Pero Larrea no cejaba. Sabía de las inconsecuencias de White, que cultivó la amistad de los jefes ingleses cuando invadieron Buenos Aires. Sin embargo corrió el riesgo, encargándole "proceda a comprar y reunir todo cuanto se haga necesario para poner en el río una fuerza tan respetable que no sea aventurado el éxito". Le advirtió sobre la necesidad de trabajar con disimulo: "La celeridad y el sigilo en cuanto sea posible, son circunstancias sin las cuales veríamos frustrados nuestros esfuerzos, porque el Gobierno de Montevideo se hallaría en estado de destruir el armamento en sus principios".
Guillermo Brown, a pesar de sus deseos por marginarse de las acciones bélicas y no provocar daño a su mujer, está en condiciones de suministrar información acerca de los movimientos bélicos en el río y la Banda Oriental, y lo hace en forma ininterrumpida. Más adelante le escribe a Larrea otra carta, confidencial, ofreciéndose para equipar un buque apresado "sin que yo aparezca en el asunto". Y después le manifiesta que "puede usted contar con mis servicios". Se va convirtiendo, poco a poco, en un soldado de la causa. Está ansioso por lanzarse a una batalla definitoria y lo dice con claridad. "Aún no sé si los barcos han de estar listos dentro de una semana, pero me dejaría llevar tras el deseo de embarcarme por el solo placer de contribuir al exterminio de los cruceros de Montevideo, como también ocasionar su rendición en menos de dos meses tras la zarpada de nuestra pequeña flota de Buenos Aires". Guillermo Brown no sólo expresa un anhelo sino su voluntad arrolladora, capaz de transformar ese anhelo en realidad. Larrea ni ningún otro miembro del acosado Gobierno nacional imaginan que ese joven capitán de marina anuncia el futuro. La carta termina con recomendaciones al ministro, que más bien son reproches: "A bordo de la Hércules deberían de estar trabajando doble número de carpinteros de los que vi empleados esta mañana. El alistamiento de la Hércules y su equipamiento deberían ser objeto de particular atención, como también respecto al Céfiro y el Nancy". Y vuelve a expresar su anhelo, que pronto rozaría la gloria: "Quiera Dios que estuvieran todos (los buques) frente a Ensenada. Yo respondería de su éxito contra su enemigo común".
En el alistamiento de la escuadrilla revolucionaria participan hombres de una docena de nacionalidades. Y en su tripulación ingresan aventureros, desertores, mercenarios. También voluntarios criollos, gauchos y orilleros. Algunos provienen de las cárceles. Se completa la tropa con delincuentes menores, esclavos negros y mulatos marginados. ¿Quién podría ser el jefe de esos individuos heterogéneos y díscolos?
Mientras el Director Supremo hesita ante la magra lista de candidatos a jefe, se van concluyendo los trabajos impulsados por Larrea, White, Matheu y Brown, lográndose en menos de un mes y medio erigir contra el enemigo dos centenares de cañones.
Los gauchos que detienen su cabalgadura para observar la construcción de la escuadra, introducen sus dedos bajo el pañuelo para rascarse la espesa melena. ¿Cómo podrá lucharse arriba de estos cajones? Los gauchos pueden entrar con sus caballos en el río hasta que el agua les llega al cuello y enlazar a los realistas que se sienten seguros en sus botes, arrastrándolos a tierra ahogados o estrangulados. Están acostumbrados a las boleadoras, el sable y la lanza, cayendo por sorpresa, como trueno, arremetiendo y escapando para volver a arremeter. ¿Qué clase de ataque podrían llevar a cabo encerrados en buques que en lugar de lanzas emplean cañones?
5
El jefe de la escuadra patriota tiene que ser electo a partir de una terna formada por el francés Courrande, el norteamericano Seaver y el irlandés Brown. Al Director Supremo le asiste la conciencia de su responsabilidad. Un error no sólo produciría la destrucción de esta segunda escuadra, sino el inmediato asalto de Buenos Aires por la flota de Montevideo. España, liberada del yugo francés, se dispone a recuperar su autoridad en las colonias insurgentes: han llegado noticias de que el violento general Morillo, a la cabeza de un poderoso ejército de represión, se alista para venir al Río de la Plata. Si aplastan este centro revolucionario, toda América austral quedaría nuevamente bajo el dominio de Fernando VII.
Gervasio Antonio Posadas, Director Supremo de las Provincias Unidas, repasa una vez más, con la frente transpirada, los antecedentes de la terna. La elección es más difícil de lo esperado.
Estanislao Courrande cuenta en su haber valientes acciones corsarias contra los ingleses, cuyo comercio venía hostilizando desde 1803.
Benjamín Sea ver nació en Estados Unidos pero juró lealtad a Su Majestad británica. Llegó a las Provincias Unidas con el propósito de comerciar mulas. Un accidente lo obligó a recalar para reparar las averías de su goleta. Ocho marineros quedaron a bordo y se hicieron a la vela, abandonándolo. Para resarcirse de la pérdida no vaciló en robar dos buques españoles. Simpatizó con los patriotas y éstos, admirando su ingenio y arrojo, le encargaron recuperar el queche Hiena, capturado por los realistas. Aunque el objetivo fracasó -la alarma previno a la tripulación del queche, que zarpó poniéndose a salvo-, Seaver apresó dos faluchos de guerra en esta reñida acción nocturna, produciendo cuantiosas pérdidas al enemigo.
Guillermo Brown se ha granjeado el respeto de los pocos marinos que ya trabajaban para las Provincias Unidas. Su inteligencia en la táctica y su audacia en la acción, su sensibilidad con los subordinados y su caballeresca arrogancia con los superiores, le conferían rasgos de caudillo. Además, tenía una sólida formación náutica y un acabado conocimiento de las aguas donde se desarrollarían los combates.
Posadas designa a Brown Jefe de la Escuadra. Brown tiene treinta y siete años, de los cuales se pasó más de cinco lustros en el mar.
Seaver se ofende y no acepta la autoridad del irlandés. Pero los acontecimientos se precipitan; la escuadra española emerge del río como una interminable muralla erizada de fusiles y cañones, lista para un ataque devastador. Brown se adelanta a una posible indisciplina del norteamericano avisándole que izará su insignia en la Hércules y "barco ninguno de la Patria, bajo pretexto cualquiera, podrá abandonar este puerto antes que la Hércules". Le ordena que apronte su goleta y le anuncia que recibirá un libro de señales, al que "dará usted exacto cumplimiento en nombre de la Patria y en el de todos los que desean el triunfo de su causa". "Encarezco a usted la mayor decisión y pericia en el manejo de su buque contra el enemigo común". Por último, le desea "el mejor éxito y gloria como compañero de armas".
Benjamín Franklin Seaver, capitán de la goleta de guerra Julieta, lee con disgusto el mensaje de quien se considera su jefe y le responde con una estocada irónica. Ignora -dice- que él (Seaver) o su goleta "estén agregados al resto de la escuadra como para que el capitán Brown le haya dirigido la nota precedente".
Brown sabe que esta indisciplina puede generar una derrota. Comprende la dignidad de sus subordinados, pero no admite conductas que dañen la estrategia del, combate. O se acata su autoridad o queda sellado el fracaso. Se dirige a Larrea, denunciando que está muy disgustado" como consecuencia de un bosquejo, o plan, que yo le entregué" (a Seaver) y que no fue tenido en cuenta. Brown recuerda que no había querido asumir el mando de la escuadra, pero acabó aceptando la honrosa designación efectuada por el Director Supremo: a pesar de tener motivos importantes, "mis deseos por el bienestar de la nación me indujeron a servir como comandante de la flota pero, para gran sorpresa mía, existe otro comandante". Atribuye a su ex socio White -con quien rompió poco tiempo atrás- los errores en las designaciones. White "demuestra mucha actividad en todo sentido menos el correcto". Además, agrega, "su morosidad ha determinado que la flota permaneciera en el puerto una quincena más de lo necesario". Se excusa por no entrar en detalles, concluyendo" que el Gobierno ha de decidir entre confiar el mando a Seaver, o exonerarle del servicio, por cuanto un cooperador conjunto como el que el sutil señor White desearía introducir, no puede ser el bienestar de la escuadra nacional".