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– Pues no… Le esperaba aquí fuera para decírselo: Pugliese le espera en la Rosina.

– ¿La Rosina?

Albertini sonrió:

– Es un mesón, justo aquí delante, aquel… Venga, que le acompaño.

Cruzaron la calle y entraron en un mesón, apartando una cortina de cañas de pinta grasienta. Dentro había pocas mesas, cubiertas por un mantel a cuadros, una barra cromada y un terrible olor a frito. Todas las mesas estaban ocupadas y en un rincón se encontraba Pugliese, delante de una copa de vino tinto. Se levantó al ver a De Luca, le apartó una silla y sirvió vino en una copa vacía.

– Venga, comisario, le estaba esperando.

– ¿Se puede saber qué hace aquí? -preguntó De Luca, duro.

– Es mediodía, y para trabajar habrá que comer, ¿no? Aquí se come bien, es barato y hasta funciona el teléfono… Hágame caso, comisario, que llevo en esto siete años y he hecho todo el trabajo desde aquí.

De Luca vaciló, luego encogió los hombros y se sentó.

– No es el método que prefiero -murmuró, mientras Pugliese empujaba la copa hacia él.

– Yo me lo conozco a usté -dijo Pugliese, e hizo ademán a Albertini de que se sentara-, usté es de los que no se relajan nunca, siempre nervioso… Me recuerda al pobre comisario Lenzi, buenazo, eficiente, ¡pero con una úlcera…!

De Luca tomó la copa, mirando el vino oscuro que teñía el vidrio.

– ¿Y qué le pasó? A ese Lenzi, digo, ¿murió de úlcera?

Pugliese suspiró e hizo un gesto a una chica para que llevara una copa a Albertini:

– Era un hombre poco claro -dijo-, buenazo pero poco claro… Después del 8 de septiembre cometió algún error y acabó en el paredón. Los alemanes.

De Luca cabeceó.

– Comprendo -dijo, bajito-, pero no creo ser como él. Yo soy policía.

Llegó la chica con una copa y Albertini se volvió para mirarle el trasero mientras se alejaba. Pugliese incluso se estiró.

– Éste es otro de los motivos por los que me gusta venir a la Rosina -dijo, pero De Luca parecía pensar en otra cosa.

– ¿Ha vuelto el portero? -preguntó. Albertini sacudió la cabeza.

– No ha aparecido -dijo-, y su mujer empieza a preocuparse. Dice que desde que se casaron ha dejado de volver a comer sólo la vez que lo llamaron, después de la batalla de Caporetto.

– Hay que mandar que lo busquen.

Pugliese frunció el entrecejo.

– ¿Por qué? ¿Qué le ha dicho el jefe?

– Que encontremos a quien ha matado a Rehinard.

– Qué raro.

– Son gajes del oficio.

– Ya, pero… quería decir… ¡Joer, comisario, que ya sabe lo que quiero decir!

– Lo sé, y es verdad que es raro. Y yo creo que también es peligroso. Quieren algo que distraiga a la gente, pero no me fío de esa sabandija de Vitali. Hasta tenemos la atención de la prensa.

– ¡Su padre, nuestro nombre en los periódicos! Mira qué bonito…

La chica volvió con dos platos de espaguetis, puso uno delante de De Luca y otro se lo tendió a Pugliese, luego se alejó arrastrando las zapatillas, seguida por la mirada de Albertini.

– He pedido también para usté, comisario, si no lo quiere lo devuelvo.

De Luca sacudió la cabeza. No había desayunado, pero como siempre cuando se sentaba a la mesa se le pasaba el hambre, como el sueño por la noche, para volver en el momento más inoportuno. En ese momento sentía náuseas. Cogió el plato y se lo pasó a Albertini, que se lo agradeció con una inclinación, luego se quitó el impermeable y lo dejó en una silla cercana, con cuidado, pues llevaba la pistola en el bolsillo. Bebió un sorbo de vino tinto y aguardó con una mueca a que se manifestara el ardor de estómago y luego, obstinado, bebió otro.

– Hay que mandar que busquen al portero -dijo. Pugliese suspiró enrollando con el tenedor una enorme maraña de espaguetis.

– Qué malas costumbres tiene usté, comisario.

– Es raro que haya desaparecido así -continuó De Luca-, no me gusta. Y también hay que buscar a la criadita. Y hay que ir al Partido Fascista Republicano a recoger toda la información sobre el tal Rehinard.

A Albertini se le escapó una sonrisa, que ocultó detrás de la servilleta.

– ¿Va usted, comisario? Es que si voy yo a preguntar ciertas cosas me echan a patadas…

– Tenemos carta blanca, ¿no? Máxima colaboración, lo ha dicho Vitali… Y si no colaboran, tanto mejor, así acabamos antes. ¿Qué ha dicho el médico?

Pugliese levantó una mirada suplicante a De Luca, que estaba bebiendo otro sorbo de vino, con los ojos cerrados.

– ¿Lo quiere saber ahora mismo? Está bien… Tras un primer examen, a ojo de buen cubero, Rehinard ha muerto por un golpe de arma blanca en el corazón, bastante preciso, que lo ha matado en el acto. El segundo golpe, en la ingle, se realizó después, y era superfluo. Habrá muerto no hace más de cuatro o cinco horas, a lo largo de la mañana… El doctor Martini acierta siempre en esto de la hora. En fin, en un par de días podrá decirle más. Pero ¿por qué no come algo en lugar de beber tanto vino en ayunas? ¿Prefiere los espaguetis sin tomate?

De Luca levantó una mano, mirando fijamente el vaso.

– En cuanto acabes -le dijo a Albertini-, corre al partido y pregunta por Rehinard, petición del comisario De Luca, por orden de Vitali. Luego llama a la comisaría y pon una orden de busca y captura para… ¿cómo se llama el portero?

– Galimberti, Oreste Galimberti.

– Para ése, oficinas de policía, comisarías, Guardia Nacional, Política, todo, hasta la Muti.

Albertini apuró la copa, echó un último vistazo al trasero de la chica que pasaba y salió.

– ¿En quién podemos confiar del equipo? -preguntó De Luca al cabo de poco. Pugliese le sirvió más vino, pues le tendía la copa.

– En todo el mundo -dijo-, son todos buenos chicos y patriotas sinceros.

– No me refería a eso. Me huele a chamusquina, Pugliese…

– Bueno, si se refiere a chicos espabilados y discretos entonces en Albertini, aunque es un poco cabeza loca, e Ingangaro, el calvo de esta mañana. Y también Marcon, el que estaba de guardia, no es muy espabilado pero sabe hacer bien su trabajo.

– Bien. -De Luca miró la sombra rojiza que teñía la copa por donde había bebido-. Encargad la criada a Ingangaro, que controle a los evacuados y que se dé una vuelta por los pisos del edificio, que pregunte por Rehinard.

– Muy bien. ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos nosotros? ¿Nos tomamos un café café?

– Eso por descontado. Luego llamamos a Tedesco para pedirle una cita para hoy… Un momento, ¿cómo van a tener café de verdad en este sitio?

– La leche, comisario, ¿es que no descansa nunca? Acábese el vino y déjeme a mí, no se preocupe…

CAPÍTULO TRES

– ¿Sí?

– Comisario De Luca e inspector Pugliese, policía. Tenemos una cita con el conde.

– Un momento.

La mujer retiró la cabeza y cerró la puerta. De Luca se ciñó el impermeable al cuello y levantó la cabeza para mirar la fachada silenciosa del palacio que se alzaba ante ellos. Al cabo de un instante la puerta se abrió, dando paso a un hombre anciano.

– ¿Sí?

– Comisario De Luca e inspector Pugliese, policía. Querríamos ver al conde, tenemos una cita.

El hombre abrió la puerta y se apartó para dejarles paso. Entraron en un salón enorme, con una gran escalera, pero de repente el hombre anciano dijo «un momento» y desapareció. De Luca apretó los dientes.

– Ahora empiezo a cabrearme en serio -murmuró, y Pugliese sonrió. Se quedaron esperando inmersos en la penumbra conventual, un minuto, dos minutos, casi tres, luego el ruido seco de pasos lejanos resonó en el silencio total, casi absurdo, del palacio, y un joven sacerdote salió por una puerta del salón. Parecía realmente un convento. El sacerdote se acercó rápidamente, con la sotana ondeando en torno a los tobillos, sobre los zapatos negros de charol. -¿Sí?