– Se llamaba Rehinard -dijo el pequeño. Albertini ya no decía nada de nada.
– ¿Es alemán?
– Era trentino, ciudadano italiano.
– ¿Lo conocen?
– No, he cogido su cartera. Aquí está.
Del zaguán llegó un ruido, pero De Luca no se inmutó.
– Es uno de los míos que está mirando los otros cuartos -dijo el pequeño-. El piso es grande, cuatro habitaciones y el baño, con la cocina, y no había nadie aparte de él. ¿Quiere la cartera?
De Luca tomó la cartera, cocodrilo trabajado a mano, pesada, y se acercó a la mesita del centro de la estancia. Se sentó en una butaca y vació el contenido sobre la superficie de cristal, junto a dos copas. Notó que una tenía el borde manchado de pintalabios.
– Documentos -dijo el hombre bajo, mientras De Luca los examinaba-. El carné del partido, dinero y alguna tarjeta de visita.
Había una muy elegante, con caracteres ornados, en relieve, que decía Conde Alberto Maria Tedesco, y otra más sencilla, lisa, con Sibilla en cursiva y un número de teléfono. De Luca sostuvo en la mano la tarjeta del conde, como para sopesarla, luego la dejó caer con las demás.
– ¿Dónde está la criada? -preguntó.
– ¿Perdón?
– La criada, la asistenta, la mujer… ¿Cómo la llaman?
El hombre bajo lo miró de forma extraña, frunciendo las cejas sobre sus ojillos estrechos.
– No había ninguna criada -dijo.
– ¿En una casa tan limpia y ordenada? ¿Con un hombre solo y soltero, según dicen los documentos? -De Luca se levantó y caminó por la estancia-. A mí me parece incluso demasiado ordenada para una criada por horas, a no ser que acabe de salir. O un criado… Una de las habitaciones será la suya, estarán sus cosas. ¿Hay algo en comisaría sobre este tipo, que ustedes sepan?
– Nada que yo recuerde, y yo lo recuerdo todo. Pero es más probable que tengan algo ustedes… Quiero decir…
– En efecto, tenemos algo, pero es poco. -De Luca se acordó de la tarjeta de cartulina amarilla, Rehinard Vittorio, miembro del Partido Fascista Republicano y nada más. Precisamente por eso lo recordaba-. ¿El médico ya ha llegado? -preguntó.
– Todavía no, pero lo hemos llamado.
– ¿Y el inspector Pugliese?
– Pugliese soy yo.
– Ah.
De Luca se detuvo de nuevo delante del muerto. Lo miró y luego con la punta del zapato corrió el borde de la bata que le cubría las piernas. Albertini se volvió hacia el otro lado. En cambio, Pugliese se acercó, agachándose, con las manos apoyadas en las rodillas.
– ¿Celos? -dijo. De Luca se encogió de hombros.
– Quizás -murmuró-. Aquí ha habido una mujer, y no hace mucho. Yo diría que rubia a juzgar por el color del pintalabios de esa copa… El arma no está, ¿verdad?
– No, de momento no hemos encontrado el puñal o el cuchillo o lo que sea.
– Un abrecartas.
– ¿Un abrecartas? -Pugliese volvió a mirarlo mal.
– Probablemente. Es lo único que falta en el escritorio, que está equipadísimo, y hay sobres abiertos con la fecha de hoy.
De Luca volvió a la mesita y se dejó caer sobre una butaca. Acercó el rostro a la copa manchada de pintalabios y respiró hondo. Olía a alcohol. ¿A esas horas de la mañana? Qué raro. Y la otra estaba vacía. De repente, como le sucedía constantemente desde hacía una semana, lo asaltó una oleada de sueño que le hizo bostezar, siempre en el momento menos oportuno y nunca por la noche, cuando se quedaba mirando la oscuridad del techo o daba vueltas en la cama, a un lado y otro, con los párpados apretados, enredado en la sábana.
– ¿Quién les ha llamado? -preguntó.
– El portero -dijo Pugliese-, que es quien ha descubierto el muerto. Pasaba por aquí delante y ha visto la puerta abierta de par en par, ha entrado y lo ha visto todo. Nos ha llamado su mujer.
Un hombre casi calvo, con unas gafas de montura ligera, entró en la habitación y se detuvo, mirando primero a De Luca y luego a Pugliese, quien asintió con un leve gesto de la cabeza.
– Ahí no hay nada -dijo el hombre calvo-. Sólo el baño y uno de los cuartos están habitados, los demás están vacíos.
– ¿No hay otro dormitorio? No sé, con ropa de mujer en los cajones… cosas de ésas -preguntó De Luca, y Pugliese sonrió cuando el calvo negó con la cabeza.
– Nada, sólo un dormitorio con objetos masculinos, ropa, neceser, zapatos…
– ¿Manchas en la cama?
– ¿Perdón?
– Manchas fisiológicas, en las sábanas.
– ¡Ah, ya…!, no, nada. Todo en orden, la cama también está hecha.
– ¿Pelos en los cepillos?
El calvo miró de reojo a Pugliese, irritado.
– Rubios, lisos y largos como los del señor que está en el suelo.
De Luca asintió, recostándose sobre el respaldo de la butaca. Su cabeza descendió entre los hombros, hundiéndose en el cuello del impermeable. Estiró las piernas, clavó los tacones en el suelo y se habría dormido allí mismo, en una nube de tela blanca sucia de polvo, cortada por la mitad por la camisa negra, con su rostro híspido y rugoso que bajaba lentamente hacia el cuello.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Pugliese-. Tiene mala cara.
– Sufro de insomnio -dijo De Luca en un susurro-, y no sólo eso… Pero no se preocupe, no me duermo, sólo estaba pensando. No nos queda más que escuchar al portero y ver cómo era este Rehinard, a quién solía ver y quién ha entrado esta mañana. Y si tenía criada, porque a mí eso no me convence.
Pugliese asintió enérgicamente.
– Muy bien. ¿Y luego?
De Luca lo miró a los ojos, serio:
– Luego nada. ¿Qué más quiere hacer? Tenemos a un tío más bien acaudalado, miembro del partido y relacionado con Tedesco. Saben quién es Tedesco, ¿verdad? Ministro de Exteriores… Un tío asesinado de una forma que promete ser bastante sucia. ¿Creen que será posible investigar algo? ¿O que le interese a alguien, en los tiempos que corren, con los americanos en Bolonia? Me corto el cuello si nos dejan seguir.
Pugliese sonrió y extendió los brazos mientras De Luca clavaba las manos sobre los brazos de la butaca y de un impulso se ponía en pie, tambaleándose.
– A su disposición -dijo, y lo siguió hacia la puerta, con el sombrero en la mano. Se detuvo delante del ascensor, con el dedo casi en el botón, pero tuvo que apresurarse sobre sus cortas piernas para alcanzar a De Luca, que estaba ya a media escalera.
– ¡Comandante! -jadeó-, ¡ay, mecachis…! ¡Perdone, comisario, es que no hay manera de que me acuerde! Oiga, al portero la placa se la enseño yo, si me lo permite. Si ven la suya se asustan y se callan la boca.
De Luca no contestó. Llegaron a la portería y Pugliese llamó al cristal con los nudillos, pero De Luca abrió la puerta y entró directamente, arrollado por un olor a col y a cerrado que le hizo arrugar la nariz y el estómago. Dentro, sentada en una silla de paja delante de una estufa encendida, había una mujer de cabello blanco con un rosario en las manos. Probablemente demostraba más años de los que tenía.
– Buenos días -dijo De Luca a la vieja, que lo miraba boquiabierta-, estoy buscando al portero.
Pugliese entró en el cuartucho y descorrió una cortina que separaba el resto del piso, donde una cazuela de col hervía en una cocina barata.
– Yo no sé nada -dijo la vieja-. Mi marido no está y yo no sé nada.
– Pero al señor de arriba lo conoce, ¿verdad? -preguntó De Luca. La vieja se encogió de hombros.
– No soy yo quien conoce a todo el mundo -dijo-, es mi marido.
– Así, a simple vista, parecía buena persona, ese señor -dijo Pugliese insinuante. La vieja se volvió de golpe, haciendo tintinear el rosario.
– ¿Buena persona? ¿Con todas las mujeres que recibía a todas las horas del día? Cómo se ve que no conocen ustedes a la gente.
– Qué quiere que pase por recibir a alguna que otra buena chica, hoy en día…