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Tuvieron la fortuna adicional de enterarse que una princesa inglesa estaba casada con el duque de Wurtenberg. El coronel Crutchley se enderezó como si ya estuviera saludando a Su Graciosa Majestad y la Corte en pleno; le hervía la patriótica sangre de Albión. Guillermo se divirtió con el regocijo de su compinche y la paradoja de que el viejo y odiado poder inglés por fin le brindase ayuda. Mayor fue el regocijo cuando la princesa aceptó recibirlos. La embelesaron con el relato de sus peripecias y ella, en retribución, dispuso con anglosajona eficiencia que les entregaran ropa, dinero y pasajes para volver a Inglaterra como héroes de la nación.

Otra vez el mar. El infinito, omnipotente mar. El maravilloso bramido de sus olas. El azul. Guillermo aspiró la salobridad que impregnaba el aire. Y que humedecía su cara, su alma.

En Inglaterra se separaron los amigos. Crutchley se reincorporó al ejército y Guillermo Brown ingresó en la marina mercante. Después de haber sido perjudicado dos veces por la Corona británica, se ponía a su servicio en busca de paz. Paradojas del Señor. No estaba su tío para explicarlas.

Cultivó la amistad de Walter Chitty, quien pronto lo introdujo en su familia llena de marinos. La frecuentó con creciente entusiasmo para hablar de rutas y bajeles. Y porque le había fascinado su hermana Elizabeth. Le perturbaba y arrobaba la melodiosa voz, sus espesos bucles, el porte distinguido, los ojos satinados. Habló dirigiéndose a ella más que a los otros; y Elizabeth apreció la frontalidad de Guillermo, su aplomo, su modestia. Franquearon formalidades como las gacelas franquean cercos. En pocas semanas caminaron meses. La delicada mano de Elizabeth se decidió a acariciar la frente de Guillermo. Lo quería, sí, pero ella era protestante, pertenecía a la religión mayoritaria que hizo imposible la vida de su familia en Foxford. ¿Cómo educarían a los hijos? Guillermo ya había pensado la solución, quizás irresponsable, quizá pueril, pero que allanaba el reino de su amor: las hijas mujeres cultivarían la religión de su madre y los hijos varones la del padre. Se casaron el 29 de julio de 1809.

Brown, sobre la veteada mesa del comedor, desplegó varios mapas. Le había comenzado a dominar el deseo de abandonar Europa. Ahora que estaba casado, que esperaba tener hijos, anhelaba alejarse de ese continente convulsionado y ensangrentado por las interminables guerras napoleónicas. Lejos, muy lejos, casi donde el dedo cae de la mesa -¿observas, Eliza?-, corre el río más ancho del mundo. Los primeros navegantes lo llamaron Mar Dulce. En una de sus riberas existe una ciudad dominada por un cerro cónico y en la otra se levanta la capital del Virreinato. Los ingleses pudieron ejercer su dominio en esa zona durante un año y trajeron noticias excitantes sobre su gente y costumbres. Allí podríamos construir un hermoso y apacible hogar.

Los familiares de Elizabeth no estuvieron conformes con tamaño alejamiento. Para practicar el comercio marítimo no tenía que irse al fin del mundo, argumentaron. Guillermo escuchó, filtró, reflexionó, pero actuó según su criterio. Le gustaba consultar, que era diferente a obedecer. En el último eslabón sólo se fiaba de sí mismo. Esta conducta le reportaría éxitos, pero también amargos inconvenientes. La familia de su mujer desparramó razones y lágrimas. Brown consoló con una mano y empacó con la otra. Su decisión ya era irreversible. ¿Acaso barruntaba el destino que le aguardaba en esas tierras desconocidas, casi salvajes? ¿Intuía el estallido de movimientos revolucionarios como los que exaltaron a Irlanda, como los que relataban con unción sus viejos camaradas norteamericanos, como los que alumbraron París? ¿O era sincero su propósito de descansar de tanta guerra y para eso, precisamente, elegía "el fin del mundo"?

Zarparon en el Belmond. La costa europea, envuelta en humaredas de cañones e incertidumbre, se hundió en la lejanía. A fines de 1809, tras una travesía turbulenta, desembarcaron en el puerto de Montevideo. Elizabeth traía en su vientre a una hija, la que llegaría él ser novia desdichada del héroe más joven de la escuadra nacional.

3

Naves de poco calado -sumacas, faluchos, balandras, lugres, pinazas- se desplazan por el río anchísimo en un laborioso comercio que el monopolio español se esfuerza por mantener dentro de madre. En la Banda Oriental el negocio de cueros y el contrabando nuclean la actividad de los pudientes. Brown se entera de la abundancia increíble de vacunos que se reproducen en territorios que ni siquiera fueron colonizados, y que la apropiación de estos bienes se hacía más de hecho que de derecho. Establece contacto con ciudadanos británicos y estadounidenses -por la comunidad de lengua- y se esmera en aprender castellano, al que jamás lograría domar. Adquiere una embarcación de cabotaje para comerciar con los puertos brasileños.

Pero antes sale de Montevideo, cruza el dilatado río y el 18 de abril de 1810 ingresa por primera vez en la capital del Virreinato. En sus hondas faltriqueras se arrugan varias direcciones. No le resulta complicado orientarse. Buenos Aires es parecida a Montevideo, con pocas casas altas, aunque algunas muy bien construidas. El Fuerte protege a la ciudad, rodeado de un foso profundo que se traspone por puentes levadizos. En el otro extremo de la plaza domina el Cabildo, en cuyos altos vive el alguacil mayor. La atmósfera de otoño es transparente y al atardecer un airecillo de hierba perfuma las calles. Le advierten que el nombre de la ciudad no garantiza el clima: llueve demasiado, y entonces la luz argéntea desaparece por semanas. Los carruajes y los animales se hunden en el barro pegajoso, las casas bajas son invadidas por las corrientes sucias, los negros y mulatos forman legión -empapados los pobres hasta los huesos- para socorrer a los vehículos entrampados en el légamo universal.

Brown atraviesa las esquinas haciendo equilibrio sobre tablones provisorios y tiene que mudar varias veces la ropa para continuar sus actividades. En mayo el sol puja efímeramente por restablecerse. Fulgen por horas los charcos en la plaza mayor. Tras las retorcidas rejas se abren las ventanas que ventilan interiores donde lucen espléndidos muebles de caoba y jacarandá. Mientras Brown conversa con un comerciante originario de Bastan llamado Guillermo Pío White, una carreta sobrecargada de carne avanza pesadamente; se bambolea sobre la calle accidentada; y un enorme cuarto de vaca empieza a resbalársele desde lo alto. Unos chicos hacen señas al carretero, pero el hombre encoge los hombros: ¡qué importa un poco más o un poco menos de carne! La jugosa pieza cae al suelo y se aplasta en el barro. Brown no oculta su perplejidad: ese enorme y suculento trozo haría las delicias de una aldea entera en Europa. -Aquí hará la delicia de los perros -contesta su interlocutor-: los perros de Buenos Aires engullen tanta carne que ni pueden moverse, no sirven ni para ahuyentar ratones. Tenemos tantos ratones que valen por un ejército.