Выбрать главу

Sabatini había frenado y avanzaba lentamente: más adelante había un grupo de personas junto a un carro, y un hombre con un bieldo volcaba balas de heno a la carretera. Otro se separó del grupo, montó en una motocicleta y se acercó al coche.

– Ya hablo yo -dijo Sabatini, bajando la ventanilla. El hombre en motocicleta se detuvo delante del coche y se asomó sobre el manillar para mirar al interior. Quizás reconoció a Sabatini, porque asintió antes de decir nada y se giró sobre el sillín.

– Dejad pasar -gritó-, son camaradas. -Y saludó con el puño cerrado.

Sabatini sacó el brazo por la ventanilla abierta y hasta Pugliese levantó la izquierda, doblando el puño cerca de la cara. De Luca, rebotando sobre la paja que todavía no estaba esparcida, se volvió a herir la boca por dentro. Le pareció que uno de los hombres de detrás del carro tenía algo que le asomaba por encima del hombro, como la punta negra de un mosquetón. Pero se volvió hacia el otro lado, por si acaso, y fingió no haberse dado cuenta.

«Disparos de metralleta contra un avión del Blocco Nazionale». «A propósito de la prohibición de celebrar mítines en las fábricas».

«Las cláusulas del plan Marshall impedirán toda reforma social».

«Mañana en el Eliseo: Spencer Tracy y Mickey Rooney en La ciudad de los muchachos».

– Aquí están las fichas, comisario… Marconi no quería dármelas, pero luego ha llamado a Scala y todo se ha arreglado. Ermes Ricciotti, nacido en San Lazzaro, provincia de Bolonia, en 1928. Hijo de obreros comunistas muertos durante un bombardeo. De 1946 a 1947 es arrestado y denunciado varias veces por hurto, altercado con agravante, receptación y ultraje. Desde enero del 48 señalado a la Buoncostume y a la Escuadra Política como empleado en la casa de Via delle Oche, número 16, etcétera etcétera. La Política lo señala como simpatizante comunista, y de hecho aquí hay un montón de comunicados sobre su actividad como boxeador aficionado, sobre su petición denegada de un carné de partisano, pero nada sobre el hecho de que frecuentara el estudio fotográfico Piras de Via Marconi, 33. ¿No es un poco raro, comisario…?

– Vamos con Piras, comisario… Osvaldo Piras, antes Gavino, nace en Sassari en 1902. En el 25 emigra al continente, primero a Roma y luego a Bolonia, donde trabaja en el estudio fotográfico de un tío. Su tío es antifascista y en el 26 acaba entre rejas, entonces el sobrino lo releva en el estudio fotográfico. En el 29 la Milicia lo arresta también a él, pero lo sueltan enseguida. Hay una nota a lápiz, firmada por el comisario jefe de Bolonia D’Andrea, que dice que a partir de entonces todos los informes sobre Osvaldo Piras había que pasarlos a la policía secreta fascista, la OVRA. Nada más hasta 1947, cuando Piras se afilia al PC, y aquí hay otro apunte a lápiz, sin firmar esta vez, que dice que hay que dirigirse al jefe de la Política. Y ¿sabe quién era el jefe de la Política en el 47? D’Ambrogio. ¿No resulta raro, comisario?

– Mire, comisario, el tal Silvano Matteucci era un cabronazo. Después de la guerra lo querían fusilar, pero él se salvó entregándose a los aliados. En el 45 le cayeron doce años, conmutados a seis en apelación y luego amnistiados. Oficialmente es vendedor ambulante, pero según la Política hacía de matón para quien lo llamara, ya fueran los socialistas del MSI como los populares del Uomo Qualunque. Aquí no pone que trabaje para Abatino, pero ¿quiere saber qué hay en la ficha de Abatino? Pues nada: sólo una línea, debajo de los datos personales pone: «Simpatiza con los partidos del orden». ¿No resulta raro, comisario?

«La libertad pisoteada: ocho engrudadores del Blocco Nazionale bestialmente agredidos por los comunistas en Imola».

«Un joven de Azione Catolica intenta matar a un camarada. El agresor confiesa: quería suprimirlo porque es comunista».

El muchacho accionó la palanca del acelerador y la Vespa Lambretta lanzó un rugido ahogado y crepitante, como un golpe de tos. Luego pareció apagarse, mientras el muchacho se ponía en pie sobre el estribo, curvado sobre el manillar como un ciclista en una cuesta arriba, insistiendo con la palanca hasta que el rugido se hizo constante, un gruñido molesto, con algún que otro hipido de vez en cuando.

Antonio Abatino asintió, haciéndose pantalla con la boca por el humo que estaba invadiendo el garaje.

– Vale -dijo-, pero ¿podrá con todo?

Enganchado a la Lambretta había un carrito con una silueta de madera plantada en medio. Era un blanco en forma de busto con el rostro de Garibaldi separado del cuerpo y pegado como a una máscara y a un brazo móvil, que se movía sobre un eje. A cada movimiento del carro, el brazo subía y bajaba, descubriendo detrás de la de Garibaldi la cabeza de Stalin con el gorro de la estrella roja. «Cuidado con el fraude», decía un cartel a un lado del carrito, escrito con una grafía expresamente infantil que a De Luca, quieto en la puerta junto a Pugliese, le recordó a la de sus libros de escuela.

– ¿Antonio Abatino? -dijo De Luca, y repitió-. ¿Antonio Abatino? -Pues el ruido de la Lambretta le tapaba la voz-. Vicecomisario De Luca e inspector Pugliese, policía.

Abatino se volvió lentamente, al cabo de unos segundos, como si hubiera tenido que decidir si hacerlo o no. Miró primero a De Luca y después a Pugliese, sin apenas mover la cabeza, con el cuello rígido. Por el reflejo del sol en la puerta del garaje, las gafas se volvieron a velar, como en la película.

– ¿Apagamos esa moto? -propuso Pugliese. Abatino negó con la cabeza, con el cuello tieso.

– Mejor que no -dijo-, tiene que calentarse el motor. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

– ¿Qué es esto? -preguntó De Luca, levantando un dedo y girándolo en el aire. El humo de la Lambretta empezaba a notarse, molesto, con un olor ácido de mezcla. Abatino se quedó impasible, a no ser por una leve contracción de la comisura de los labios. Tenía dos arrugas profundas que le surcaban el rostro delgado a los lados de la nariz y los labios y, por un momento, una se curvó un poco.

– Es la sede del Comité Cívico, y yo soy el secretario. Via del Porto, 18.

– ¿No hay un sitio más cómodo donde podamos hablar? -preguntó De Luca, e iba a dar un paso adelante, pero Abatino no se movió, quieto casi en la puerta, con los brazos a los costados de la chaqueta negra, abotonada hasta abajo, y las piernas largas y rectas en los pantalones con raya, que le caían a pico hasta la vuelta. Solamente el nudo de la corbata estaba un poco deshecho y, bien mirado, De Luca se dio cuenta de que Abatino tenía los hombros un poco curvados, y el cuello rígido levemente inclinado hacia delante.

– Ésta es la segunda vez que nos tienen en la puerta intoxicándonos con porquerías -dijo Pugliese-, primero esa puta de Via delle Oche y ahora aquí. Es la pura verdad que la policía ya no cuenta nada…

La arruga de Abatino se contrajo más, justo en correspondencia con la comisura del labio. De Luca lo advirtió justo a tiempo.

– Hoy tenemos mucho trabajo -dijo Abatino-. Si se trata de algo breve estoy dispuesto a contestar a vuestras preguntas, aquí, enseguida. Si hace falta más tiempo, mañana por la mañana iré yo a comisaría. Con mi abogado, por supuesto.

– Tenemos razones para creer -dijo De Luca, bruscamente- que uno de sus hombres ha matado a un fotógrafo llamado Piras.

– ¿Qué quiere decir con uno de mis hombres?

– Uno que trabaja con usted… para el Comité Cívico, me imagino.

– ¿Su nombre?

– Silvano Matteucci.

– Nunca ha formado parte del Comité Cívico.

– Pero lo conoce.

– Nunca lo he oído nombrar.

– Existe una película de la policía donde se les ve juntos en el palco de un mitin, en Piazza Maggiore.