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– ¿Comisario? -dijo-, el jefe lo quiere ver inmediatamente.

De Luca abrió los brazos, sacudiendo la cabeza.

– ¿Lo ven? -dijo-. Adiós caso. En fin, lástima… empezaba a tomarle cariño.

El jefe de la policía tenía una sonrisa que le dejaba al descubierto un diente de oro, y lo esperaba en la puerta de su despacho, muy elegante con su conjunto a rayas.

– ¡Comisario! -dijo cordial, tomándolo por un brazo y acompañándolo a una silla, delante del escritorio. Estaba también Vitali en el despacho, de uniforme, sentado en una butaca y con la pierna siempre columpiándose desde el apoyabrazos. Parecía que no se hubiera movido de allí desde la vez anterior. El jefe se sentó en el escritorio, se puso unas gafas de montura gruesa y empezó a hojear los informes escritos a máquina que tenía delante, sobre el periódico abierto, murmurando: «Bien, bien…». De Luca se había quedado en pie, muy sorprendido por aquella acogida tan extraña.

– Como ha visto -dijo Vitali, haciendo girar la gorra con el águila en el dedo-, tiene pleno apoyo y colaboración de toda la prensa nacional. Solamente quien teme a la justicia fascista y se prepara para actuar anidado en las sombras puede tratar de obstaculizarle. Pero la policía tiene el deber de gritar el más decisivo «Me lo paso por el forro» y lo ha gritado realmente, «¡a la cara de quien ejerce presiones políticas de todo tipo sobre la justicia! ¿No tengo razón, señor?».

– ¡Por supuesto! -se apresuró a responder el jefe-. Pero siéntese, De Luca, y pónganos al corriente de los acontecimientos. Sus informes indican claramente una dirección, me parece…

– Hay más de una -dijo De Luca, y se puso a contar lo que había pensado poco antes, en su despacho. Pero en cuanto llegó a Sonia Tedesco el jefe lo interrumpió, apuntándole con sus gafas.

– ¡Eso! -dijo-. ¡Ésa es la idea acertada! La condesita Tedesco es una alocada, una joven inconsciente que pasa de una cama a otra por toda la ciudad y que más de una vez ha avergonzado a su padre.

– ¡Que tampoco la necesita para quedar como un bobalicón! -dijo Vitali, y el jefe rió.

– ¿No le parece casi evidente, De Luca -dijo-, que es ella la persona que buscamos?

De Luca asintió, pensativo, buscando las palabras más adecuadas para decir lo que quería del modo más conveniente. Una inquietud sutil, que rozaba el miedo, lo hizo agitarse incómodo en la silla.

– Es cierto que muchas pruebas convergen en ella… -dijo-, pero hay otros elementos que tomar en cuenta. Está toda esa morfina hallada en casa de Rehinard. ¿Quién se la dio? ¿A quién se la daba? No podía ser toda para Sonia Tedesco… Tampoco es muy clara su relación con el Círculo de los Espiritistas…

– Degenerados, canallas y masones -dijo Vitali. El jefe asintió, serio.

– Había mucha gente en el Círculo -prosiguió De Luca-, la señora Alfieri, por ejemplo…

Al jefe se le cayeron las gafas y Vitali se puso en pie:

– ¿Silvia Alfieri? -dijeron a la vez, luego Vitali hizo un gesto con la mano, para tomar la palabra.

– ¡Lo excluyo categóricamente! -dijo-. ¡Ni hablar! El profesor Alfieri es un hombre ilustre, fascista desde siempre y miembro del Gobierno… y ¡Silvia, nada menos! ¡Una mujer que ha dado a la Patria un hijo caído en el frente ruso y otro que milita en la Legión SS!

De Luca tuvo un sobresalto que hizo crujir la silla.

– ¿Cómo dice? -preguntó. Vitali sonrió, satisfecho por la sensación que había causado:

– El joven Littorio -dijo-, el ejemplo de cómo la familia Alfieri combate por los ideales de la República Social Italiana. Olvídelo, De Luca, ésa es… ¿cómo la llaman ustedes, los investigadores? Una pista falsa. Sin embargo, insista con Tedesco, ahí va sobre seguro… ¿Sabe que llamó ayer por la tarde para que le quitáramos a usted el caso? ¿No le parece ya como una confesión? Yo no soy policía, pero hay cosas que las noto -se tocó la nariz, olfateando el aire un par de veces-, ¡las noto! Huele a celos locos, a orgías, a ritos masónicos… ¡ésa es la dirección adecuada!

– La dirección adecuada -dijo el jefe.

De Luca los miró rígido, lleno de escalofríos, y asintió despacio.

– Lo haré -dijo-, lo haré.

Pugliese estaba metiendo todas las copias de los informes en una carpetilla azul, ayudado por Ingangaro. Metió también un ejemplar del periódico.

– Ya está -dijo, cuando De Luca entró en el despacho-, si me dice a quién se la tengo que pasar…

– No pasamos nada a nadie -dijo De Luca-, ¡qué vamos a pasar! -Miró a Ingangaro, reflexionando-. Hazme un favor -le dijo-, no he desayunado… Ve a buscarme un capuchino, algo, lo que quieras…

Le puso dinero en la mano y lo empujó al exterior, luego se volvió hacia Pugliese, que lo observaba serio, con los labios hacia fuera en una mueca de preocupación.

– ¿Pero qué ha pasao, comisario? -preguntó.

– Estamos metidos en la mierda hasta el cuello -dijo De Luca. Se sentó al escritorio, dejándose caer contra el respaldo, y juntó las manos delante de su rostro, cerrando los ojos-. Nos están utilizando. Estamos en medio de una lucha política entre la camarilla del profesor y la de Tedesco. Vitali nos utiliza como arma personal para joder a Tedesco… El crimen se lo pasan por el forro.

Pugliese silbó, bajito.

– ¡Joer! -murmuró-, estas cosas nunca me han hecho gracia. Me negué a ir a la Secreta fascista en su momento, la OVRA, justamente para evitar estos problemas.

– A mí tampoco me hacen gracia. -De Luca abrió los ojos-. En esta historia somos como soldados en guerra, Pugliese, y ¿sabe lo que les ocurre a los soldados si no están atentos? Pues que los matan.

Pugliese se pasó una mano por el cabello ungido de brillantina, inclinando la cabeza. Con ese gesto, parecía un cuervo.

– Pongamos a unos cuantos tras Tedesco -dijo decidido, con un tono más de orden que de sugerencia-, que sigan a la señorita Sonia los hombres que yo me sé, y que luego le referiré. ¿No quería interrogar al conde? Pues convóquelo, con los guardias incluso, hagamos tal como quieren. Justamente ahora que Ingangaro había descubierto dónde está el portero…

De Luca levantó la cabeza, de golpe.

– ¿Galimberti? ¿Y dónde está?

– Cerca y lejos a la vez, comisario. En esta calle, en el 21.

– ¿Y eso? ¿Qué hay en el 21?

– La Gestapo, comisario. Lo arrestaron ayer.

De Luca se mordió el labio, cogiéndose la barbilla con la mano. Suspiró pensando en la Gestapo, en el jefe de la policía, en el Federal… Insistir con Tedesco, insistir con Tedesco…

– Vamos -dijo, levantándose-. Pon a quien quieras tras el conde. Nosotros mientras seguimos por nuestra cuenta.

En la Gestapo les hicieron esperar en un pasillo sentados en un sofacito de mediacaña, incomodísimo. Del despacho de al lado llegaba el tictac incesante de una máquina de escribir, rápida como una ametralladora, y había bastante actividad por todo el edificio, los soldados iban y venían. Pugliese parecía nervioso, sentado derecho con el sombrero en la mano, y de vez en cuando se pasaba un dedo por el cuello de la camisa, por debajo de la corbata negra de policía. Al cabo de unos diez minutos, el tictac se interrumpió de repente. La puerta del despacho se abrió y un cabo los hizo pasar, cerrando la puerta a sus espaldas. Volvió a sentarse a la máquina de escribir, con las manos cruzadas sobre el teclado, mientras un teniente de uniforme negro, con una faja en el brazo y las divisas de plata estaba apoyado en una mesa, con una de las tarjetas de visita de De Luca en la mano. Los miró un momento con sus ojos azules, antes de hablar.

– ¿Puedo ver sus documentos, por favor? -dijo, y dijo «porr favorr», como en las películas americanas de antes de la guerra. De Luca le tendió su carné. Otro momento de silencio.