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– Es usted el famoso comisario De Luca -dijo el teniente-. Yo me llamo Dietrich, encantado de conocerle.

«Conocerrle», igual que en las películas.

– Lo mismo digo -dijo De Luca. Vacilaba si preguntar, incomodado por aquella mirada fría que lo seguía en silencio. El cabo lo miraba de la misma manera, inerte.

– ¿Sí? -dijo el teniente, y De Luca se sobrecogió.

– Según sabemos, ha arrestado usted a un hombre -dijo decidido, con los alemanes había que mostrarse decidido, y lo sabía-. Ayer mismo. Oreste Galimberti. Es un hombre muy importante para una investigación de la comisaría republicana y nos gustaría interrogarlo. Solamente unas preguntas.

Había pensado pedir su custodia, pero luego se convenció de que era una petición absurda.

– ¿Es una investigación de la comisaría? -preguntó el teniente.

– Sí. Un caso de homicidio.

– Pero su documento es de la Brigada Ettore Muti, sección especial de la policía política, nicht wahr?

De Luca suspiró.

– Es verdad. Pero ahora estoy en la comisaría. Si necesita una autorización o quiere que llame al jefe de la policía, lo haré enseguida…

Mentía, pero no se le notó. El teniente se quedó mirándolo, en silencio, con el trasero apoyado en la mesa, las piernas largas metidas en unas botas negras. De Luca notó que estaba a punto de perder la paciencia, una sensación peligrosa lo llenó de escalofríos. También Pugliese, a su lado, se removió un poco, imperceptiblemente, rozándole el brazo.

– No es necesario -dijo el teniente, de repente-. Les ayudaré encantado. Antes de la guerra yo también estaba en la Kriminalpolizei. -Le dijo algo al cabo, y éste se movió en el acto, se levantó y le llevó un registro de cubierta negra. El teniente lo tomó y hojeó algunas páginas-. ¿Cómo ha dicho? Galimberti, con g de gato… Galimberti, Galimberti, Galimberti Oreste, sí. Arrestado el 17 de abril de 1945 a las once, por denuncia anónima por supuesta actividad terrorista. Sí, lo tenemos nosotros.

De Luca contuvo la respiración, con el corazón latiendo con fuerza.

– ¿Puedo verlo? -preguntó.

– Usted puede, sí. Ah, un momento… veo que su nombre está vernichtet, en la columna de salida… Ya no está aquí en la Gestapo.

De Luca apretó los puños: un minuto más y se habría puesto a gritar.

– ¿Y ahora quién lo tiene? -bisbiseó-. ¿Se lo han entregado a la Muti? ¿O a la Decima Mas? Puede decírmelo, yo…

– Se trata de información confidencial -dijo el teniente siguiendo con el dedo la línea en el libro-, pero puedo hacer una excepción por un…, ¿cómo dicen ustedes?, «colega». Además -se le escapó una sonrisa-, mire qué casualidad, está pasando justo ahora.

Señaló la ventana que se abría al patio, delante de él, a espaldas de De Luca, que se volvió y corrió a asomarse, junto a Pugliese.

– Ein Unfall -dijo el teniente-, un accidente… ocurre de vez en cuando.

En el patio, dos SS con un delantal de piel estaban cargando en un camión el cadáver destrozado de un viejo.

– ¿Y ahora qué hacemos?

Pugliese estaba sentado en el asiento del conductor, en el coche, con las manos abandonadas sobre el volante. A su lado, De Luca tenía el mentón hundido en el impermeable y la mirada sombría.

– ¿Qué hacemos? -dijo irritado-, ¿es lo único que sabe decir?

– No, yo se lo pregunto a usted, porque usted es el jefe -dijo Pugliese, ofendido-, yo ya sé lo que hay que hacer. Arrestemos a Sonia Tedesco y se acabó.

De Luca se volvió a mirarlo. Suspiró y volvió a su impermeable.

– Sería fácil -dijo.

– Pero a nosotros no nos gustan las cosas fáciles, ¿verdad?

– Eso. Si Galimberti no hubiera dejado que lo jodieran… Porque no me creo que haya sido una coincidencia esa llamada que lo ha denunciado justo ahora, hay dieciséis cuerpos de policía diferentes en la República y todos arrestan a alguien, pero yo sigo sin creérmelo. Él podía habernos dicho mucho, por ejemplo cuál de esas mujeres subió a casa de Rehinard en último lugar, esa mañana, porque para mí que ha sido una mujer. Rehinard podía tener decenas de enemigos, pero no es gente que mate de esa forma, como al azar, con un abrecartas encontrado en un escritorio. Ésos lo habrían hecho desaparecer, como a Galimberti, o le hubieran disparado por la calle. Y tiene algo que ver con el sexo, por esa segunda cuchillada. Sonia Tedesco, o la esposa del profesor, a quien todos quieren proteger. U otra que no sepamos.

Le vino a la mente Valeria, un instante sólo, pero lo bastante para hacerle sacudir la cabeza, como para espantar un mosquito molesto. Valeria no. Pero ¿por qué no?

– Faltan demasiados elementos -dijo en voz alta, aunque hablaba consigo mismo.

– Nos falta información sobre la mujer de Alfieri -dijo Pugliese-, pero tal como están las cosas no la vamos a tener nunca. Si nos ponemos a hacer preguntas sobre ellos enseguida se enterará todo el mundo, del jefe al Duce en persona, y entonces adiós muy buenas.

De Luca se mordió un labio, nervioso. Se le había ocurrido una idea, ya hacía unos minutos, en la que se negaba a pensar, pero que crecía, insistente. El esfuerzo por apartar las sospechas de Valeria sin traicionar su naturaleza de policía le dio vía libre.

– De eso me encargo yo -dijo, sombrío-. Yo sé dónde encontrar esa información.

CAPÍTULO SEIS

Era una vieja casa colonial de paredes ennegrecidas y agrietadas, sin revoque ya, y estaba casi en el campo, en una zona que la ciudad había alcanzado antes de la guerra, transformándola en periferia. Tan negra, maciza y cuadrada que casi parecía un convento, aislada de las demás casas que bordeaban la calle llena de baches, sin acera. En la pared, abajo, lejos de la puerta, alguien había escrito con letras rojas chorreantes de pintura «Preparaos, asesinos».

De Luca mandó detener el coche en la esquina, a distancia, para que no bajara el vigilante que los observaba desde la puerta, con la metralleta en bandolera. Salió del coche e hizo un ademán a Pugliese para que se marchara. Cruzó la calle polvorienta con paso decidido, las manos fuera de los bolsillos, despegadas del cuerpo, y mientras se acercaba a la fachada corroída, a la puerta entornada y a los escalones agrietados, lo familiar del lugar atenuó la angustia, pesada, que lo oprimía, dejándole solamente una vaga sensación de incomodidad, oculta entre el estómago y el corazón.

– Buenos días, comandante -dijo el vigilante al reconocerlo, y lo saludó con el brazo extendido. De Luca no respondió, ni siquiera lo miró, entró directamente en el portal mientras el guardia se volvía a observarlo, dudando si detenerlo o no.

Tampoco dentro había cambiado nada: seguía habiendo poca luz, incluso con las ventanas abiertas, y un olor constante a polvo y alcohol mezclados. Puertas cerradas de madera vieja, con las cerraduras nuevas. Un tictac espaciado de dactilógrafo inexperto, con dos dedos, tac tac tac. De Luca subió las escaleras, acariciando el pasamanos, se cruzó con alguien que lo saludó con un gesto de la cabeza y se detuvo delante de un despacho de puerta tan anónima como las demás. A lo lejos, en el piso de abajo, sonó el eco de algo que parecía un grito. De Luca llamó.

– Adelante -dijo una voz con ligero acento sardo. De Luca entró sin vacilar, con un gesto decidido que había hecho cientos de veces.

– Soy yo -dijo. Sentado al escritorio, el capitán Rassetto lo miró sorprendido, con una pluma en la mano suspendida en el aire. Era un hombre delgado, oscuro, con el cabello rizado echado hacia atrás y un bigote fino y estrecho, a ras de labio. Sus ojos eran negrísimos, juntos, y daban a su rostro un aspecto agudo, de un halcón.

– ¡Hombre! -exclamó, y la nuez se movió arriba y abajo por el cuello delgado, entre la barbilla en punta y el cuello del uniforme-. Estaba convencido de que no te volvería a ver.