– ¿Le importa que me quite los zapatos? -dijo-. Tiene razón, me he acostumbrado a las pantuflas.
– Está en su casa.
– Sí… Y usted también, por lo visto.
Se agachó para bajar la cinta que le ceñía los talones y se quitó las sandalias de tacón de corcho, alejándolas de una patada. El vestido rosa, corto hasta la rodilla, se le había levantado por las piernas desnudas y la Tripolina se lo alisó sobre las caderas, mientras De Luca la miraba.
– ¿Por qué todas tus chicas cuentan lo mismo? ¿Quién les ha cerrado la boca?
La Tripolina abrió el bolso y sacó una bolsa de plástico, velada de oscuro. Le dio vueltas en las manos, ruidosamente, mientras De Luca seguía mirándola.
– ¿Qué tienes tú que ver con todo esto?
– ¿Sabe dónde me gasto el poco dinero que tengo, comisario? -dijo la Tripolina, dando un paso hacia el sofá-. La ropa me la hago yo, porque de joven trabajé en una revista y aprendí el oficio de costurera. Pero tengo que comprarme las medias.
– ¿Qué tienes tú que ver con todo esto?
La Tripolina abrió la bolsa y lanzó a De Luca una mirada seria, que se le quedó fija en la cara, insistente. Dijo bajito:
– ¿Le importa si me las pruebo? -y se subió el vestido por los muslos, levantó una pierna y apoyó un pie en el sofá, entre las piernas de De Luca.
– No, no… un momento, Tripolina -dijo De Luca, rígido-. Aclaremos las cosas… Estoy aquí para hacer preguntas, no para consumir. Preguntas, Tripolina. ¿Has oído hablar de un tal Abatino?
La Tripolina adelantó el pie, tan bruscamente y tan cerca de los pantalones de De Luca que él, instintivamente, dio un salto. Ella había enrollado una media en una pequeña rosca negra y juntó los dedos del pie para ponérsela, rozándolo de nuevo. Hizo correr el nailon oscuro por toda la pierna, luego lo alisó con las manos, levantando el pie sobre la punta y doblando la pierna de lado para seguir la raya con los dedos, desde el refuerzo del talón hasta el muslo, y lo sostuvo con las dos manos, pues no tenía liga.
– ¿Es verdad que llevas un año sin tocar a una mujer? -murmuró.
De Luca no respondió y permaneció inmóvil, mirándola, rígido contra el respaldo, con los brazos abiertos en cruz. La miró mientras se quitaba una horquilla del cabello, la abría con los dientes y prendía la media a la puntilla de la braguita, que asomaba bajo el vestido. La miró mientras recogía las sandalias y se alejaba hacia la escalinata, con una pierna desnuda y la otra no, sacudiendo la cabeza para soltarse el cabello por la espalda. En el primer peldaño, con la mano sobre la barandilla y las sandalias colgadas de los dedos, el cabello todavía medio recogido en la nuca y el vestido que se le había quedado levantado mostrando un trozo oscuro de muslo, la Tripolina se volvió hacia De Luca y señaló hacia lo alto de las escaleras con un gesto de la cabeza propio de una puta. De Luca suspiró, separó los brazos del respaldo y se levantó mientras ella, ya a mitad de las escaleras, se detenía un momento, para esperarlo.
Se despertó sobresaltado, por un tirón violento que lo hizo saltar y, por un instante, se quedó con la boca abierta, parpadeando en la oscuridad y preguntándose dónde estaba. El chirrido metálico de los muelles y el crujido del cajón le hicieron entender que se encontraba en una cama y que había dormido. La Tripolina resollaba a su lado al borde de la cama, y se acordó de que había dormido en Via dell’Orso.
– Perdona -dijo ella-, me has asustado. No estoy acostumbrada a tener a nadie en la cama.
De Luca la miró y ella apretó los párpados con dureza:
– Quería decir que no estoy acostumbrada a dormir con nadie en la cama. Se van antes.
– Ya te había entendido -dijo De Luca-. No pensaba en eso.
El cuarto estaba en penumbra. El alba se filtraba por las contraventanas entornadas aclarando el cuarto y dibujando sombras brillantes y relieves sobre la silueta de la Tripolina. Estaba guapa, pensó De Luca.
– Estás guapa -le dijo, y ella sonrió. Se deslizó por la cama, a su lado, y sintió su piel contra el costado, cálida y un poco húmeda de sudor. Ella apoyó la frente en su mejilla y la apretó, con el brazo cruzado sobre el pecho y la mano entre el cabello, para trenzar los dedos entre sus mechones despeinados por el sueño.
– Oye… -a De Luca le supuso un pequeño esfuerzo recordar su nombre, su nombre de verdad-, oye, Claudia… -y su verdadero nombre le hizo apretar un poco más fuerte la frente contra la mejilla de De Luca-, oye, Claudia… cómo es que… quiero decir, por qué…
La Tripolina levantó la cabeza por un momento, luego volvió donde estaba antes, pero un poco más arriba de la almohada, con los labios muy cerca de los de De Luca, que sintió en su boca el aliento cálido de su respiración.
– Perdón -dijo-, es una pregunta estúpida.
– No -dijo la Tripolina-, es que no me la esperaba. Es una pregunta de «hablante». En la cama, en los prostíbulos, están los «cariñosos» que quieren mimos como de su mujer, los «especiales» que quieren hacer cosas raras, los que se enamoran y los «hablantes», que al acabar quieren hablar. No me parecías de ésos.
– Soy curioso por naturaleza -dijo De Luca-. Pero es igual, déjalo, es que…
– Cuando era muy joven era corista en la revista… o sea, era bailarina de fila. Pero prometía. Bailé con Wanda Osiris, sin embargo me echaron muy pronto porque me encontraron en la cama con el empresario de la troupe, que era su novio. Lo hice porque me había prometido un regalo. Es posible que estuviera en mi naturaleza ser puta. Pero no importa… Si las cosas me van bien, un día tendré un burdel como el Chabanis de París y entonces le daré recuerdos a la Osiris de tu parte. ¿Y tú por qué eres policía?
– Quizás porque estuviera en mi naturaleza serlo. Soy curioso. Por eso quiero saber qué tienes tú que ver con…
La Tripolina sacó los dedos del cabello de De Luca y se los puso en los labios. Le susurró:
– He estado en todos los burdeles de Italia, hasta en los buenos, donde se aprende -le pasó los dedos por la boca, por los ojos, por el cuello-, sé hacer de todo, hago de todo, lo que quieras… -por el pecho, los músculos del estómago, que se contrajeron bajo su aliento cálido, y todavía más abajo.
– Tripolina… Claudia… espera -murmuró De Luca, luego cerró los ojos, apretando los dientes con un gemido cuando sintió sus labios, su lengua rápida, sus dientes. Levantó la cabeza y alargó los brazos, tocándole la espalda desnuda, brillante por los reflejos del alba, y de un salto llegó a sus hombros y le tocó el cabello.
– Claudia, por favor, espera, Claudia… ¡Por Dios, Tripolina! ¡No puedes hacer esto cada vez que voy a preguntarte algo!
La Tripolina levantó la cabeza y se volvió hacia De Luca. Tenía el cabello en la frente, húmedo de sudor, y el rostro en sombra, de rodillas en la cama, fuera del rayo de la ventana. Pero se veía que tenía los ojos entornados y los labios apretados.
– ¿Por qué? -bisbiseó-, ¿por qué no? Siempre lo he hecho. Déjame en paz, déjame tranquila y podrás hacer lo que quieras, cuando quieras, conmigo, con mis chicas…
– Entonces sí que tienes que ver con esto.
La Tripolina había vuelto a bajar la cabeza, apoyando una mano en el pecho de De Luca, pero la volvió a levantar, cerrando el puño. Lo habría arañado si no hubiera tenido las uñas cortas.
– Dime qué hay debajo. Si tienes miedo de algo me ocupo yo… yo te protejo, Claudia.
– ¿Tú me proteges? -La Tripolina esbozó una sonrisa dura, que le devolvió las arrugas a las comisuras de los labios-. No eres tan fuerte, comisario, ninguno de los dos lo somos. Tú no eres más que un policía y yo no soy más que una puta. Además, yo me protejo sola desde los veinte años. Ya te he hecho mi propuesta. Sabes lo que te espera, lo viste anoche… y te gustó. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo, comisario?