Larrea muestra la carta al Director Supremo. Se convoca a una reunión general de ministros. El tiempo juega en favor de España; algunos creen que ya no vale la pena sacrificar hombres en combates fluviales. Larrea insiste para que se defina la autoridad de la escuadra. Nadie acepta exonerar al intrépido Seaver. ¿Y Brown, entonces? Por un minuto cruza por la sala el espectro de la derrota, por un minuto surge la posibilidad de eliminar al altivo irlandés. Quizá ya es demasiado tarde para atacar Montevideo, se continúa insistiendo. Los pañuelos con puntillas salen de las mangas para secar los rostros transpirados.
– Está bien -acuerda el Director Supremo-: no toco a Seaver. Pero Guillermo Brown seguirá como jefe de la escuadra nacional.
Era una fórmula de transacción. Para algunos era una fórmula confusa y riesgosa. Pero con ella se acababa de elegir el camino que salvaría a la Revolución de Mayo.
6
Guillermo Brown considera que no hay tiempo para ejercicios. Despliega su insignia en la fragata Hércules y parte hacia un encuentro audaz con la indominable escuadra realista comandada nada menos que por el bravo capitán de navío Jacinto de Romarate. Romarate había luchado a las órdenes de Liniers contra las invasiones inglesas y realizó una heroica y tenaz defensa de Buenos Aires. No entendió la Revolución de Mayo, a la que consideraba una enojosa sublevación. El fue quien destruyó la primera flotilla patriota y envió a prisión al enloquecido Azopardo. Su acendrada lealtad a Fernando VII no le permitiría ceder el control de las aguas.
El combate empieza el 10 de marzo y se prolonga hasta la mañana siguiente. Brown pretende apoderarse de la isla Martín García, pórtico de los ríos interiores. Las baterías escupen sus descargas y una densa humareda va cubriendo el campo de acción. La Hércules, empujada por los disparos enemigos, encalla en un banco de arena. Enseguida se convierte en el blanco principal de los españoles. Durante horas soporta una metralla inacabable. Sobre cubierta cae ensangrentada una cuarta parte de sus hombres. Los marinos españoles, formados en la Real Armada, corroboran su franca superioridad sobre las sucias y torpes fuerzas de las Provincias Unidas.
Mientras la Hércules se afana por liberarse del banco, el resto de la escuadra patriota se empeña en hostilizar a Romarate para sacarlo del lugar. Benjamín Seaver y otros oficiales son barridos por las balas. Comienza la lista de nuestros mártires navales. El cirujano Bernardo Campbell no alcanza a socorrer a tantos heridos, ni posee los elementos necesarios para desinfectar heridas o entablillar fracturas. Con los ojos fuera de órbitas, hinchado de rabia, denuncia que "varios de nuestros hombres más valientes estarían aun vivos quizá, si hubiesen existido a bordo los medios con qué socorrerlos. No los había, y nuestro botiquín era más apropiado para alguna vieja o para enfermos de consunción, que para marineros (…) que sólo necesitan aquellos remedios indispensables para curar heridas, accidentes, de los cuales no se nos ha provisto; pudiendo afirmar con seguridad que una onza de tela emplástica con un poco de seda para ligaduras, habría sido de mayor utilidad a este buque, que el botiquín entero".
Al caer la noche cesan los disparos. Sobre la cubierta del Hércules yacen decenas de hombres muertos o heridos. Brown camina entre los moribundos, distribuye agua y ron, pronuncia palabras de aliento. Teme haber empezado mal su carrera. Pero no está dispuesto a retirarse: logrará la victoria: Le aconsejan volver a puerto para reparar las averías.
– No. Que prosigan los esfuerzos para reflotar la nave; que se pidan tropas frescas a Colonia.
No pega los párpados en toda la noche. Hace un balance de las pérdidas, reflexiona sobre el poderío del adversario que seguramente aumentará en las horas que faltan hasta el amanecer. Sus hombres son, en su mayoría, hombres de tierra. Se adaptará a la realidad. Confecciona un plan y lo comunica a sus oficiales. A las cuatro de la madrugada se desprenden numerosos botes que se desplazan en silencio hacia la costa. Es un desembarco temerario bajo la protección de los negros tules que aún flotan sobre el río. Pero la pupila alerta de los vigías españoles descubre la maniobra y abren fuego. Los tules negros son destruidos por el resplandor de los fogonazos. Los patriotas huyen del ventarrón de proyectiles. Caen en la playa, algunos trepando la colina. Al desastre naval de la víspera se añadiría el terrestre. El avance queda bloqueado.
Brown no duda ya. Corre hacia el tambor y el pífano y ordena que toquen el Saint Patrick' s Day in the morning. La tropa se estremece y a viva fuerza, con impulso arrollador, consigue tomar la plaza de Martín García.
Romarate, que ya había gastado casi todas sus municiones, prefiere alejarse hacia Montevideo. Los argentinos prorrumpen en una gritería ensordecedora. Agitan pañuelos, vendas, manos, banderas, se abrazan, cantan, aúllan. La Hércules puede ser reflotada y, ebria de gozo, se dirige a Colonia para su reparación. Los sobrevivientes están aturdidos. Ganaron a costa de mucha sangre. Se inmolaron ciento diez vidas y se perdieron cuatro jefes: Benjamín Seaver, comandante de la Julieta y candidato rival de Brown; Elías Smith, comandante del buque insignia; Martín Jaumé, jefe de las fuerzas de desembarco y Roberto Stacy, ayudante de Brown. Victoria arrancada con el propio despedazamiento. De las ciento diez víctimas, la mitad era criolla y la mitad extranjera.
Buenos Aires festeja el triunfo de Martín Carda y pide a Brown que dé caza al temido Romarate. Brown responde que no se dispersará en acciones inútiles: su objetivo es la liberación de Montevideo, no Romarate. Sin esa fortaleza Romarate estará perdido. Insiste en su punto de vista ante Larrea y el Consejo de Estado. Trata de persuadir a Posadas. No es fáciclass="underline" son tan lábiles ante el éxito -que tanto necesitaban- que pierden de vista la meta fundamental.
El casco cribado de la fragata Hércules se repara con cueros negros de vacuno; su curioso aspecto le vale un nuevo nombre: "la fragata negra". Brown obtiene más embarcaciones. Ha inyectado optimismo en Buenos Aires. Cuatro años atrás, exactamente, se habían proferido los primeros gritos de libertad en un clima de euforia, que pronto se reinstalará. Pero antes, la Revolución demandará otro holocausto.
Jacinto de Romarate, tenaz y astuto, había fondeado en Arroyo de la China, donde reorganizó y reaprovisionó sus buques. Una pequeña fuerza patriota le da alcance, engañada sobre su capacidad de resistencia. El bravo español apostó cañones en la costa y aguarda como un tigre agazapado. Dos naves perseguidoras encallan y se convierten en el blanco de un ataque devastador. Muere el comandante patriota. Muere el que lo reemplaza. Muere el que reemplaza al reemplazante. El cuarto cae herido. El que manda la goleta Carmen vuela con las astillas de su buque.