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– Policía. Comisario De Luca e inspector Pugliese. Queremos ver al conde.

El sacerdote asintió, como reflexionando, con los ojos bajos. Tenía una barbita corta que enmarcaba su rostro delgado, y unas gafas que no lograban que pareciera viejo.

– Claro, claro… -murmuró, y levantó los ojos hacia De Luca-. ¿Puedo saber el motivo de la visita? Soy don Vincenzo Peroni, secretario particular de su excelencia el conde, que está muy, muy ocupado.

– Tal como he explicado por teléfono -dijo De Luca-, se trata de un homicidio. Un colaborador del conde ha sido asesinado y querríamos información sobre él y sobre la relación que tenían. Se llamaba Vittorio Rehinard.

Don Vincenzo asintió de nuevo, con los ojos bajos. Parecía reflexionar sobre cada palabra que oía.

– El señor Rehinard no colaboraba con su excelencia desde hace quince días y desde hace al menos un mes dejó de frecuentar completamente esta casa. Como sin duda sabrán, el señor Rehinard se encargaba de las relaciones entre el despacho de su excelencia y la Santa Sede. Un colaborador válido, pero en los últimos tiempos se quejaba de problemas de salud y pretendía ponerse a reposo.

– Muy interesante -dijo De Luca; esa voz suave y lenta que se posaba en cada palabra y la empujaba hacia abajo, grave, empezaba a afectarle los nervios-, pero me gustaría oírselo decir al conde.

«Me gustaría… oírselo… decir…». Don Vincenzo asintió a cada palabra.

– Su excelencia siente mucho haberle dado una cita que desgraciadamente no puede respetar. Un asunto imprevisto, sabe, un asunto de Estado… -Y se puso un dedo delante de la boca, cabeceando gravemente. De Luca levantó los ojos al cielo y Pugliese tuvo la certeza de leerle una blasfemia en los labios. Don Vincenzo también lo vio, con sus ojos claros e impasibles.

– ¡Me importan un pito los asuntos imprevistos! -gruñó De Luca, con un p-p-pito que parecía salido de un discurso de Mussolini-. ¡Se trata de una investigación oficial de la comisaría sobre un caso de homicidio! ¡Si el señor conde no quiere hablar con nosotros, mandaré que lo convoquen a la Central mañana por la mañana!

Don Vincenzo se sobresaltó más ahora que por la blasfemia, y dejó de cabecear.

– ¡Usted no sabe lo que dice! ¡A la comisaría! No es posible… pero si insiste veré qué puedo hacer. Quizás su excelencia quiera recibirles… y sepa explicarse mejor que yo.

Dijo las últimas palabras con el tono suave de siempre, pero seguía pareciendo una amenaza. Se volvió con un gesto rápido, la sotana se le enrolló a las piernas, y cuando volvió a caer dio un paso, invitándoles a seguirle. Abrió una puerta y se apartó para dejarles pasar a lo que parecía una biblioteca:

– Si quieren esperar… -dijo, luego cerró la puerta y sus pasos resonaron rápidos por el salón.

– ¡La madre que lo parió! -gruñó De Luca-, ¡yo hago que me lo traigan a comisaría de verdad, con guardias y todo!

– No lo piense más, comisario, ya antes con el sacerdote ese… Acabará usté dando un paso en falso.

– ¡Ojalá! ¡Que me quiten el caso de una vez! ¡No sabes cómo me gustaría, Pugliese!

– No lo piense más… Y mire qué barbaridad.

Pugliese miró a su alrededor, señalando con el sombrero las paredes recubiertas de libros. Era una estancia bastante grande, dividida en dos por un sofá enorme, colocado de espaldas. La luz que entraba por una ventana cerrada con una cortina pesada era escasa. Pugliese se acercó a los libros, entornando los ojos para leer los títulos:

– Qué alegres… -dijo-, Educación a la muerte, El martirio de San Sebastián, Mística de la cruz… mire ese cuadro… ¡Jesús!

Pugliese retrocedió de un salto hacia la librería, y dejó caer el sombrero de las manos. Ahora miraba el sofá, y De Luca se adelantó, para rodearlo y quedarse clavado también él, boquiabierto. En el sofá, sentada inmóvil, con los ojos entornados y las piernas cruzadas, había una joven. Tenía los brazos abandonados a los costados, con las palmas de las manos hacia arriba, y el corto vestido se le había quedado por encima de las rodillas. Era rubia, con el cabello corto a lo paje y flequillo, muy mona, menuda, pálida. Le faltaba un zapato. Por un momento, De Luca le miró el pecho para ver si respiraba, luego lo vio moverse, lento. Pensó que dormía, pero ella abrió los labios.

– Me están molestando -murmuró.

– ¿Perdón? -dijo Pugliese.

– Me molestan. Déjenme sola, por favor, váyanse.

De Luca se acercó inclinándose hacia delante para ver aquellos ojos ocultos tras los párpados entornados, un poco saltones, y advirtió los labios rojos, de un rojo intenso. Como el de la copa.

– Estamos esperando al señor conde -dijo-, nos han traído aquí y no sabíamos que hubiera nadie. Es que…

La joven abrió los ojos, miró a De Luca y luego giró la cabeza de lado, sin moverse, hacia Pugliese. Tenía los ojos verdes, de un verde opaco, y una mirada extraña, suave, como si se acabara de despertar o empezara a emborracharse.

– Me gusta estar sentada en penumbra -dijo-, sola, y pensar. Me relaja y casi me duermo. ¿Ustedes no lo hacen nunca?

– Uy, ya lo creo -dijo Pugliese, tras mirar de reojo a De Luca-, muy a menudo. Es un buen pasatiempo.

– Siéntense a mi lado, por favor. -La chica dio una palmada en el pesado terciopelo del sofá-. ¿Dónde está mi zapato?

Pugliese miró a su alrededor y vio la punta de un zapato negro que asomaba por debajo de la cortina. Lo cogió y se sentó, un poco apurado, pero ella se lo arrebató y lo mantuvo en la mano. De Luca se apoyó con los hombros en la campana de la chimenea, delante de ella.

– ¿Es usted Sonia Tedesco, la hija del conde?

– ¿Y usted quién es?

– Comisario De Luca.

– ¿Han venido a arrestarme?

– ¿Ha hecho algo malo? -preguntó Pugliese, y ella se encogió de hombros. Su vestido era negro, muy veraniego y bastante ajustado, le tapaba los brazos pero le dejaba al descubierto cuello y hombros.

– ¿Conoce a Vittorio Rehinard? -preguntó De Luca, y ella levantó la barbilla, para mirarlo por debajo de los párpados entornados.

– Me cae usted mal -le dijo, luego se volvió hacia Pugliese y le tocó la nariz con la punta del dedo, un dedo pequeño con la uña redonda. Pugliese se sonrojó-. Usted en cambio me cae bien. Se lo diré a usted: yo conocía al señor Rehinard.

– ¿Lo conocía desde hace mucho?

– Desde que lo conoció papá.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Quizás cuando vino aquí, el viernes pasado.

– ¿Y esta mañana no ha ido a verle?

– Nunca me levanto antes de mediodía. -Sonia Tedesco estiró una pierna hacia De Luca, tendiéndole el zapato, sin mirarlo-. ¿Quiere ponerme el zapato, por favor? -le preguntó-, tengo frío en el pie.

– Con mucho gusto -dijo De Luca, y suspiró lanzando una ojeada a Pugliese, que sonreía sin contención. Se inclinó y, aguantándola por el tobillo, le puso el zapato, con cierta delicadeza, y entonces ella, rápida, levantó la pierna y lo tocó con la punta, apenas lo rozó, dentro del impermeable, poco más abajo de la cintura, un gesto rapidísimo que Pugliese no notó.

– ¿Cómo es ese Rehinard? -preguntó Pugliese, mientras De Luca, sorprendido y avergonzado, miraba a Sonia, impasible, preguntándose si lo habría hecho aposta.

– Guapo -dijo Sonia-, muy guapo. Pero también muy estúpido. A todo el mundo le gustaba.

– ¿A usted también?

Sonia volvió a encogerse de hombros.

– A todo el mundo le gustaba. Incluso a Valeria.

– ¿Quién es Valeria? -preguntó De Luca, pero en ese momento la puerta de la biblioteca se abrió y entró un hombre alto, de cabello fuerte y despeinado, gris, con un rizo compuesto que le bajaba por la frente fruncida.