– ¡Hoy en día no hay buenas chicas! Por culpa de la guerra… Esta misma mañana han venido dos… Una era esa rubita, mona, pero que seguro que está loca, tan rara, hija de un conde, decía mi marido. Y la otra era una morenita con gafas, más rara, también… pero yo no sé nada, veo algo de vez en cuando desde aquí, es que soy vieja, y tengo un dolor en las piernas que…
– Vale -la atajó De Luca, más bien brusco, y Pugliese sacudió la cabeza, a sus espaldas-. ¿Ha visto subir a alguien más esta mañana, aparte de las dos mujeres?
– No, a lo mejor mi marido…
– Ya lo hemos oído. ¿Dónde está su marido?
– Ha salido a un recado después de que llegara la policía -y señaló a Pugliese. De Luca lo miró y él se encogió de hombros.
– Ya volverá -dijo.
– Eso espero -dijo De Luca. Se volvió e hizo ademán de salir, pero la vieja lo detuvo poniéndose a hablar de nuevo.
– ¡Un hombre de bien! -dijo con amargura-, ¡con tanta miseria, que el pan ya anda por quince liras el kilo, si es que se encuentra, y él tiraba el dinero! Y a saber de dónde le venía… y encima estaba liado con los alemanes.
– ¿Con los alemanes? -preguntó Pugliese. Lanzó una ojeada a De Luca, que miraba a la vieja.
– Ya lo creo. Me lo dijo mi marido, porque yo no entiendo de eso, pero muchas veces venía un soldado, que era un oficial, y llevaba las solapitas rojas en el cuello con esas… -Trazó dos señales paralelas en el aire con un dedo delgado con la uña en punta, y Pugliese se volvió de lado, con una mueca.
– Anda la osa -dijo-, un SS.
– Mejor -dijo De Luca-, así al menos acabamos antes. Dígame otra cosa… ¿tenía asistenta ese señor? Alguna criada…
– Uy, sí, la Assuntina. -A De Luca se le escapó una media sonrisa cansada-. Del sur, una evacuada. Estaba interna en su casa, aunque yo creo que eso no está nada bien… Pero se fue hace tres días.
De Luca se volvió de nuevo, y esta vez nadie lo detuvo. Salió de la portería junto a Pugliese, que daba saltitos detrás de él, hasta la puerta, en las escaleras de la entrada. En el exterior, una patrulla de la Guardia Nacional detenía a la gente, apuntándolos con sus metralletas. Un hombre de paisano que revisaba todos los documentos hizo un gesto de saludo a De Luca, pero éste no respondió.
– ¿Ahora qué hacemos? -preguntó Pugliese, poniéndose el sombrero. Parecía más bajo con sombrero.
– Vamos a informar al jefe. Le decimos que un tipo equívoco, miembro del partido y amigo de los SS, y también de la hija del conde Tedesco, que entre nosotros es sólo un miembro del cuerpo diplomático de la República y amigo personal del inspector Garziani, ha sido asesinado y castrado no se sabe por quién, con un arma que no está. Ojalá hubiera sido sólo una criada celosa, que además lleva tres días ausente de una casa donde se han hecho las camas esta mañana. Todo esto según el testimonio indirecto de un portero a quien se le ha ocurrido desaparecer para ir a un recado, aunque tuviera a la policía y un crimen en casa. ¿Qué cree que va a decir el jefe?
– ¿Que qué va a decir el jefe de la Policía? -repitió Pugliese, con una sonrisa irónica.
– Lo que voy a decir yo ahora. -De Luca se sacó la placa del impermeable y se la enseñó abierta a un miliciano, que se acercaba con aire amenazador-. Quítate de en medio, chico -dijo-. No nos toques los huevos, déjalo correr.
CAPÍTULO DOS
– ¿Dejarlo correr? Estás loco, De Luca, pero ¿qué dices?
El jefe de la policía se levantó de la butaca y dio la vuelta al escritorio, plantándose delante de De Luca, incómodamente sentado en una silla de madera, tieso como un imputado, con los brazos cruzados sobre el pecho y mirando al suelo.
– A ver, ha habido un delito, un delito gordo, y nosotros no podemos dejarlo correr… Has hecho tanto por pasarte a la comisaría y ahora me vienes con estas chorradas… ¿Pero qué bicho te ha picado?
De Luca no dijo nada, siguió con los ojos clavados en el suelo. Detrás de él, apoltronado, con la pierna sobre el brazo de la butaca y una bota reluciente balanceándose abandonada, estaba el secretario del Partido Fascista, Vitali, que lo miraba en silencio con una sonrisa prieta en sus finos labios. El jefe volvió detrás del escritorio, pero no se sentó, permaneció en pie, imponente, con las manos metidas en los bolsillos del chaleco, sobre la curva de su tripa redonda, bajo el mentón guerrero del Duce que colgaba de la pared.
– Si tienes algún miedo -dijo, paternal-, si alguien te ha presionado o está intrigando para que la justicia quede en la sombra, nuestro deber es justamente…
– Es la firme voluntad del Duce -lo interrumpió Vitali, sin levantarse-, y nuestra también, por supuesto, que la policía desempeñe su trabajo sin obstáculos en lo que le competa. Que arreste a los ladrones y a los asesinos y que el pueblo italiano sepa que en la Italia fascista la ley, aun en tiempos difíciles, es siempre la ley. Aquí no pasa como en el sur, donde los negros y los badogliani [4] son los que cortan el bacalao… ¡Un caso tan importante como éste tiene que servir para demostrar a la gente que la policía está, y que vigila!
El jefe hizo un gesto con la mano, cabeceando gravemente, como diciendo que aquellas palabras también eran suyas. Se sentó en la butaca, que crujió bajo su peso.
– A ver si lo entiendo -dijo De Luca-, ¿qué quieren que haga?
El jefe sonrió:
– Eres uno de los mejores investigadores de la policía, lo eras antes de irte a la Muti y lo eres también ahora… Investiga, descubre al asesino.
– De forma confidencial, naturalmente…
– En absoluto, comisario -Vitali se levantó con un crujido de su uniforme y sus botas gimieron a espaldas de De Luca-, en absoluto. Tendrá usted amplia publicidad en los periódicos y todos los medios a su disposición… y todo el apoyo del partido.
Dio la vuelta también él alrededor del escritorio y se detuvo junto al jefe. Era un hombre menudo, de aspecto nervioso, con el cabello azabache alisado hacia atrás con brillantina. De Luca los miró largamente, en silencio, luego asintió.
– De acuerdo -dijo-, descubro quién ha matado a Rehinard. ¿Y luego?
– Luego lo arrestas. Le pones las esposas y lo llevas a la cárcel… es tu trabajo, ¿no?
– ¿Aunque sea un conde?
– Aunque sea un conde.
– ¿Aunque sea alemán?
Vitali hizo una mueca, estirando los finos labios:
– A un alemán no, por supuesto… pero eso es evidente.
– Es evidente… -el jefe hizo de eco-. Pero ahora basta de charlas y ponte manos a la obra. Te ocupas solamente de este caso y tienes un coche en dotación, con todos los hombres que quieras… el Federal ha puesto la Milicia a disposición para ayudar en lo que haga falta.
Vitali hizo chocar los tacones novísimos con un chasquido sonoro, inclinó la cabeza y luego se quedó rígido.
– ¡Comisario De Luca! -gritó-, ¡la Italia fascista tiene los ojos puestos en usted! ¡Saludo al Duce!
Albertini estaba quieto delante de la puerta del edificio, en la calle, y abrió mucho los ojos cuando vio a De Luca llegar en coche, seguido por un camión lleno de hombres de la Milicia, que se detuvo con un chirrido metálico de frenos, subiéndose a la acera. De Luca bajó e hizo un gesto a un militar graduado, que se acercó corriendo.
– ¿Ya ha llegado el médico? -preguntó a Albertini.
– Ya ha llegado y ya se ha ido. Ha hablado con el inspector.
– Bien. ¿Ha aparecido el abrecartas?
– ¿El abrecartas? Ah, el arma del delito… No, ni rastro. Perdone, comisario, pero ¿quiénes son éstos?
– Están aquí para ayudarnos -dijo De Luca-, máxima colaboración. -Le señaló la puerta al sargento-. Revuélvanlo todo y tráiganme esa arma, y si no la encuentran en la casa busquen por la calle. La quiero para esta tarde. ¿Pugliese todavía está arriba?