolución de Mayo y se presentificaron con energía los anhelos de libertad que habían soplado en su infancia. Aún trató de mantenerse como un pacífico comerciante llevando mercaderías al Brasil, pero los artilugios legales lo dejaron sin barco ni mercaderías. Regresó a Inglaterra para reaprovisionarse y volver a Buenos Aires: algo poderoso, aún desconocido, lo ligaba con las nacientes Provincias Unidas.
En efecto, tras su retorno al Nuevo Mundo comienza a brindar servicios que ya no tienen como objetivo el comercio, sino la emancipación americana. Su talento naval descolla tanto que el Director Supremo lo designa comandante de la nueva y precaria escuadra. Triunfa en los aguerridos combates de Martín García y luego, en 1814, consigue someter el último baluarte realista en el Atlántico sur. Brown es un héroe admirado e indiscutido de la naciente nación. Le confían entonces organizar un crucero por las costas del Pacífico para agrietar el poderío realista en Chile y Perú. Pero sólo organizado: exigen por razones oscuras que él permanezca en tierra. Brown se cansa de las intrigas, las falsas promesas y la ingratitud. Pero en realidad lo quema el llamado de la aventura. No puede frenar su deseo de comandar el crucero. Y, entre justificativos diversos que ofrece a su mujer y también a sí mismo, trepa a la nave capitana y ordena zarpar. El Gobierno, desconcertado, hace esfuerzos por llamarlo a la reflexión. Brown no acepta retroceder, asume los riesgos que implica esta frontal desobediencia -no era el único que las cometía en esos años caóticos-, y se lanza hacia las aguas australes para cruzar hacia el Pacífico. Su tarea de corsario se sobrecargó de peligros y en varias ocasiones estuvo muy cerca de perder todas sus naves y también la vida. Pero infligió al poder realista humillaciones inéditas, como sitiar la fortaleza del Callao durante más de veinte días y haber casi conquistado la estratégica Guayaquil. Su presencia agitó el espíritu revolucionario desde los hielos del sur hasta el Ecuador.