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– Amado Juan -balbucea-, la vista se me nubla y no veré más las montañas de Escocia.

Francisco Drummond era el hijo menor de una distinguida familia del condado de Forfar, cuyo padre y hermanos murieron en las guerras de su país. Se incorporó a la escuadra de su compatriota Cochrane cuando éste luchó por la independencia del Brasil, en 1822. Pero al estallar la guerra con las Provincias Unidas solicitó su baja en la Marina imperial para incorporarse a la débil flota argentina. Fue apresado en Montevideo y, gracias a la intervención del cónsul inglés, puesto en libertad. Brown evaluó su pericia y lo incorporó con el grado de capitán. Francisco empezó a visitarlo con frecuencia a su casa de Barracas y se distraía en la conversación cada vez que pasaba Elisa como una exhalación angelical. Elisa había cumplido diecisiete años y tenía los ojos azules del padre; su dorada cabellera caía en espesos bucles sobre su piel de cuarzo. Quizá le evocaba estampas del ríspido país de brumas donde nació. El romance entre la tierna muchacha y el apuesto escocés obtuvo la aprobación del Almirante. Su comportamiento arrojado en la batalla de Juncal le valió ser ascendido a sargento mayor de Marina.

Tendido en el camastro, contempla el perfil alargado de la bella Elisa a través de las enceguecedoras explosiones. Juan Cóe se arrodilla a su vera y le acaricia la mano cubierta de sangre.

– Me devora la sed… -murmura-. Recibe mi reloj, para que lo envíes a mi madre… y este anillo, que lo entregarás a Elisa Brown.

Entrecierra los ojos fatigados: "Dile al general que muero tranquilo, porque creo haber cumplido con mi deber, que es como un hombre debe morir".

En eso ingresa Guillermo Brown. Cóe se aparta. El Almirante se inclina sobre el bravo y hermoso muchacho, que yace sucio, con enormes hematomas en varias, partes del cuerpo. Le estrecha la muñeca y le habla con voz impaciente, conmovida.

– Pancho, ¿me conoces?

Drummond abre grandes los ojos, que oscilan de sorpresa. Contrayéndose, mira al amado jefe.

– Almirante -se esfuerza por incorporarse y repetir la sentencia, tan conmovedora como inútil-: muero cumpliendo con mi deber.

– Sí, mi querido hijo, has hecho tu deber -le acaricia el brazo.

Las grandes frases no borran una tragedia. Se agacha sobre la frente fría y lo besa. Los que contemplan la escena sienten un desorden en el pecho.

Brown se incorpora cuando el herido se desvanece.

Mira al teniente Johnston y, con la voz quebrada, le dice:

– Subamos, Innis, es otro valiente que perdemos. Al morir Drummond, su buque ya es un ataúd. Pero los brasileños lo siguen cañoneando sin misericordia. El Independencia arde como un leño de chimenea.

El Almirante retorna a su puesto. Tiene frío. Tiene una horrible sensación de lobreguez. Ordena trasbordar gente y artículos rescatables a la Sarandí.

En Buenos Aires corre la noticia de que el glorioso Almirante pudo haber sucumbido junto con su tripulación estoica. Pero Brown es un dios del mar: no bastaron dos jornadas de lucha ni el asedio de dos docenas de fortalezas para destruirlo. Neptuno del Plata recita un poeta trepado a un tolmo. Y dice verdad: la acción no se redujo a la defensa: Brown maltrató nueve barcos enemigos y puso a dos fuera de combate. Aunque él también fue herido y forzado a delegar el mando.

Las fanfarrias de la costa se apagan, no obstante, cuando el cañón anuncia que llega el cadáver de un jefe. El cuerpo del joven Francisco Drummond es conducido a tierra. Atraviesa el largo camino que le abre la multitud, retraída de golpe. Es velado por los hijos ilustres del país. Y al entierro acuden sus compañeros de armas y un interminable cortejo. El cañón dispara cada cuarto de hora.

Elisa Brown, apretando el anillo contra su pecho, no logra reponerse. Las flores de la galería que solía cuidar, se marchitan. Los árboles se desfolian, entristecidos. Sus ojos claros se nublan tras una melancolía opaca y maciza. Su madre; desconsolada, teme que pierda la razón, como la Ofelia que describió Shakespeare. Y sus temores tienen fundamento: la abatida muchacha rumia las tardes que caminó junto al imborrable Pancho, quien de noche reaparece para contarle su muerte. Jamás superará este duelo.

Un aire de tragedia se expande por la casona de Barracas.

Al final del año Juan Ramón Balcarce escribe una carta: "… ayer (27 de diciembre) ha sucedido una catástrofe que todos lamentan. El general Brown estaba a bordo de la Escuadra cuando su hija mayor, de diecisiete años de edad, se fue a bañar a las seis de la tarde y se ahogó en el canal de las Balizas, a la vista de su hermanito menor que la acompañaba…".

Como el Jefté bíblico, paga las glorias de sus batallas con el sacrificio de su hija. Incomprensible recompensa a las fiebres del combate, a los misterios del deber.

Cerca de la tumba de Drummond, en el cementerio protestante de Buenos Aires, cubierta por azucenas y adelfas, instalan la lápida de la joven Elisa. Allí se puede leer: "Tus padres, admiradores de tus virtudes y que lloran tu desgraciado destino, inclinándose ante los mandatos de Dios, levantan este mármol sobre la tierra que cubre tus despojos".

El pastor eleva los ojos al cielo duro y también evoca al legendario Jefté.

Para los humanos suelen resultar intolerablemente crueles los designios del Señor.

25

Las dificultades que acosan al gobierno de Rivadavia apresuran las negociaciones de paz con el Brasil, aunque ya había comenzado a disminuir su presión sobre el Río de la Plata. El doctor Manuel García, en representación de los argentinos, cede a las maniobras diplomáticas de los ingleses y se extralimita en sus atribuciones: firma una Convención Preliminar desfavorable que las Provincias Unidas repudian. Sin embargo, su traspié es demasiado oneroso para no producir una conmoción. La cabeza visible sobre la que se centran los reproches es el Presidente de la República. Bernardino Rivadavia no puede sostener su autoridad y renuncia el 27 de junio de 1927; al día siguiente se despide de los marinos de la Escuadra Nacionaclass="underline" "Séame lícito -expresa- agradeceros los días de gloria con que habéis señalado la época de mi mando. A vosotros y a vuestro invicto Almirante se debe el terror que inspira el pabellón argentino a los que osaron llamarse dominadores del Río de la Plata".

Inglaterra, a través del hábil Lord Ponsonby, estimula a las partes para llegar a un arreglo que beneficiará precisamente a Inglaterra. El 27 de agosto de 1828 se firma la Convención Preliminar de Paz que es ratificada por la Convención Nacional reunida en Santa Fe. Para el canje de las ratificaciones que ponen fin a la dolorosa contienda -independizando a la Banda Oriental- son designados Guillermo Brown y Miguel de Azcuénaga.

El general Juan Ramón Balcarce, ministro de Guerra y Marina, le remite sus despachos de brigadier general, el más elevado rango del escalafón, afirmando que esta distinción merecida por tantos títulos, es "muy pequeña si la comparamos con los importantes y grandes servicios que usted tan gloriosamente ha prestado a la causa pública".