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26

Brown se seca la frente con el antebrazo. Viste rústica ropa de labranza mientras cultiva la tierra. Levanta los ojos azules hacia los grandes aguaribayes que circundan la quinta. Una bandada de tordos se entrevera en el ramaje con estridencias desordenadas. Contempla luego los surcos abiertos por el arado y regresa a la amplia casona de tres pisos. Una suave brisa con aromas de la pampa abierta y helada acaricia su rostro curtido. Avanza por la espaciosa galería donde su mujer aspergea las flores que resisten el invierno. Se distiende en un fuerte sillón de caoba. Descansará un poco y después beberá té con el padre Fahy y otros amigos que le suelen visitar. Le abruma una extraña pesadumbre, como si estuviera por ocurrir una desgracia.

Con sus amigos lamenta que las experiencias nada dejen en el país. ¿Recuerdan la campaña de 1814? ¿Recuerdan los ingentes sacrificios que insumió construir la escuadra? ¿Y recuerdan que después del triunfo la desmantelaron como a un rancho inservible? ¡Usaron los cañones para construir una empalizada de adorno! y bien, ¿qué ha pasado después de la guerra con el Brasil? También olvidaron la importancia de la fuerza naval. Es vergonzoso: la Marina que consiguió mantener a raya a un enemigo tan fuerte, ha quedado reducida a la Capitanía de Puerto y algunas embarcaciones impotentes. Lo único bueno dentro de un cuadro tan gris fue la designación del bravo Tomás Espora como comandante. Pero claro: comandante de una Marina irreal. Y ni siquiera eso: ya le han acusado de federal tibio y don Juan Manuella acaba de eliminar con alguna elegancia. El pobre Tomás está enfermo de dolor.

El viejo marino ama a Tomás Espora, quien inició su carrera a los quince años a bordo de la corbeta Halcón y luego siguió a San Martín en su campaña. En la guerra contra el Brasil se batió en decenas de combates. Acaba de cumplir treinta y cinco años, está en la plenitud de su capacidad y, como ha ocurrido con muchos, pretende malograrla con intrigas. Hablan de él hasta que los envuelve la noche. Acompaña a sus amigos hasta la verja. Las estrellas enormes parecían diamantes al alcance de la mano, como en alta mar.

Cena frugalmente con Elizabeth y le cuenta las amargas coincidencias que ventiló esa tarde con sus amigos. Ella trata de restarle importancia:

– Las cosas no van mejor en Londres, fíjate qué me escriben desde allí.

Luego se encierra en su gabinete para revisar cartas y documentos. El juicio contra el miserable capitán Stirling prosigue morosamente en Gran Bretaña; estos ingleses son unos tunantes, no se deciden a hacer justicia.

Tarda en dormirse.

A la mañana siguiente se cumple el presentimiento. Los cardenales y jilgueros que se arremolinan con los primeros rayos del sol invernal encuentran a Brown caminando por la chacra aún envuelta en brumas. Una berlina ingresa en el ancho corredor de Barracas y se detiene frente a la austera casona. El negro salta del pescante y corre hacia la parte posterior del vehículo para abrir la puerta. Desciende un hombre pálido que atraviesa a la carrera el magro jardín y llama a la puerta. Tiene que ver al Almirante para comunicarle que ha muerto Tomás Espora. Guillermo Brown lo mira con enojo, como si fuera responsable del hecho. Sus músculos faciales se mueven en desorden. Repentinamente se introduce en el dormitorio y viste con arrebato. Regresa y sube al carruaje. El látigo silba sobre el lomo brillante de los caballos, la berlina cruje, salta, se inclina.

En la casa mortuoria se aglomeran muchos oficiales. La llegada de Brown produce un murmullo. Le abren paso hacia el féretro. Camina con vacilación. Huele flores de muerte, lo encandilan cirios de muerte, el país todo es una industria de la muerte. Un enorme crucifijo chorrea lágrimas de muerte.

Abraza a la viuda cubierta por velos negros. El féretro está cerrado. Brown desliza las yemas de sus dedos por los costados brillantes. El valiente Espora se aleja sin que hubiera podido decirle adiós. Turbado, mira hacia la gente apiñada, los uniformes, las cruces, los pañuelos que restriegan párpados irritados. Y formula un pedido insólito. Consultan al sacerdote, a la joven viuda. Todos asienten: que lo destapen. Con un destornillador des clavan el ataúd. El chirrido de la madera lastima las sienes. Un sudario níveo arropa al malogrado combatiente. Brown contempla con profunda desazón ese cuerpo que había recorrido los gloriosos itinerarios de la Independencia. Aprieta largo rato sus manos frías, rígidas, transmitiéndole un mensaje íntimo. Luego cierra los ojos y reza.

– Considero la espada de este valiente oficial-dice con voz ronca- una de las primeras de América… y más de una vez admiré su conducta en el peligro.

Apoya la mano en el hombro de la trémula viuda y, como consuelo y verdad, agrega: -Lástima que haya pertenecido a un país que todavía no sabe valorar a sus héroes,

27

Cuando Juan Manuel de Rosas delega el poder para encabezar la campaña del Río Colorado, las autoridades policiales molestan a Brown por motivos triviales: criar cerdos en su quinta y dejar caballos en la vía pública. Incómodo por la atmósfera de represión, delación y fanatismo, empieza a realizar viajes a Colonia y Montevideo para hacer algún negocio o conseguir inversiones. Su otra hija, Martina García -nombre que recuerda el primer triunfo naval-, se ha casado con el señor Reineke, afincado en la capital uruguaya.

Pero no abandona Buenos Aires: contribuye con una fuerte suma en una suscripción para construir la verja de hierro a lo largo de la Alameda y firma con el Gobierno un contrato por cuatro años, mediante el cual se compromete a reparar y mantener en buenas condiciones el camino de Barracas.

Tiene una natural y profunda aversión por el estilo sangriento de las luchas intestinas. Es un soldado que pelea con honor. Y no hay honor posible cuando se ignora el honor del adversario. Esto lo bebió de niño mientras sufría las atrocidades de los opresores en Foxford.

Por esta época retornan las perturbaciones digestivas que le habían aparecido durante su año de reclusión en el cuartel de Aguerridos y reflota su temor al envenenamiento. Los espíritus malignos de su infancia y juventud se presentan ahora en la casona solitaria, se ocultan en los pajonales, vuelan en la neblina del río próximo, recorren durante la noche la cocina, ponen arsénico en el pan, ensucian los aljibes. Aprovechan que está fuera de servicio activo para no darle reposo. Perturban sus sueños haciendo extraños ruidos en las cerraduras, en los corrales, en la sala. Se desplazan por las galerías y las habitaciones divirtiéndose con la desesperación del pobre viejo, que se tapa las orejas con la almohada, que rueda hacia uno y otro lado en el lecho, y que de pronto se levanta, transpirado y tembloroso para darles batalla. Entonces los perversos huyen profiriendo carcajadas y amenazas. Pero vuelven al rato junto a su oído, o su nariz, o sus labios, donde insuflan aliento pestilente y murmuraciones abominables. Brown los reconoce: son los que mataban en Foxford, los que aniquilaron a su padre en Filadelfia, los que lo convirtieron en botín cuando tenía diecinueve años, los que lo asaltaron en Antigua… los que aún le harán otras cochinadas. Le ruega a Elizabeth que controle el pan, que huela el té, que revise la ropa lavada porque intentan contaminarla con la peste amarilla.

Elizabeth llora en secreto. Es evidente que su marido tiene accesos de locura. Lo ha afectado una locura que a veces se aleja y a veces se instala con peligrosa intensidad. Su médico la tranquiliza, le dice que son episodios pasajeros, que no ha perdido la razón. Pero ella sabe que el trastorno le ha mordido el espíritu con demasiada fuerza, que la impresionante cadena de dolores que castigó cada etapa de su vida le ha impuesto esta horrible cicatriz.