El río Delaware corría lentamente. Era oscuro y brillante. Las embarcaciones se desplazaban como cisnes por su superficie calma. Recostado en la orilla, Guillermo contemplaba los altos árboles. Así de hermosos habían sido en Irlanda. Con sus maderas construyeron la casa donde nació, donde su padre le narraba milagros de San Patricio y su bueno y valiente tío se burlaba de los ingleses. A su lado yacía el bolso exiguo con un par de pantalones, dos camisas, pan duro y restos de queso. Le dolía el estómago: el hambre duele.
Un magnífico barco mercante se disponía a partir.
Sus arrogantes palos se vistieron con un henchido follaje de velas. El niño se acercó a mirar el flanco bruñido, el mascarón de proa lleno de filigranas mitológicas. Alguien le gritaba: -¡Eh, muchacho! -Guillermo siguió caminando porque nadie se interesaría en su insignificancia. No obstante, lo llamaban a él. Lo llamaban con la bocina, era el capitán del buque. Giró, se señaló con sorpresa, fue hacia la nave y accedió a subir. ¿Qué querrían de él? Le hicieron preguntas. Se trataba de una embarcación norteamericana. ¿Quería incorporarse a la tripulación? Le dieron un plato de comida, le sonrieron. Hacía mucho que no saboreaba lentejas y tampoco bebía una sonrisa. Dijo sí.
Y comenzó su carrera naval.
Recorrió durante diez años las Antillas y el Atlántico. Aprendió a defenderse de tifones y filibusteros. Descubrió los arcanos de la lucha sobre el agua, las ventajas del barlovento y de los ataques sorpresivos. Se acostumbró a mantenerse firme sobre cubiertas huidizas y a no caer de los mástiles aunque la nave se sacudiese como una pandereta. Atendió las bombas, organizó los víveres, montó guardia y empuñó el timón bajo el sol y bajo la lluvia. Arrió velas en la tempestad, atacó fuertes en tierra y bajeles en alta mar. Aprendió a aplicar ligaduras para detener una hemorragia. Soportó el hambre y la sed. Recorrió aldeas sucias, donde la miseria consumía a los nativos. Liberó el cargamento de barcos negreros. Cambió de barcos y de capitanes. Aguantó los soponcios de travesías largas en bodegas mal olientes. Aprendió a mandar, arengar a la tropa, ser el primero en el asalto. Luchó junto a marineros grandes como gorilas, de voces estentóreas y cuya piel curtida era dura como la de un paquidermo. También aprendió a esperar con paciencia infinita y a proceder con la velocidad del relámpago. Fue herido y desarrolló una capacidad sobrehumana para ignorar los dolores mientras durara el combate.
A los diecinueve años fue apresado por un buque inglés. Aunque ya tenía la matrícula de capitán fue llevado como botín de leva. Sus ojos azules, llameantes, miraron con odio a los oficiales que procedían con tanta arbitrariedad. Era la misma gentuza que había arruinado a su padre y ahora lo quería arruinar a él. En contra de su voluntad debía servir a esa bandera de líneas cruzadas; de la que hacía poco se habían liberado sus camaradas norteamericanos. Guillermo nació bajo esa bandera pero no la recordaba como alero protector, sino como tenaza.
En la penumbra del barco inglés pergeñó tácticas de fuga. Había que esperar la llegada a un puerto o la proximidad de una nave enemiga. Ocurrió lo último. El Président, francés, provocó la alarma. Empezó un combate en el que Brown y sus amigos sabotearon las defensas.
Sabían que Lafayette había colaborado en la emancipación norteamericana y que los principios revolucionarios de París propugnaban la justicia universal. Los ingleses tuvieron que rendirse. El botín de leva, empero, sufrió la decepción. El Président no era comandado por Lafayette ni a sus oficiales les interesaba la filosofía de la Revolución Francesa. Guillermo Brown fue arrinconado como enemigo en un sucio calabozo. Injusticia enloquecedora: los ingleses lo habían discriminado por irlandés, luego apresado como norteamericano y ahora los franceses -a quienes ayudó en la batalla- lo despreciaban como inglés. Y no había forma de demostrarles su error. Lo enviaron al puerto militar de L'Orient y de allí a la prisión de Metz. Estaba en pleno continente europeo, lejos de América y también lejos de su Foxford natal. Protestó por los equívocos absurdos: él no era súbdito de la corona británica, sino que fue víctima de un ataque inglés a un barco americano. No merecía la cárcel. Pero los franceses, obsesionados con su enemigo de allende la Mancha, no creyeron esas historias retorcidas.
Guillermo tenía paciencia en el mar, aun cuando su superficie parecía tapada con un manto de aceite y del aire se esfumaba toda brisa: en algún momento, ineludiblemente, sobrevendría el cambio de la atmósfera. Pero nada de paciencia tenía en el monótono encierro de Metz, injusto y absurdo hasta la sublevación. Le advirtieron que era peligroso huir; no encontraría aliados hasta muchas millas de distancia. Él había desarrollado una cualidad que volvería a presentarse en cien oportunidades: la lucidez ante el peligro. En ese momento se iluminaba. Los riesgos dejaban de ser riesgos, los obstáculos se convertían en banalidades. Como resultado de esa lucidez, una mañana el guardián encontró la celda vacía y desparramó la alarma. Brown ya estaba lejos vistiendo un traje de oficial francés. Al llegar a un molino, un soldado que se paseaba bajo los árboles lo vio transpirado y desaliñado. Se acercó para brindarle ayuda. Brown no era capaz de pronunciar un monosílabo en buen francés. Estiró su chaqueta y reanudó la marcha. El soldado apuró el paso. Cuando ya le daba alcance, Brown entendió que sólo tenía una escapatoria: correr. El soldado se despabiló súbitamente y gritó pidiendo ayuda. Apareció el molinero armado de un garrote. Los tres se abrocharon con puños y patadas hasta que el garrote consiguió aplastar a Guillermo.
La cárcel de Metz resultaba insegura y lo trasladaron a Verdún; lo confinaron en el calabozo más alto y hermético. Pero desde el primer día empezó a estudiar otra fuga. Percutió las paredes, examinó cada baldosa, se trepó hasta el techo superponiendo cama, mesa y silla. En el calabozo contiguo estaba el coronel inglés Crutchley. Arrancó un fierro del asador donde calentaba su comida y empezó a horadar el muro bajo la cama con el propósito de establecer comunicación con su vecino. Barría el piso con su sucia chaqueta y escondía los escombros en un baúl. Cuando le fue posible pasar la cabeza, urdió un plan con su flamante cómplice. Decidió labrar otro boquete en el techo. Trabajó de noche, con paciencia, con tenacidad. Tapaba el agujero durante el día con la bandera de su barco, de la que no se desprendió en ningún momento. Esta lealtad al emblema fue gratificante: consiguió abrirse un camino hacia la libertad sin despertar sospechas. Cuando la abertura dejaba pasar el cuerpo, con Crutchley armaron un cable atando todas las sábanas y treparon a la azotea. Acecharon el desplazamiento de los centinelas; se agazaparon en un rincón oscuro y fijaron la cuerda. Al quedar desprotegida la muralla se precipitaron al exterior y echaron a correr hacia el este. Se ocultaron en el bosque durante el día y con las primeras sombras reanudaron la marcha. El coronel, agotado por la tensión y la fatiga, no pudo continuar; se desmoronó al borde del camino con la boca llena de espuma pegajosa. Brown lo cargó al hombro durante un trecho. En una aldea, simulando mudez, consiguieron chocolate crudo. Por fin divisaron el Rhin, límite de Francia con Alemania. En una barca, su dueño esperaba pasajeros fumando una larga pipa. Los fugitivos, con muecas y ademanes le pidieron que los cruzara a la otra orilla. El barquero se negó: esperaba a tres comerciantes que ya le habían pagado, que estaban por llegar. Y siguió disfrutando de la pipa. Guillermo le saltó al cogote. O los cruzaba o lo estrangulaba allí mismo. El rubicundo alemán se congestionó, asintió con los ojos desorbitados. Empuñó los remos y obedeció enérgicamente. Por el majestuoso río navegaban embarcaciones de carga y algunos veleros. Cuando llegaron a tierra alemana le expresaron en inglés y mal francés su agradecimiento. El coronel buscó en sus ropas destrozadas algún objeto, encontró una medalla y se la obsequió. El barquero se conmovió, sorprendido, y sonrió con la vista nublada. Entonces les confesó que no esperaba a tres comerciantes, sino a tres policías: había estado a punto de malograrles la libertad. Los fugitivos se miraron, lanzaron un alarido, se abrazaron y estallaron en una nerviosa, des controlada carcajada. Echaron a correr como galgos arrojándose las briznas de hierba que arrancaban de la colina.