De Luca suspiró y se incorporó de la cama. Sacó las piernas y apoyó los codos en las rodillas, pasándose los dedos por el cabello. No sabía qué decir, así que no dijo nada y empezó a vestirse, en silencio. Había oído que la Tripolina se movía, detrás, como si hubiera bajado de la cama, pero no tuvo el valor de volverse. Se sentía apurado y cansado, irremediablemente cansado. Cuando se ató los zapatos, sentado todavía en el borde de la cama, pensó por un instante dejarse caer hacia atrás, sobre la sábana que todavía debía de estar arrugada y cálida. Pero sacudió la cabeza y se levantó de un salto; sólo entonces se volvió a mirarla: la Tripolina estaba de pie junto a la cama, desnuda, y la piel oscura parecía brillar en medio de las cuchillas de luz polvorienta que entraban por la ventana. Lo miraba con sus ojos duros, a medio camino entre un cínico conformismo y unos trémulos deseos de llorar.
– Adiós, Tripolina -dijo, y salió del cuarto.
Había llegado casi al fondo de la escalinata, cuando ella se asomó a la barandilla y, gritando «oca muerta, inútil, impotente», le arrojó la almohada y le siguió gritando hasta que él salió por la puerta.
17 de abril de 1948 sábado
«Si las elecciones no se realizan según lo previsto, se suspenderán». «Los comunistas impiden la fijación de un cartel». «Más armas en la provincia de Reggio».
«250.000 romanos en el mitin de Lizzardi y Togliatti, el Fronte Democratico vence. Viva la victoria del pueblo».
«Mañana, votaciones. Hoy acaba el plazo para jugar a la quiniela que puede cambiar vuestro destino».
Llegó a la comisaría cojeando porque había dado un puntapié a una piedra por el camino y se había hecho daño. A los pies de la escalera, bajo el arco del portal, todavía estaba el vigilante nocturno, que lo saludó lento, con los ojos muy abiertos por el sueño y la mano pesada, pegada a la visera. De Luca no respondió, subió derecho a su despacho haciendo resonar sus pasos por el pasillo vacío, pasos asimétricos, de cojo. Se sentó en la butaca giratoria, aferrándose al borde de la mesa para ahogar el chirrido, y se abandonó contra el respaldo, inmerso en un silencio casi absoluto. Cerró los ojos, suspirando hondo, y durante ese suspiro sintió todo el despacho que lo rodeaba como si quisiera tragárselo, el olor aún penetrante del lisoformo viejo, el olor polvoriento de las carpetillas del fichero, el olor húmedo del revoque, el olor amargo del linóleo en el suelo, incluso el olor aceitoso y fuerte de la pistola que se había sacado del bolsillo del gabán y había dejado sobre la mesa, delante de él. Se habría dormido allí mismo, atontado por los olores de la comisaría, si no hubiera sido por una fragancia dulce y un poco ácida que sentía apenas entre los pliegues de la camisa abierta, bajo el mentón plantado en el pecho: Noche de Venecia, Terciopelo de Hollywood o tal vez sólo la piel oscura y suave de la Tripolina. Entonces se separó del respaldo, apoyó los brazos en redondo sobre la mesa y hundió la cabeza, aturdido, casi borracho por el olor del aceite de la pistola bajo la nariz.
Lo despertó Di Naccio, con un hipido contenido y un pataplaf de dosieres verdes que resbalaron al suelo y que hicieron levantar la cabeza de golpe a De Luca.
– Dios mío, comisario… Qué susto me ha dado.
– A mí también -dijo De Luca, con una mueca. El sabor amargo del aceite se le había quedado en los labios y se lo notaba por dentro, hasta la garganta.
– No pensaba encontrarle aquí -dijo Di Naccio, y De Luca se encogió de hombros.
– Esta mañana he llegado pronto.
– Quería decir que no pensaba encontrarle en este despacho.
De Luca estaba a punto de estirarse, con los brazos ya abiertos y las muñecas extendidas, pero se detuvo:
– ¿Por qué? -preguntó.
– Porque lo han trasladado. ¿No se lo han dicho? Sé que ayer lo buscaron, pero…
– ¿Trasladado? Cómo trasladado… ¿adónde?
– No lo sé… a la Nocturna, creo. ¿No se lo han dicho?
De Luca se levantó de un salto, cogió la pistola de la mesa y se la metió en el bolsillo. En la puerta, resbaló al pisar un 18C y para no caer tuvo que dar media vuelta con Di Naccio, abrazándolo como en un vals.
Bajó corriendo las escaleras, volando por encima de los peldaños de dos en dos y se detuvo jadeando en lo alto de la escalera que subía desde los despachos de la Móvil hasta los de los superiores. Las puertas que tenía delante eran dos, tan iguales y tan cerca entre sí que podrían pertenecer al mismo despacho. Sólo la inscripción de las placas de metal era diferente: «Sr. Saverio Scala, jefe de gabinete» y «Sr. Ambrogio, vicario del jefe de policía». De Luca tenía los nudillos puestos sobre la de Scala, listo para llamar en cuanto recuperara el aliento, pero la puerta se abrió sola. Scala estaba como siempre, con la misma chaqueta cruzada, la misma camisa abierta, sin corbata. Solamente los ojos no tenían su habitual mirada divertida.
– ¿Qué le pasa? -dijo-. Le he oído correr… ¿qué quiere?
– Me han trasladado -dijo De Luca.
– Ya lo sé. A la Nocturna. Pero no puede quejarse, se queda en Bolonia.
De Luca no sabía qué decir. Repitió «me han trasladado», y lo volvió a repetir, hasta que a Scala le volvió a asomar la sonrisa a los labios, pero sarcástica, no ya divertida. Entonces se detuvo, apretó los puños y miró a Scala a los ojos.
– ¿Es por el caso? -dijo.
Scala se movió, abrió la puerta que hasta entonces había tenido entornada tras el hombro y entró en el despacho. De Luca se quedó en el umbral, desorientado. El despacho de Scala estaba vacío, aparte de una caja sobre el escritorio, de la que asomaba una pila de libros y una carpetilla encajada de través. Scala se acercó a la pared, despegó una fotografía enmarcada y la inclinó, para que no le diera la luz del sol. Togliatti, Pajetta, Longo y Amendola, que cruzaban la calle hablando entre sí, y detrás, en el empedrado, Scala, un poco movido, como si fuera a saltar las vías de un tranvía.
– El caso ya no le interesa a nadie, comisario De Luca. No sabíamos dónde iría a parar y se ha decidido que levantar una polvareda ahora sería un error político. Yo no estoy de acuerdo pero me adapto. Lo siento.
Iba a meter la fotografía en la caja, pero De Luca le aferró el brazo, un poco por encima del codo, impidiéndoselo.
– ¿Cómo que ya no le interesa a nadie? -gruñó-. ¡A mí sí me interesa… nos interesa a nosotros! ¡Somos policías!
– Usted es policía, yo ya no. Vuelvo a la política, aunque preferiría volver a ser partisano. Pero tengo la impresión de que la suerte está echada y que ni eso serviría de nada. ¿Sabe cuál es nuestro defecto, comisario? -Scala cogió la muñeca de De Luca con dos dedos y se la quitó del brazo-. Que nos gustaría ganar pero que tenemos miedo de ganar demasiado… y entonces perdemos siempre. Cuando digo nosotros me refiero a los comunistas, comisario.
Echó la fotografía a la caja, metió los dedos por debajo de las esquinas de cartón y la levantó. De Luca se quedó mirándolo y dejó que lo empujaran de lado cuando Scala salió por la puerta.
– Si quiere saludar al nuevo jefe de gabinete -dijo Scala-, deberá esperar a que Scelba se decida a nombrarlo. Pero yo le recomiendo que se presente a su nuevo jefe, comisario De Luca. Está aquí mismo -e hizo un ademán con la cabeza hacia el despacho de al lado, a la placa esmaltada donde ponía «Sr. Ambrogio, vicario del jefe de policía».
18 de abril de 1948 domingo
«Todo el mundo acude a las urnas. 29 millones de italianos convocados a cumplir con su deber». «El mundo espera con impaciencia el resultado de las elecciones». «Las ayudas americanas: plan Marshall, en el primer año 703,6 millones de dólares para Italia».