La sonrisa de los labios de Silvia se volvió algo más tensa, alrededor del cilindro blanco del pitillo. Cruzó las piernas, retorciendo nerviosamente un tobillo.
– O usted o él -dijo De Luca-, o los dos.
Silvia se levantó y arrojó el cigarrillo al fuego. Se apoyó en la chimenea, dándole la espalda, con la raya de las medias siempre en movimiento, como una ola.
– Usted no entiende nada de nada -dijo-, y entiende demasiado. Littorio no tiene nada que ver, esa mañana estaba de servicio en la montaña. -Volvió a coger otro cigarrillo, que encendió enseguida-. Mi marido y sus amigos son unos ilusos -dijo-, creen que pueden regatear, que pueden construirse un espacio para después, pero aquí se está destruyendo todo, no queda tiempo y ellos están demasiado comprometidos. Me hace gracia esa estúpida carrera con Tedesco a ver quién es mejor y está más dispuesto a colaborar… ¡Colaborar! En cuanto se rompa el frente, los cogerán y los pondrán a todos contra el paredón sin preguntarles siquiera cómo se llaman.
Rió, y De Luca se removió incómodo en la butaca, porque aquel tema lo molestaba. Le hizo ademán de que continuara.
– En cambio, Littorio y yo queríamos irnos a Suiza, ya mismo, pero hace falta dinero… Por eso hicimos negocios con Rehinard. Littorio le vendía la morfina; Rehinard la necesitaba siempre para todos sus tráficos, servía a todas las familias bien de la ciudad.
De Luca cruzó los brazos sobre el pecho, apoyándose en el respaldo. Bueno, aquello al menos era un punto firme.
– ¿Dónde está Littorio ahora?
Silvia sopló al aire el humo del cigarrillo y lo dispersó con la mano.
– Disuelto, volatilizado… Desertó esta mañana y se pasó a los partisanos.
– ¿Y por qué se peleó usted con Rehinard?
Silvia se encogió de hombros. Habría podido decir cualquier cosa, pero había empezado a hablar y no podía detenerse, temblaba por la tensión.
– Yo odiaba a Rehinard, pero tenía esa forma de ser tan… y era tan guapo que siempre acababa volviendo. Sabía que era un capullo, que se acostaba con todas, pero no me importaba, el nuestro era un intercambio, de igual a igual, la influencia de mi marido a cambio de sus servicios. Pero cuando le presenté a Littorio se acostó también con él… ¡Qué capullo! -Silvia Alfieri sacudió la cabeza, apretando los dientes. Arrojó a la chimenea el segundo cigarrillo-. Cuando fui a su casa el otro día era para acabar con el negocio de la morfina, pues el tiempo apretaba y queríamos marcharnos. Pero me lo encontré en el suelo. No lo maté yo; lo hubiera hecho de buena gana, pero ya estaba muerto.
– Eso tendrá que demostrarlo -dijo De Luca, pero se sentía incómodo, turbado por algo. Silvia señaló la chimenea, los folios en la alfombra y las maletas preparadas.
– ¿Y esto no le basta? -dijo con una sonrisa-, ¿de verdad me cree tan estúpida como para retorcer el pescuezo a la gallina de los huevos de oro? A no ser por ese accidente, a esta hora estaría en Suiza con Littorio en lugar de quemando documentos en la chimenea.
Eso era precisamente lo que turbaba a De Luca, y de repente se sintió exhausto. Se pasó una mano por el rostro, asado por aquel fuego absurdo a finales de abril, mientras trataba de detener y apartar una serie de pensamientos que lo atormentaban, insistentes, todos a la vez.
– ¿Por eso murieron también el portero y su mujer? -preguntó-, ¿porque la vieron salir de casa de Rehinard antes de hallarlo muerto?
– El portero me llamó esa misma mañana y quería chantajearme, el muy estúpido. Pero yo se lo conté todo a mi marido… No sabía que estuvieran muertos, y francamente me importa un comino. -Silvia se encogió de hombros y lo miró desdeñosa-. ¿Está satisfecho ahora? -le dijo. Luego se arrodilló en la alfombra y se puso de nuevo a quemar hojas de papel como si él no hubiera entrado, y entonces De Luca se levantó, volvió a encender la radio y salió calladamente por la puerta.
No dijeron nada hasta llegar a la comisaría. Pugliese conducía en silencio, absorto, como si escuchara el ruido del coche, y Marcon mostraba su acostumbrada expresión impenetrable, bajo el ala del sombrero. De Luca no tenía ganas de hablar, apretaba los dientes, temblando con una rabia fría que le dolía en los músculos, como si tuviera fiebre. Sentía la necesidad de moverse, de actuar, de hacer algo, pero no sabía qué, desorientado por una serie de ideas que se amontonaban, todas juntas, fastidiosas.
Cuando se detuvo delante del edificio gris de la policía, Pugliese apagó el motor y se volvió.
– Se lo pregunto de nuevo, comisario. ¿Qué hacemos?
De Luca se encogió de hombros, con un movimiento rápido y tenso que le hizo daño en el cuello, luego sacudió la cabeza, apretando los labios en una expresión cruel.
– ¡No, ni hablar! -murmuró-, ¡a los asesinos de Albertini y Galimberti no los podemos coger ya, pero al de Rehinard lo quiero! ¡Porque aunque a nadie le importe, a mí sí!
Marcon dijo algo, señalando al exterior por la ventanilla, pero De Luca estaba tan absorto en sus pensamientos que no lo oyó, y Pugliese miraba a De Luca con una ceja arqueada y una mueca de curiosidad.
– Hemos sido los instrumentos de una lucha política y hemos topado con un tráfico de estupefacientes que no podemos tocar -dijo De Luca-, pero Rehinard es otra cosa. Todavía nos queda mucho por hacer, podemos pedir otra pericia forense y órdenes de registro y hacer que los sigan a todos, pero esta vez en serio…
Marcon volvió al coche con un periódico en la mano y se lo pasó a Pugliese a través de la ventanilla.
– Y todavía hay que interrogar a gente, examinarlos… Hay que controlar a los informadores, y ese maldito abrecartas que no aparece…
– Hemos resuelto el caso, comisario.
De Luca se interrumpió con la boca abierta y levantó los ojos hacia Pugliese.
– ¿El caso? ¿Quién lo ha dicho?
– Lo dice el periódico, la edición extraordinaria de la tarde. Lo hemos hecho muy bien, y en sólo tres días.
Pugliese arrojó el periódico al asiento trasero y De Luca lo miró sin entender. Al principio vio sólo una mancha blanca, informe, extrañamente familiar, pero cuando pudo enfocarla se dio cuenta de que eran dos cuerpos en una cama, sobre una sábana blanca, justamente. No entendió que se trataba de Sonia Tedesco hasta que leyó el título. «Pero ¿qué significa esto?», se preguntó.
– ¿Qué significa esto? -dijo en voz alta.
– Significa -dijo Pugliese leyendo por encima de su hombro, a la vez que él- que la pequeña Sonia Tedesco y su novio, «acosados por la vigilancia del brillante comisario De Luca», se han envenenado esta tarde, lo cual «demuestra inequívocamente su culpabilidad en el homicidio» de ese hijo de puta de Vittorio Rehinard. Enhorabuena, comisario, el caso está cerrado. ¿Qué opina? ¿Recibiremos un encomio?
De Luca cogió el periódico y lo arrojó por la ventanilla, con rabia.
– ¿Por qué? -preguntó-, ¿por qué se han matado?
– A lo mejor estaban desesperados, comisario. ¿Cómo iban a encontrar morfina con media comisaría continuamente detrás? Pero el periódico no habla de morfina, habla de orgías y ritos blasfemos. No creo que vayan a darnos otra autopsia.
De Luca se cogió el rostro con las manos, suspirando, soplando entre los dedos todo el vigor vibrante que la rabia le había metido en el cuerpo poco antes. Nunca se había sentido tan cansado, embotado, y habría querido apagarse, como un aparato de radio, y no encenderse hasta el día siguiente, tras una noche de sueño, con las válvulas frías.
– El jefe querrá verle -dijo Pugliese-, y Vitali también.
– Pues yo no quiero verlos a ellos.
De Luca hizo ademán a Pugliese de que bajara del coche y se puso al volante.