– Dios mío -murmuró-, entonces es una costumbre.
Empujó a Sonia contra la butaca y recogió la pistola, manteniéndola en la palma de la mano con una breve sensación de miedo rezagado, un estremecimiento veloz que se desvaneció de inmediato. Quizás, efectivamente, las emociones eran demasiadas por esa noche.
– Me gustaría beber algo -dijo Sonia, evitando mirarlo.
– A mí también, pero no hay nada. Bueno, a lo mejor algo sí hay…
Se acercó a la mesa, abrió un cajón y encontró una botella casi vacía de Arzente. Lo sirvió en un vaso y bebió un sorbo, luego se lo llevó a Sonia y se quedó mirándola mientras se lo bebía de un trago. Sonrió cuando vio que le había quedado la marca roja de la copa en las mejillas, como a los niños.
– No fui yo -repitió ella. De Luca suspiró, tomó la silla y la giró, montando como a caballo, pero se levantó de inmediato porque realmente se parecía demasiado a un interrogatorio. Se sentó en la cama, los muelles chirriaron.
– Menuda historia -dijo al perfil inmóvil de Sonia, lleno de curvas, bajo el flequillo húmedo-. Cualquier cosa que hago, está mal. Si te sigo a ti, tu padre manda que me maten, pero si no te sigo será Vitali quien lo haga. Si investigo soy hombre muerto, si no investigo soy hombre muerto igual, ¿es que se puede trabajar así?
El perfil de Sonia permaneció en silencio, pero De Luca no buscaba ninguna respuesta.
– Mi problema es que nací curioso, siempre lo he sido… Todo tiene que quedar claro, cada cosa en su sitio, hasta los mínimos detalles, con un cómo y un porqué racionales, si no enloquezco. Por eso no puedo arrestarte y hacer como si nada, porque sé que la investigación no acabaría ahí… pero a la vez no puedo dejarte ir y tengo que mandar que te sigan, pues hay una guerra de titanes a tu alrededor, y a mi alrededor, y un pobre policía demasiado curioso desaparece como si nada. En serio, ¿es que se puede trabajar así?
Le quitó el vaso de las manos y apuró el último sorbo, echando la cabeza hacia atrás. Ella parecía no escucharlo siquiera y justamente por eso De Luca continuó hablando, como para sí.
– Cuando me llamaron a la sección especializada de la Muti no lo pensé dos veces. Porque allí se trabaja bien, ¿entiendes? -No lo entendía, ni siquiera lo escuchaba-. Allí era todo muy eficiente, estaban los mejores investigadores, los mejores ficheros, había fondos… El trabajo de policía es así desde siempre y es lo que he hecho siempre. A un policía no se le piden preferencias políticas, se le pide sólo que haga bien su trabajo. Por eso estoy convencido de que esos tíos de antes eran gente de tu padre, y no partisanos.
– ¿Y la lista de Rassetto? -se preguntó en silencio, con malicia, como si hablara otro.
Sonia se movió, volvió lentamente la cabeza hacia él y de nuevo lo miró con los ojos entornados, aunque su frente parecía todavía empapada de sudor.
– ¿Quieres hacer el amor conmigo? -dijo de repente, casi distraídamente, y él se quedó un momento pasmado porque estaba pensando en algo totalmente distinto. Antes de que pudiera responder, Sonia se levantó y De Luca alargó un brazo, pues parecía que se fuera a caer. Pero mantuvo el equilibrio, tambaleante, y se ciñó el impermeable. Miró a su alrededor como si no supiera dónde se encontraba.
– Ese hombre se ha escondido -dijo-, pero me está espiando… me está espiando…
Dio un paso hacia De Luca, luego bruscamente cambió de dirección y rápida, aunque un poco insegura sobre los tacones, se acercó a la puerta.
– No puedes salir -dijo De Luca-, hay toque de queda… -Pero lo dijo en voz baja, sin convicción, y ella pareció no oírlo. Salió del cuarto dejándolo solo, sentado en la cama, cansado, cansadísimo, pero con la absoluta certeza de que tampoco aquella noche lograría dormir.
CAPÍTULO SIETE
– Nuestro Ingangaro es un auténtico mastín, comisario, cuando dice que va a encontrar a alguien lo encuentra de verdad, como a ese pobre portero. Assuntina Manna vive ahí.
Pugliese señaló una barraca de madera con el tejado de chapa, la única con puerta y una ventana de verdad, cerrada. Una fila de ropa estaba tendida a secar de una cuerda entre la barraca y los restos de un muro bombardeado, curvo y agrietado, más alto que la casa. No había nadie alrededor, ni siquiera una mujer o un niño que jugara, tal vez por culpa del coche o de la jeta de policía de Marcon, que los esperaba detrás de la ropa tendida, grueso y con las manos en los bolsillos, el sombrero calado sobre los ojos.
– ¿Pero es que esta gente no teme que se les derrumbe en la cabeza?
De Luca siguió llamando, más fuerte.
– ¡Policía, abran inmediatamente! -dijo, e iba a golpear más fuerte cuando la puerta se abrió y un joven robusto, de cabello rizado, con un viejo jersey militar, salió al umbral, cortándoles la entrada.
– Policía -dijo De Luca-. Buscamos a Assuntina Manna.
El hombre lo miró feroz, con los brazos cruzados sobre el ancho pecho.
– No está -dijo, huraño-, ya no vive aquí.
Dio un paso atrás, como para irse, pero Pugliese se adelantó y puso una mano contra la puerta, impidiéndole que la cerrara.
– Yo a este señor lo conozco -dijo-, Bruno Manna… Te han traído a comisaría varias veces, Brunetto.
Marcon también se había acercado. Le puso una mano en el brazo, pero Bruno se soltó de un tirón.
– Quíteme las manos de encima. Assuntina no está -gruñó, e intentó entrar en casa, pero estaban todos demasiado cerca. Apoyó una mano en el pecho de De Luca y le dio un empujón, y cuando éste se agarró a su brazo para no caerse, le propinó una patada en la entrepierna. De Luca gimió y cayó sobre una rodilla mientras Pugliese aferraba al hombre por el jersey, perdiendo el sombrero. Marcon se agachó y le dio un potente puñetazo en el estómago, que lo dobló en dos, luego lo aferró por el cuello, golpeándolo de nuevo, mientras Pugliese trataba de sacar las esposas. De detrás de la puerta asomó el rostro de una vieja asustada, y luego salió una chica que se puso a gritar, cogiendo a Marcon por el pelo.
– ¡Bruno! ¡Por Dios bendito! Pero ¿qué le hacen? ¡Bruno!
– ¡Escapa, Assuntina! -gritó el hombre-, ¡dejadla en paz, ella no tiene nada que ver!
– ¡Estate quieto, cabrón! -gritó Marcon, tratando de aferrarlo.
– ¡Dios santísimo! -gritó De Luca. Se levantó de golpe y agarró a Assuntina por un brazo, llevándosela a rastras, mientras Pugliese daba a Bruno una patada que lo dejó de rodillas. Hizo que la chica doblara la esquina de la casa y la puso de espaldas contra las tablas de madera, sujetándola por el brazo y sacudiéndola, pues ella no dejaba de gritar.
– ¡Basta ya, mujer, basta! ¡Sólo quiero hacerte unas preguntas!
Por fin, Assuntina se calló y entonces él la llevó detrás del muro e hizo que se sentara en una piedra. Cuando ella trató de ponerse de rodillas, con las manos juntas, la hizo sentarse de nuevo.
– Tranquilízate -le dijo-, a Bruno no le pasará nada, y a ti tampoco, cálmate. ¡No estoy aquí para arrestar a nadie, joder, a ver si lo entendéis de una vez!
Assuntina bajó la mirada y se tapó con los brazos, ahogando los sollozos. Era guapa, muy joven, de piel oscura y ojos negros, llevaba un vestido ligero de cuadritos rosas que en la lucha le había dejado al descubierto un hombro redondeado.
– Vamos a ver -le dijo De Luca-, tú eras la camarera de Vittorio Rehinard, ¿verdad?
Assuntina asintió sorbiendo un sollozo que se convirtió en suspiro, cubierta por el cabello negro y despeinado que le había caído sobre el rostro. De Luca apoyó un pie en la piedra y se inclinó hacia delante, pues todavía le dolía un poco donde había recibido la patada. Le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a levantar la cabeza para mirarlo.