Pese a estos servicios, no puede retornar a Buenos Aires porque allí el rencor por su desobediencia es más significativo que sus servicios a la revolución emancipadora. Venciendo el hambre, las enfermedades y una torturante nostalgia, pasa de largo la ingrata costa argentina donde supone que le lloran y extrañan su mujer y sus hijos, y navega hasta el Caribe. Pero en vez de encontrar ayuda entre los hombres que hablan su misma lengua natal, es objeto de una vil rapiña. Los ingleses que dominan -muchas islas del Caribe lo estafan y abandonan en una playa semidesierta, casi como si ya fuese un cadáver. La encefalitis lo pone al borde del fin. Después, durante la convalecencia, sufre un poli traumatismo. Se salva por milagro y, convencido de que nada logrará en esas islas, logra embarcar rumbo a Londres, la capital de un imperio tan poderoso como contradictorio, porque al menos allí obtendrá el apoyo de sus cuñados. Lo golpea la sísmica sorpresa de encontrar a Elizabeth y sus hijos, quienes la habían pasado mal durante su larga ausencia y debieron fugar de Buenos Aires.
Pese a todo, Brown retorna. Se cree protegido por algunas promesas, por la carta de Rivadavia, por centenares de bravos marinos, por la sensatez.
Pero el pueblo no lo espera en la Alameda -como ocurría tras sus resonantes batallas- ni el Gobierno le manda un carruaje oficial. Llega con su familia como cualquier desconocido. Pero ya sabemos que no es un desconocido, sino un sublevado. Sin consideraciones a sus sobrados méritos, lo encierran en un cuartel. Resulta increíble: a las numerosas injusticias que han eslabonado sus días desde que era pequeño se suma esta nueva, mayúscula, casi más gravosa que todas las anteriores. ¿Es posible tolerar tanto? No, no es posible. Guillermo Brown enferma en prisión. Le acosan dolores en el hígado y el estómago; su piel se torna amarillenta. El defensor solicita que, debido a su estado, le sea conmutada la prisión en el cuartel por un arresto en su domicilio. Lo hacen examinar por el director del Instituto Médico Militar, pero la Comisión Fiscal rechaza la solicitud; lo autorizan, en compensación, a pasearse por el cuarteclass="underline" opinan que con algo de ejercicio mejorarán sus males.
A la encendida defensa preparada por el coronel Mariano B. Rolón se opone el fiscal de la causa, sargento mayor Matías de Aldao, quien exige "embargo y venta de los bienes que se le encuentren", Guillermo Brown, arrimando los labios a su confesor, exclama:
– This is a great country, but, what a pity, there are many blackguards! [1]
El auditor general, doctor Juan José Paso, interviene para restablecer el sentido común. Propone una fórmula mediante la cual, "sin pronunciar una declaración de inocencia, mande sobreseer y archivar el proceso de esta causa, restableciendo sin nota al coronel Brown procesado, a su libertad, empleo y prerrogativas".
El juicio largo y la prisión bochornosa agotan los restos de paciencia que aún ardían en el pecho de Brown. El 23 de agosto de 1819 se dirige al Director Supremo: "hace más de diez meses queme hallo preso (…) Yo, Señor Exmo., ya no tengo de qué subsistir, los recursos de los amigos que me favorecen están agotados y, al fin, en una imposibilidad absoluta de subsistencia". Más adelante resume su situación con un breve párrafo: "… al tercer día de mi llegada a Buenos Aires fui confinado en una prisión militar durante 40 días y, después, juzgado por el Consejo de Guerra Militar, en un proceso que duró cerca de un año hasta que se dictó sentencia, la más injusta que pueda darse".
Guillermo Brown es absuelto, finalmente, pero se dispone su retiro absoluto del servicio, "con sólo goce de fuero y uniforme".
Cuenta su dolor y las terribles secuelas: "Esto y la injusticia de que fui víctima en Inglaterra, obraron sobre mi mente. También estaba separado de mi familia, la que quizá no tardaría en pasar necesidades y faltarle el pan. Hacia mediados de septiembre de 1819 enfermé de fiebre tifoidea. Privado de mi razón, el día 23 me arrojé desde la azotea de la casa del señor Reid, de tres pisos, rompiéndome el fémur y cometiendo otros actos que, espero, el Todopoderoso me ha de perdonar. Después de este accidente estuve seis meses en cama acostado de espaldas, sin poder mover un miembro o mi cuerpo. Sólo sabe Dios lo que sufrí".
Cruel es la patria naciente. Golpea con mano irrespetuosa, y no solamente a Guillermo Brown. Juan Larrea, que había sido miembro entusiasta de la Primera Junta y constructor de la escuadra patriota, también fue procesado en 1815 por un tribunal especial donde predominaron los intereses políticos; antes lo habían encarcelado en la lejana San Juan, de donde regresó como diputado a la Asamblea Constituyente. Ahora lo humillaban secuestrándole sus pocos bienes y "con la partida de registro que haga constante su expulsión". Se radicó en Francia, pero tres años después regresó al Plata, instalándose en Montevideo, donde apenas podía "asegurar el sustento de su familia" -como escribe a San Martín-, hasta que en 1822, gracias a la Ley del Olvido, pudo regresar a Buenos Aires. No obstante, la tragedia pellizca sus talones y la reanudación de las persecuciones políticas lo agotan. El abnegado y leal Juan Larrea, el hombre de flequillo partido, de fúlgida inteligencia, de moreniana combatividad, se suicida.
17
Guillermo Brown se recluye en su casona de Barracas, donde inicia trabajos de agricultura. Para llegar a ella debe atravesar vastos galpones donde se almacenan cueros y panes de cera. También los malolientes saladeros que consolidan grandes fortunas. Su casona es un castillejo de tres pisos, solitario, con ventanas corredizas, a la inglesa. Las pilastras superiores, almenadas, ofrecen la imagen de un torreón.
Con pico y azada limpia los matorrales de cardos y prepara la tierra para sembrar. Su mujer arma canteros a lo largo de las galerías y llena de flores el pequeño jardín. Recordando la profecía del combatiente cura irlandés, cree que empiezan los siete años de bonanza. En efecto, son siete años de vida en retiro, sin tensiones navales, sin regateos con la muerte. Pero años en que retornan los enemigos abominables que ya lo visitaron en la cárcel. Son los antiguos gigantes malignos que visten uniformes ingleses, que buscan envenenarle la comida o el agua, ya que no pudieron liquidado en el Estrecho de Magallanes o bajo la canícula de las Antillas. Sus pasos sigilosos le interrumpen el sueño, sus movimientos veloces le turban la vista. Monta a caballo y recorre grandes distancias para atrapados. Se evaden siempre, los miserables. No desea alarmar a Elizabeth ni a los niños y calla. Lucha solo contra espectros que ensucian el aire y malogran su felicidad.
Buenos Aires está en guerra con los caudillos; lo insensata lucha fratricida macula la epopeya emancipadora aún viva, resonante. Al atardecer lo visitan algunos amigos para beber té. Buenos Aires recauda millones de pesos a través de la Aduana y se resiste a considerar el dinero como patrimonio de toda la nación. Entre la capital y el resto se abre un vacío, como si el resto hubiese sido condenado a una creciente pobreza y Buenos Aires a una delirante prosperidad. Las familias patricias embellecen sus hogares con productos artísticos importados de Europa y América del Norte: muebles de Boston, cristales de Murano, pianos de Francia, relojes de Inglaterra, incluso esteras de la India y vajillas chinas bañadas en oro. Llegan libros de autores que causan furor en las tertulias de Londres y París, se comenta el romanticismo que empieza a regir despóticamente en literatura y música. Se baila el minué, la contradanza española y francesa. La sobria elegancia de las mujeres va trasmutándose en coquetería. Y esto no ocurre en el interior del país, donde van surgiendo los caudillos que reclaman una organización nacional sin marginados.