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Catí e Ivonne hablaron a la vez, casi con la misma nota:

– Contento -dijo Catí.

– Triste -dijo Ivonne.

– Estaba contento, como ha dicho usted…, eufórico.

– No, Catí, estaba triste…, el Ermes estaba desanimadísimo, que te lo digo yo…

– Oiga, comisario, yo nunca he tenido mucha confianza con ese chico, pero llevaba unos días que no paraba de hablar, se volvía en la Vespa, y me daba un miedo…, «mira adelante» le decía, y él «¡a mí qué me importa!», y se ponía a cantar…

– Tengo razón yo, comisario, lo oí bien al Ermes la otra noche… Iba arriba y abajo por el cuarto como un animal enjaulado y de pronto descargó un montón de puñetazos contra la pared. Hasta lo llamé, pero él me mandó a que me dieran por el trasero y luego oí que lloraba. Después nada, pues cuando acabo el turno me tomo el Luminal y duermo como un tronco.

– Entonces quiere decir que antes también dormías… Óigame, comisario, hace unos días, mientras me llevaba a la novena, Ermes me dijo: «Catí, pronto os dejaré, me caso y abro un gimnasio en San Lazzaro», y luego cantó Bandiera Rossa desde aquí hasta San Petronio… ¡Una vergüenza, comisario! Fue el día después de la tormenta…

– La tormenta la soñaste…

– No, es que tú tienes el cuarto delante y con las ventanas cerradas no sabes si llueve o si nieva… Y aunque las tuviera abiertas, señor comisario…, que ella lo llama Luminal, pero en mi casa se llama morfina…

– No, es que a ti el coñac te truena en los oídos y te hace ver relámpagos…

– ¡Eh eh, chicas!

La Armida dio unas palmadas y De Luca volvió a cerrar los ojos. No podía más en aquella cocina estrecha y aquel jaleo ungido de salsa boloñesa y burbujas de cinzano. Hizo un gesto a Pugliese y giró sobre sus talones, saliendo de la estancia. Fuera, en la calle, De Luca liberó los pulmones con un suspiro hondo, que le dejó la cabeza ligera y hueca y le nubló la vista. Luego hundió las manos en los bolsillos del gabán y esperó a que Pugliese lo alcanzara.

– Las llaman casas de líos, ¿no? ¿En qué está pensando?

– Pienso en un tipo que un día está eufórico por una cosa, que le está cambiando la vida y al día siguiente no. ¿Dónde estaba ese día y dónde estuvo al día siguiente? ¿Dónde estuvo el domingo?

– ¿Cómo vamos a saberlo? Ni siquiera sabemos si hubo tormenta o no, el domingo…

– Qué coño importa el tiempo…

«Hoy últimos mítines y, a media noche, todos a cerrar la boca. El domingo y el lunes el servicio de tranvías se adelantará una hora. Tres días de vacaciones retribuidas para todos los trabajadores. Misas anticipadas el día de las elecciones».

Fonograma número 126, a policía de Bolonia, Escuadra de la Buoncostume, de Cuartel de Carabineros de Pieve di Cento (Ferrara). Se informa al funcionario competente que Lisa Bianchi, llamada Lisetta, no se encuentra actualmente con su familia. Otras indagaciones son actualmente imposibles, causa: empleo personal control territorio próximas elecciones políticas…

– ¿De Luca? ¿Oiga? Soy Razzini, de la comisaría de Roma… Oye, colega, es que tengo aquí eso que me pediste sobre la Gilda. Te lo leo, ¿vale?… preguntada, contesta: «No, no noté nada raro con respecto al susodicho Ermes Ricciotti, de cuyo suicidio me he enterado al llegar a Roma. Sin embargo, me gustaría precisar que no noté nada raro en general durante mi permanencia en Bolonia. Firmado…». ¿Cómo que sólo esto? Hijo mío, estamos de elecciones, ya me ha costado lo suyo mandar a un agente…

– ¿Comisario De Luca? Brigadier Mordiglia, Buoncostume de Génova. Le aviso que estamos cortos de personal porque estamos de elecciones y dentro de dos horas habla Togliatti en la plaza… Voy al grano: he interrogado personalmente a la Anitona y le refiero la siguiente declaración: «No noté nada raro con respecto al susodicho Ermes Ricciotti, de cuyo suicidio me he enterado al llegar a Génova. Sin embargo, me gustaría precisar que no noté nada raro en general durante mi permanencia en Bolonia». ¿Es suficiente, comisario? Le dejo porque tengo prisa, le deseo suerte…

– A ver, Fiorina Fabbri, llamada Wanda, señor comisario… Preguntada, responde: «No noté nada raro con respecto al susodicho Ermes Ricciotti, de cuyo suicidio me he enterado…», sí, exacto, al llegar a Palermo. ¿Cómo lo sabe? ¿No se la habré mandado ya? Con todo el trabajo que tenemos…

Fonograma número 138, a comisaría de Bolonia, Escuadra de la Buoncostume, de Cuartel de Carabineros de San Lazzaro. Hemos sabido de su interés con respecto a Lisa Bianchi, llamada Lisetta. Informamos que susodicha Lisa Bianchi ha sido hallada en localidad nuestra jurisdicción…

La Lisetta parecía enteramente una niña, o tal vez lo fuera, menuda, rubia, con el cabello recogido en dos finas trenzas y las costillas salientes en su cuerpo huesudo, como el de una niña, justamente, todavía desnutrida por la guerra. Quizás tuviera también los ojos azules, ojos azules de niña, pero así, abiertos y desorbitados como estaban, De Luca veía sólo lo blanco. Estaba desnuda, aparte de unas medias.

– Ha muerto asfixiada, comisario -dijo Pugliese. Agachado sobre la cama empotrada en la pared, tenía el rostro muy cerca del de Lisetta, como si quisiera besarla-. ¿No habrá muerto sola, para variar?

De Luca miró a su alrededor. El cuarto era pequeñísimo, cuatro paredes desnudas manchadas de moho que contenían un catre, un cajón volcado y una palangana de porcelana esmaltada. Debajo del trípode de metal que sostenía la palangana había un par de sandalias con el tacón de corcho. En la cama, con las piernas que superaban el borde de hierro del somier y los brazos abiertos sobre el colchón desnudo, estaba la Lisetta. Con las puntas de los pies veladas por las medias e inmóviles, rozaba un almohadón manchado de rojo.

– No creo -dijo-, hay carmín en la funda y dudo que haya besado el almohadón. Mire eso, Pugliese.

De Luca indicó el suelo. Contra la pared, en un rincón, había una rasilla rota y medio levantada. Una sola.

– Ni siquiera han necesitado pegarla. Tiene que habérselo dado enseguida, pobre Lisetta, pero no le ha servido de nada.

– ¿Usted qué cree que tenía, comisario? ¿Las fotografías? ¿Y qué coño hay en esas fotografías?

El cuarto de la Lisetta estaba en lo alto de una casa derruida, todavía medio en ruinas por las bombas de la guerra. Se llegaba por una escalera de madera clavada a una galería que había crujido antes, bajo los pasos de Pugliese y de De Luca, y que volvió a crujir en ese momento, bajo los de un carabinero.

– ¿Ha terminado, señor? -dijo, asomándose al cuarto-. No, por nosotros puede quedarse todo el rato que quiera, pero es que dentro de poco pasa por aquí la procesión de la Virgen Peregrina y como los comunistas quieren cortar la calle y ese coche que traen es tan de comisaría…

– Comisario, ¿qué coño había en esas fotografías? -repitió Pugliese, volviéndose sobre el asiento trasero-. ¿De Gasperi cenando con Stalin?

Habían dejado a Sabatini al volante, por si acaso, y De Luca se había sentado detrás, hundido contra el respaldo acolchado del Fiat Millecento negro. Había dejado de morderse la parte interior de la mejilla porque la carretera que llevaba de San Lazzaro a Bolonia, aunque estaba asfaltada, tenía grandes socavones que ya le habían hecho sentir entre los dientes el sabor dulzón de la sangre.

– Habría que saber dónde se sacaron. ¿Dónde estaba Piras el día que se le resolvió la vida a Ricciotti?

– El día de la tormenta.

– Lo suyo es obsesión. Olvídese de la tormenta. ¿Dónde estaban Ricciotti y Piras? ¿En un mitin? ¿En un enfrentamiento en alguna plaza? ¿Cenando con De Gasperi y Stalin, como dice usted? ¿Qué sabemos de esa gente? Volvamos a comisaría para ver las fichas de Marconi… ¿Pero qué está pasando ahí?