– ¡Dios mío -pensó en voz alta-, que esté en casa!
Dejó de golpear y escuchó, con la boca abierta, conteniendo la respiración. De las escaleras le llegó un ruido de pasos, suelas que se arrastraban sobre el mármol, y entonces sacó del bolsillo la pistola, sin dejar de golpear con la otra mano.
– ¡Voy, voy! -dijo un voz desde detrás de la puerta, amortizada por los golpes-, ¿quién es?
De Luca dejó de golpear. Descorrió el obturador de la pistola y los pasos se detuvieron en un silencio cauto.
– ¡Abre! -gritó a la puerta-, ¡soy yo, abre!
Valeria abrió la puerta y De Luca se precipitó al interior, empujándola a un lado.
– ¡Cierra! -susurró, jadeante. Ella abrió la boca, pero vio la pistola y se asustó. Cerró enseguida la puerta y pasó la cadena. De Luca la cogió por un brazo y tiró de ella, más allá de la puerta de cristales, hasta el salón. La cerró también y puso una silla delante, mientras Valeria lo miraba con los ojos muy abiertos.
– Pero ¿qué ocurre? -le preguntó-, ¿qué pasa?
– Teléfono -dijo De Luca. Ella se lo señaló, sobre una mesilla, y él levantó el auricular, marcó un número sin dejar la pistola. Mientras esperaba, se asomó a la ventana, con cautela: en la calle estaba el hombre del gabán, apoyado a una pared.
– ¿Pugliese? ¡Gracias a Dios, creía que ya no le encontraría! ¡Necesito ayuda, tres hombres me siguen, quieren pelarme vivo! ¡Llame a alguien y venga enseguida!
Le dio la dirección y colgó, lanzando otro vistazo al exterior. El hombre del gabán estaba hablando con el de la cazadora, y miraban hacia arriba. Valeria se acercó, cogiéndolo por un brazo, y se asomó ella también.
– ¿Quiénes son? -preguntó.
– Hombres de Tedesco, creo. O de Alfieri.
– Tal vez partisanos.
De Luca volvió un poco la cabeza, con un gesto tenso, luego miró fuera de nuevo.
– No, no creo… No sé. Me parece que no.
– Siéntate. No van a subir por la ventana.
Lo empujó al sofá y se sentó a su lado, casi de rodillas. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
– Estás temblando -dijo. De Luca guardó la pistola. Se mordió un labio, nerviosísimo.
– He tenido miedo -dijo-, me he librado por los pelos.
Ella se acercó, le pasó un brazo por los hombros, haciéndole doblar la cabeza a un lado, maternal, pero él estaba demasiado nervioso, se levantó enseguida y se puso a caminar por la estancia.
– Quiero preguntarte una cosa -dijo sin mirarla-, ¿estuviste en casa de Rehinard esa mañana?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque quiero saberlo. ¿Estuviste con él esa mañana?
Valeria suspiró:
– Sí. Estuve en su casa. Pero no lo maté.
– ¿Por qué fuiste?
– Porque lo conocía, iba a menudo.
– ¿Por qué?
– Pero ¿esto qué es?, ¿un interrogatorio?
– Exacto. -De Luca la miró, sentada derecha en el sofá, en bata, observándolo con aquellos ojos suyos, fría. No aguantó su mirada y se puso de nuevo a caminar de un lado para otro-. ¿Estuviste con él? -le preguntó.
– Eso a ti no te importa.
– ¡Claro que me importa! ¡A Rehinard lo han matado y yo soy policía!
Valeria se levantó de golpe y un mechón rojo de cabello le cayó sobre los ojos:
– ¡Si quieres desahogarte porque has tenido miedo -masculló-, hazlo con otro! Sí, estuve con él. Era muy guapo y yo soy una mujer adulta, y libre. También he estado contigo, ¿no? ¿Tengo que justificarlo también?
Le dio la espalda y De Luca se quedó en silencio con la vista baja. Miraba el borde de la bata, ondeante sobre sus tobillos desnudos por encima de los talones redondos, que las pantuflas dejaban al descubierto.
– Cuando fuiste a su casa -preguntó con calma, dominando su voz-, ¿entraste en el estudio?
– Sí.
– En la mesita baja, ¿qué era lo que había?
Valeria siguió dándole la espalda, en silencio, como si reflexionara.
– Había dos copas -dijo tras un minuto que pareció eterno-, y una estaba manchada de pintalabios. Le tomé el pelo por eso. No era celosa, él no me importaba nada.
Fuera, en la calle, un coche se detuvo con un chirrido de frenos. De Luca corrió a la ventana y vio a Pugliese y Albertini salir del coche, y a Marcon quedarse en el estribo, con la metralleta en los brazos.
– Han llegado -dijo-, voy a bajar. No tengas miedo, nadie vendrá a molestarte.
Valeria se encogió de hombros. Él aguardó, hubiera querido oírle decir «quédate», hubiera querido pedírselo, pero él no lo dijo y ella no se lo pidió. Salió a las escaleras, donde lo esperaba Pugliese, apoyado a la pared, con la pistola en la mano.
Lo dejaron delante del portalón de la pensión donde vivía y aguardaron a que abriera, Marcon en pie sobre el estribo del coche, metralleta en mano, mirando la calle, y Pugliese con la pistola, asomado a la ventanilla. Sólo cuando él hizo ademán de marcharse, insistiendo, se alejaron.
Ahora que el miedo se le había pasado, De Luca había vuelto a pensar y se convenció de que se trataba de hombres de Tedesco. Lo había discutido con Pugliese, en el coche, y él estaba de acuerdo con que el profesor no tenía interés en eliminarlo, puesto que prácticamente trabajaban para él. Pero también Pugliese había dejado caer una pregunta, a media voz, casi con las mismas palabras de Valeria: «¿Y si fueran partisanos?». De Luca no había contestado.
Subió la escalera de la pensión agarrado a la barandilla, a oscuras debido al apagón, y rebuscó en un bolsillo para coger la llave de su cuarto. Se sentía agotado y pensó que por fin, en cuanto tocara la cama, se quedaría dormido como un tronco. Pero cuando llegó al descansillo un ruido extraño, un suspiro o un sollozo, hizo que se aplastara contra la pared, y el corazón volvió a latirle enloquecido. Advirtió una forma clara, derrumbada junto a la puerta, sentada. La reconoció enseguida, aun en la oscuridad, y detuvo la mano en su bolsillo, sobre la culata de la pistola.
– ¡Madre de Dios! -murmuró De Luca, recobrando el aliento-, ¡qué susto me has dado!
Sonia Tedesco estaba sentada en el suelo, abrazándose las rodillas, dobladas bajo un impermeable blanco. Lo miraba con los ojos muy abiertos y parecía temblar.
– ¿Qué haces tú aquí? -le preguntó De Luca, pero ella no contestó. Temblaba de verdad. De Luca abrió la puerta con la llave, luego la tomó por un brazo y la levantó. Entraron en la habitación, que no era más que un dormitorio de aspecto desangelado, con una mesa y una silla y una pequeña butaca en un rincón. Sonia se sentó en la butaca, subió las piernas, envolviéndose en el impermeable y se quedó mirándolo, encogida, con los ojos abiertos como una lechuza.
– He tenido demasiadas emociones por hoy -dijo De Luca-, y no tengo ganas de jugar a adivinanzas.
– Un hombre me está siguiendo -dijo Sonia, de repente. De Luca sonrió, cansado.
– ¿En serio? -dijo irónico-, qué raro…
Cogió la silla por el respaldo y la acercó a la butaca, se sentó delante de Sonia, como en un interrogatorio. Ella se echó para atrás, encogiéndose todavía más dentro del impermeable. Estaba pálida y tenía el cabello húmedo, pegado a la frente. Había algo raro en ella y De Luca lo notó al cabo de unos minutos: eran los ojos, muy abiertos, no entrecerrados como de costumbre, que le daban un aire menos sensual y más infantil y asustado.
– No fui yo -dijo, y De Luca abrió los brazos:
– Empiezo a creerlo.
– Y entonces ¿por qué siempre hay alguien que me sigue? Hay alguien que nos espía a mí y a Alberto, y todos nuestros amigos nos evitan… Y los periódicos…
Se removió en la butaca y metió una mano en un bolsillo del impermeable, rápida y torpe, luego en el otro, y sacó algo que le resbaló de la mano y cayó al suelo con un ruido pesado. Quiso inclinarse a recogerlo, pero De Luca fue más rápido y le detuvo el brazo, instintivamente, antes aun de darse cuenta de que era una pequeña automática.