El chaparrón se había vuelto estruendoso. Las gotas caían tan juntas e intensas que el espacio inmediato al arco parecía un muro y, al otro lado de la calle, los soportales de Via Galliera ya no se veían. De Luca apretó los labios y se pasó una mano por el rostro. Las gotas que rebotaban bajo el arco le salpicaban el mentón sin afeitar.
– Si yo estuviera en Homicidios -gritó Scala-, me preguntaría por qué ese Matteucci estaba desvalijando la casa de un camarada en vez de estar en la calle pegando carteles contra los comunistas. ¿Usted no se lo preguntaría? Hagamos así: yo hago que destaquen a Bonaga a Roma por un tiempo y mientras tanto usted pregúnteselo, De Luca, pregúnteselo…
Scala le estrechó el brazo, luego levantó los faldones de la chaqueta, encogió la cabeza entre los hombros y desapareció en la lluvia, hacia los soportales de Via Galliera. De Luca se abrió el gabán y escondió debajo el dosier verde, tan empapado que parecía negro, y del que se acordó sólo entonces. Apoyó los hombros en el muro, se abrazó fuertemente, a sí mismo, a su gabán, a sus temblores de frío y de sueño, y a todos aquellos pases de putas, menos uno, y mordiéndose el interior de la boca frunció el entrecejo y se puso a pensar.
16 de abril de 1948 viernes
«Admonición a los dudosos: vota, y vota por Italia». «Dieciséis millones de esclavos en los campos de trabajo soviéticos». «Armas encontradas en el canal del Rin».
«200.000 personas en Nápoles escuchan al camarada Togliatti». «Toda Italia al seminario si sale la Democracia Cristiana: no veréis más a Charlie Chaplin, a Totò ni a Rita Hayworth. Os moriréis de aburrimiento».
«Hoy en el Manzoni: Robert Taylor, Lana Turner en Senda prohibida. Pagando una entrada del cine en la quiniela, podrán ganar uno de los 20.000 premios de consolación».
– A ése lo llaman Abatino precisamente porque se llama así de apellido… Abatino, Antonio Abatino. Y además porque parece de verdad un abad… Ahí está.
La película no era sonora, aparte del ruido del motorcillo del proyector, un zumbido con chasquidos, intenso y quedo, que al cabo de unos minutos se olvidaba. La luz de la sala, en cambio, era excesiva a pesar de las ventanas cerradas, y descoloría el blanco y negro de las imágenes a un gris pálido y uniforme que escocía los ojos.
– No se espere un cine, señor -le había dicho el brigadier Sabatini, mientras bajaba las persianas-, éste es el departamento de informes de la Científica, no una sala equipada.
Ahora el brigadier estaba detrás del proyector zumbón, junto con Marconi, de la Política, que repetía:
– Es ése, ¿lo ve? Detrás de Orlandelli…, su señoría Casa e Iglesia… ¿lo ha visto, señor?
De Luca estaba sentado en un taburete de madera, con los brazos apoyados en las rodillas y el busto tendido hacia delante, hacia la sábana blanca colgada en la pared con cuatro clavos. A su lado, encaramado a un cajón de municiones con la inscripción «U.S. Army» impresa en blanco sobre metal verde, estaba Pugliese. La luz del proyector a sus espaldas los cortaba a mitad, dibujando sus perfiles a los lados de la escena, como un friso ornamental, especular y asimétrico, que enmarcaba los fotogramas. Mudas y silenciosas, con largos barridos lineales que se interrumpían a saltos, de vez en cuando, para estrechar el objetivo, corrían las imágenes de un mitin en Piazza Maggiore. Llovía y el cielo color hierro se confundía con el blanco pastoso de los gabanes, con el gris de los rostros, con el negro desteñido de las chaquetas.
– Dios, qué porquería de película -dijo Pugliese.
Salía un hombre en primer plano, bajo un paraguas, un hombre anciano. Estaba de pie en un pequeño palco de madera, cubierto hasta la mitad del busto por las cajas amplificadoras, y hablaba con un micrófono plano y cuadrado, suspendido en el centro de un círculo de metal. Tenía el cabello blanco y el rostro menudo, delgadísimo; por la boca abierta bajo la sombra cándida del bigotito pegado al labio, las manos cerradas en un puño delante de la cara y su cabeceo rápido, con los ojos cerrados, se veía cómo gritaba con fuerza: un grito mudo, cancelado por el zumbido uniforme del proyector que cubría también los aplausos de la gente, filmada en un barrido lento que iba desde los paraguas que llenaban parte de la plaza hasta los milicianos de la SP con casco en la cabeza y mosquetón al hombro, encuadrados a los pies de las escaleras de San Petronio.
– A fuerza de gritar que los comunistas se comen a los niños -dijo Marconi-, al final a Orlandelli le ha dado un ataque. Dicen que cuando lo encontraron fiambre en su escritorio…
– Nada de comentarios, brigadier -dijo De Luca, fríamente-. No he visto al tal Abatino… ¿se puede volver atrás?
– Ahora sale de nuevo, señor -dijo Sabatini-, la cámara vuelve hacia el palco… ahí, es el del paraguas.
Mirándolo, De Luca pensó que no parecía en absoluto un abad. Vestía un gabán claro, parecido al que llevaba él, y por debajo asomaba un cuello blanco, ceñido por una corbata negra. Era joven, Antonio Abatino, delgado y con la nariz pronunciada, bajo una mata de cabello oscuro peinado hacia atrás. Llevaba gafas, unas gafas de montura ligera y lentes redondas, que se velaron de un blanco impenetrable cuando se volvió hacia el proyector. Llevaba un paraguas con el brazo recto, como una espada, para cubrir a Orlandelli, que seguía gritando. Después la imagen se separó y encuadró hacia abajo, a los pies del palco, un folleto empapado por la lluvia y un sello con un escudo que enmarcaba dos manos estrechándose delante de la silueta de una iglesia. Se entretuvo mucho rato en la inscripción: «Los electores que dan su voto a partidos que profesan doctrinas contrarias a la fe católica cometen pecado mortal».
– Atención, señor…, ahora sale el otro.
El encuadre se amplió para filmar a un grupo de personas que había entrado en la plaza. Eran todos hombres y todos llevaban paraguas, pero cerrados. Algunos iban con un pañuelo rojo al cuello. Uno de ellos, alto y grueso, en mangas de camisa y una gorra con visera, se había puesto bajo el palco, de lado, y agitaba también el puño en un grito mudo. Abatino se había desplazado, girando en torno al señor Orlandelli, como para hacerle de escudo.
– ¿Lo ha visto, Pugliese? -preguntó De Luca.
– Sí, lo he visto.
– No me refiero a Abatino.
– Ni yo, comisario.
Por la esquina de los fotogramas, más borroso que el resto, pero aun así visible, se había asomado un hombre. Había sumergido la cara en el gris más claro del enfoque, mostrando el perfil, el cabello rizado sobre la frente, la nariz torcida, la mandíbula cuadrada. Era el hombre caído del tejado, y antes de volver atrás y desaparecer fuera del encuadre, cortado por la imagen que empezaba a hacerse movida y vacilante, se había acercado a Abatino con un paraguas cerrado en la mano.
– Silvano Matteucci -dijo Marconi-, ex suboficial de la Decima Mas. Antecedentes por altercados, golpes e intento de homicidio. Después de la guerra se dedicaba al mercado negro. Oficialmente, ahora es un ambulante.
– El jefe nos hace filmarlo todo -dijo Sabatini-, desde las peregrinaciones a la Virgen a los mítines del Fronte Popolare. Igualdad de condiciones, dice, así está a bien con todos.
De Luca levantó una mano que brilló iluminada por el haz de luz del proyector.
– Déjennos solos un momento, por favor -dijo, y se inclinó hacia Pugliese, proyectando la sombra negra de su busto sobre los hombres que gritaban silenciosos en la pantalla-. ¿Y usted, inspector? ¿Cómo lo ve?