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– Pero ¿qué les digo si le buscan?

– Dígales que estaba cansado y me he ido a casa. Me lo merezco, ¿no? He resuelto un caso en tres días.

De Luca soñaba que dormía y se despertó de pronto con el ruido metálico de una puerta que se cerraba y que lo arrancó de su incómoda duermevela, dolorosamente. Abrió los ojos a la luz empañada, se preguntó por un momento dónde estaba y la puerta de cristales de colores le recordó que se hallaba en la antesala del piso de Valeria, sentado en el sofá donde se había quedado dormido con la cabeza apoyada en un brazo. Un movimiento tras los cristales, una sombra confusa, le dio a entender que acababa de entrar alguien.

– Valeria -llamó De Luca, moviendo el brazo entumecido. Entró en el piso y ella pasó por delante de él, indiferente, dándole la espalda para desaparecer en el interior de un cuarto. Él la siguió y se detuvo en el umbral, pues era el dormitorio, y ella se estaba desabrochando la chaqueta del traje.

– La puerta estaba abierta -dijo De Luca a su espalda, indiferente-, me he quedado a esperarte y me he dormido. Debe de ser tarde.

– Es casi de madrugada -dijo Valeria, sin volverse. Dejó caer la chaqueta sobre la cama y empezó a desabotonarse la blusa, pero se detuvo enseguida-. Estoy muy cansada -dijo- y quiero acostarme. ¿Puedes marcharte, por favor?

– Me gustaría hablar contigo -dijo De Luca, y se dio cuenta de que había sonado como un lamento.

– Pues yo no quiero hablar contigo. No quiero verte nunca más. -Valeria volvió a desabotonarse la blusa. Desde detrás, De Luca le veía sólo los hombros que se movían y el cuello blanco, despejado del cabello pelirrojo recogido en la nuca. Ella se levantó y se agachó sobre los talones, quitándose los zapatos-. ¿Todavía estás ahí? -preguntó.

De Luca no dijo nada. Las ventanas del dormitorio estaban cerradas y casi reinaba la oscuridad, una penumbra gris y pesada que le había despertado el absurdo deseo de echarse también en la cama, como aquella chaqueta descompuesta, acurrucarse como un feto y dormir al menos cien mil años. Pero dio un paso adelante, apretando los dientes sobre la fuerza de la rabia sorda que lo estaba dominando y, con un gesto seco y decidido, barrió la superficie de una cajonera, arrojándolo todo por el suelo. Valeria se giró de golpe, con aire asustado.

– ¡Estás loco! -susurró.

– Quizás -dijo De Luca-. O quizás sólo cansado.

– Entonces vete a casa. O vuelve a la comisaría, a por otra medalla.

– Eres una estúpida.

– Y tú un asesino -murmuró Valeria. Él le soltó un repentino bofetón, un golpe rápido y corto, con el dorso de la mano, que le hizo girar la cabeza sobre un hombro. Ese gesto descargó toda su rabia y De Luca se sintió vacío y ridículo, con el brazo abandonado al costado y los dedos de la mano ardiendo. Valeria permaneció con la cabeza vuelta hacia un lado, respirando fuerte entre los labios entreabiertos, el seno subía y bajaba bajo la blusa abierta.

– A Sonia es como si la hubieras matado tú -masculló-, y también a ese otro desgraciado.

– Ha muerto tanta gente en este asunto… -dijo De Luca.

– Sí, y ¿por qué? ¿Por un cabrón como Rehinard? Qué asco… Pero ahora tu caso se ha terminado, ¿no? Tendrás que encontrar otra cosa para olvidar los puntos de racionamiento.

De Luca sacudió la cabeza.

– Todavía está todo por descubrir -dijo De Luca-, y yo tengo muchas preguntas que hacerte.

– No quiero decirte nada.

– Tienes que hacerlo.

– ¿Por qué? ¿Qué vas a hacerme? ¿Atarme a una silla y quemarme con un cigarrillo, como hacías antes?

– ¡Yo eso no lo he hecho nunca! -gritó De Luca, apretando los puños-, ¡no era yo quien hacía esas cosas! ¡Yo sólo hacía mi trabajo de policía, y ya está!

Valeria lo miró con una sonrisa. Tenía una luz maligna en los ojos, ocultos por un mechón de cabello rojo que le había caído sobre la frente cuando De Luca la pegó.

– Eso cuéntaselo a los partisanos -susurró.

De Luca se sentó en la cama, apoyando los brazos en las rodillas. Suspiró, agotado.

– A casa de Rehinard -dijo, obstinado- fuisteis tres mujeres aquella mañana, que sepamos nosotros. Primero Sonia y por último Silvia Alfieri, pero Rehinard ya estaba muerto. Podrías haberlo matado tú.

Valeria no respondió. Se limitaba a mirarlo con esa luz insoportable en los ojos rojos y esa curva irónica en los labios, impenetrable. De Luca levantó los ojos hacia ella, bruja desgreñada a punto de acostarse, con la blusa abierta y la falda a medio desabrochar. Alargó el brazo y la cogió por la muñeca tirando de ella hacia sí.

– Dame al menos un motivo -le pidió mientras ella trataba de no perder el equilibrio y caer encima de él-, dame al menos un motivo para descartar que lo mataras tú.

Valeria se echó hacia atrás, soltándose el brazo con un tirón violento.

– ¡Dame un motivo tú! -gritó-. ¿Por qué tenía que ser yo? ¡Dame tú una razón, es tu trabajo! Rehinard me era completamente indiferente… Ni siquiera lo odiaba, porque ni eso se merecía. Si estaba vivo o muerto me interesaba sólo cuando iba a verlo, ¡pues lo que sabía hacer él no lo sabía hacer nadie!

De Luca bajó los ojos, sonrojándose sin querer. Ella acabó de desabotonarse la falda y luego dio un paso para salir del círculo de tela que había caído al suelo. Se puso a preparar la cama, como si él no estuviera.

– ¿Dónde estuviste anoche? -preguntó De Luca evitando mirarla, sintiendo su fragancia cerca, el frufrú de su combinación. Hubiera querido alargar un brazo y tocarla, acariciarla, pero ya no tenía el valor de hacerlo.

– Salí -dijo ella-, pero esta vez no maté a nadie. Aunque si quieres puedes arrestarme por facilitar un aborto.

De Luca levantó la cabeza y ella lo miró por encima del hombro, agachada sobre el embozo de la cama.

– Tranquilo -dijo con desdén-, no era para mí, era para una niña, su novio la había metido en un lío. -Sonrió, y sacudiendo la cabeza volvió a arreglar la almohada-. Mira qué casualidad, era precisamente la criada de tu amigo Rehinard.

De Luca se quedó rígido mientras la ola helada de un escalofrío le atravesaba el cuerpo, poniéndole la carne de gallina.

– ¿Assuntina? -dijo, con voz ronca.

– Sí, Assuntina, para ella también soy como una tía. A su novio lo cogieron los alemanes hace unos días, ella quería un médico y yo la llevé.

– Su novio lleva cuatro años en el frente -murmuró De Luca. Valeria dejó de hacer la cama y se volvió hacia él, con el rostro cada vez más petrificado.

– No -dijo-, no, por favor.

De Luca se levantó de golpe, agitó un puño en el aire, con los labios apretados, y se golpeó en la frente, con fuerza.

– Qué estúpido -dijo entre dientes-. ¡Dios, qué estúpido he sido!

Dio un paso hacia la puerta y ella trató de cogerlo por un brazo, rozándole la tela del impermeable con los dedos, sin lograr detenerlo.

– ¿Adónde vas? -le preguntó-. ¿Qué vas a hacer?

Pero él parecía no oírla, sacudía la cabeza y seguía murmurando: «Qué estúpido» para sí, como un idiota. Ella lo vio salir, luego intentó correr detrás de él, descalza y en combinación, hasta las escaleras, pero era demasiado tarde, y oyó la puerta de entrada que se cerraba.

CAPÍTULO DIEZ

La prendieron esa misma mañana, mientras hacía la cola para el pan, delante de la única panadería abierta. Cuando los vio acercarse, serios y decididos, desde tres direcciones distintas, Assuntina entendió enseguida lo que querían y ni siquiera trató de escapar. Permaneció inmóvil, y se limitó a mirar a su alrededor, con expresión un poco perdida, cuando la cogieron por los brazos, uno por un lado y otro por el otro, y Pugliese, rápidamente, le puso las esposas. Se la llevaron al coche, donde De Luca, apoyado en la portezuela, aguardaba de brazos cruzados.

Aquella mañana fue a casa de Rehinard para decirle que se había quedado embarazada. Se había enterado el mismo día que él la despidió, pero había vacilado, sin saber qué hacer, sin decírselo a nadie, pues su hermano la hubiera matado al salir de la cárcel. Sólo la había visto subir el portero, y Rehinard se enfadó porque era muy temprano, pero la hizo pasar sin decir nada. Ella se había comportado como siempre, lo había limpiado todo y le había hecho la cama, porque quiso que entendiera cómo sería si se la quedaba, y trató de hablar con él, pero habían llegado todas aquellas mujeres, la rubia rara y su amiga Valeria, y ella se escondió en el dormitorio. Solamente al final, haciendo un esfuerzo, porque se avergonzaba, logró decirle que esperaba un hijo suyo. Rehinard no se había enfadado, como ella suponía, ni la abrazó, como habría esperado, ni siquiera la echó. Se limitó a echarse a reír, a reír y nada más, y cada vez que la miraba reía más, y parecía no querer parar nunca. Entonces ella cogió el abrecartas que estaba sobre el escritorio y se lo clavó, justo en el corazón, como le enseñara su hermano una vez, de abajo arriba, apretando la cuchilla con fuerza, y cuando estuvo en el suelo volvió a clavárselo, con toda la rabia que la movía y que la había vuelto fría e insensible, dura como una piedra. Luego salió, dejando la puerta abierta, y volvió a casa. Sólo al cabo de un rato se dio cuenta de que todavía llevaba el abrecartas en la mano, en el puño ensangrentado, y entonces lo tiró, como una imbécil, a un portal que les indicó, y, en efecto, cuando fueron a buscarlo, lo encontraron allí, en el suelo de un zaguán, con sangre seca en la cuchilla. En su casa nadie sabía nada, ni su madre ni su hermano, que nada tenían que ver, y dicho esto Assuntina dejó de hablar, selló los labios uno sobre otro y no hubiera dicho nada más ni siquiera bajo tortura. Pero ya era suficiente.