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«¡Por Italia, vota Garibaldi!». «El Fronte se compromete solemnemente a respetar los resultados electorales».

«Severas medidas policiales para garantizar el orden».

– Cuidado, cuidado… ¡abran paso, por favor!

La cama ondeaba como si flotase, suspendida por encima de las cabezas de la gente agolpada delante del colegio electoral. Encima, envuelta en una manta, con la cabeza vendada por una bufanda y las manos aferradas al borde del somier, había una vieja muy flaca, que miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos. De Luca hizo un gesto y tres agentes de uniforme se pusieron el mosquete en bandolera, abriéndose paso entre la gente a codazos hasta la cama, que empezaba a inclinarse peligrosamente hacia un lado.

Debía ser una fila ordenada de a dos, desde las escaleritas de la puerta del colegio hasta la esquina de la calle, y lo fue hasta que llegó el camión del hospital. Entonces, entre catres y camillas, enfermeros que ayudaban a bajar de la caja del camión a hombres en pijama, vendados y enyesados, y agentes destacados para ayudarles, y las monjas del hospital que tenían que votar las primeras, aunque un grupo de hombres formó un tapón justo en la puerta y arrancaron el velo a una de las monjas, y cuatro carabineros se pusieron a empujar para atrás, en las escaleras, y una mujer con un niño en un cochecito cubierto por una sombrilla se puso a gritar y De Luca levantó la mano y los policías que tenía detrás cogieron los mosquetes, listos para penetrar la muchedumbre; entonces, la fila se había disgregado, pero justo en ese momento cayeron cuatro gotas del cielo, nada más que cuatro, y todo se detuvo. Las monjas pasaron y la fila se recompuso en un grupo, desordenado pero tranquilo, apiñado delante de la puerta del colegio entre los hombres de De Luca y un montón de bicicletas apoyadas por el suelo, en los árboles y contra la pared.

De Luca levantó la cabeza, estrechando los ojos hacia el cielo negro, y una gota, una sola, le cayó en la boca, haciéndole cosquillas en los labios.

– Voy para dentro -dijo a un brigadier, y aprovechó un hueco inesperado entre la multitud, una mujer que había abierto el paraguas justo en la esquina de la puerta de entrada, y se metió en el colegio, deslizándose tras el militar que controlaba los certificados electorales. El colegio electoral era una escuela, y De Luca se apoyó en el pasillo, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando al interior de un aula. Un hombre, sentado a una mesa de campamento, revisaba los certificados con un lápiz en una mano y un bocadillo de embutido en la otra. Cabeceaba a cada persona que entraba, señalaba el nombre en una lista y daba un bocado al bocadillo. «Silvana Albertini», alta, lozana, con guantes de hilo y bolso de celuloide, un sombrero blanco de ala circular con un velo de lunares claros. Señal en la lista y mordisco al bocadillo. «Uber Babini», bajo y colorado, con el cuello ceñido por corbata de rayas y cabello ondulado, tieso por la brillantina; señal en la lista y mordisco al bocadillo. «Mateo Minzoni», gabán abotonado sobre la chaqueta cruzada, a rayas, con el triángulo blanco del pañuelo en el bolsillo; señal y mordisco. «Maria Grazia Carloni», encorvada y torcida bajo el chal negro y un pañuelo abierto sobre el cabello blanco, como en la iglesia; señal y mordisco. «Vito Baroncini», distintivo del ANPI, asociación partisana, en la solapa de la chaqueta abierta, L’Unità en el bolsillo; señal y mordisco. Señal y mordisco. Señal y mordisco.

De Luca levantó la vista, con la boca fruncida en una mueca por la acostumbrada náusea, y miró por la ventana que había a espaldas del hombre del bocadillo. Un claro azul se abría en el cielo, con una nube cándida como una bocanada de nata, y De Luca habría querido meter la cabeza en ella, cerrar los ojos y quedarse al menos un millón de años. Pero se separó de la pared y se levantó sobre las puntas, para ver mejor. Fuera, en la calle, se acababa de detener un jeep de la productora Settimana Incom, y fotógrafos y operadores saltaban rápidos a la acera.

– Es Dozza…, es el alcalde -susurró alguien. En un instante, el pasillo se llenó de gente y De Luca quedó fuera, arrinconado detrás de un muro de espaldas. Trató de hacerse sitio, de introducirse sumergiendo las manos abiertas entre los hombros y susurrando: «Policía, por favor, policía», pero un fotógrafo del periódico se paró a su lado y lo deslumbró con un flash. De Luca cerró los ojos, los párpados se le iluminaron intermitentemente por los flashes de las demás máquinas fotográficas. Entonces fue cuando la oyó, sería una mujer, quizás una anciana, perdida en medio de la multitud:

– ¡Virgen Santa, qué relámpagos! ¡Parece una tormenta!

De Luca abrió bien los ojos, velados de lágrimas, y miró a su alrededor. Pero ya se había olvidado de aquella voz y al instante se olvidó también del alcalde Dozza, de las elecciones, del encargo del servicio de orden público.

La tormenta. Los relámpagos. Los flashes de un fotógrafo.

– Pero qué estúpido -dijo en voz alta, y, abriéndose paso a empujones, salió del colegio.

«Las ayudas americanas a Italia. Productos alimentarios y carburantes por once millones de dólares». «Viva expectación por el resultado de las elecciones».

Se preguntó cómo estaría aquella vez, si en pantuflas y combinación o vestida como el figurín de Grazia, pero cuando la puerta de Via dell’Orso se abrió, De Luca dio un paso atrás, sorprendido, pues en el umbral no estaba la Tripolina, sino otra chica. Rubia, el seno fuerte ceñido por un sujetador tipo balcón y velado apenas por una bata transparente, masticaba, con una miga de pan prendida todavía de la barbilla.

– No sé si tenemos abierto todavía -dijo, luego volvió la cabeza sobre el hombro velado y gritó-: ¡señora!, ¿tenemos abierto o no?

– ¡Nosotras siempre lo tenemos abierto! -respondió una voz desde el fondo del patio. La chica rió, una carcajada corta y aguda, que se confundió con la que salió de una puerta entornada, al otro lado del sofá redondo. La Tripolina abrió la puerta y entró en el salón con una servilleta en la mano. Vestía un traje de cuello alto estampado con florecillas que le llegaba por debajo de la rodilla y se le ceñía a las caderas redondas. Llevaba el cabello recogido en un moño bajo, como siempre, y pantuflas, y sonreía por la broma, pero en cuanto vio a De Luca dejó de hacerlo.

– Ah -dijo-, eres tú. Vete, Dolores, ya me ocupo yo…, es para mí.

Dio una leve palmada en el trasero de la chica y le puso la servilleta en la mano, luego se apoyó en la puerta, una mano en la cadera y la otra en la jamba, con un pie desnudo levantado hasta la rodilla, y miró a De Luca.

– ¿Qué quieres? -dijo.

– La verdad -dijo De Luca.

– ¿La verdad sobre qué? ¿Quieres saber cómo follas?

– Quiero saber qué ocurrió en Via delle Oche el domingo pasado.

La Tripolina deglutió, rápida, con apenas el síntoma de un suspiro, pero permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los de De Luca.

– No ocurrió nada en Via delle Oche, el domingo.

– Ocurrió algo, algo tan gordo que ha obligado a Abatino a matar a tres personas. Algo que se podía fotografiar desde la parte trasera con un flash, de modo que desde los cuartos que daban al patio pareció que había tormenta.

– No ocurrió nada en Via delle Oche.

– Estás arrestada.

La Tripolina se separó de la jamba y dio un paso atrás, como si vacilase. De Luca abrió la puerta y entró en el salón, dejando atrás la pantufla abandonada.

– Te arresto por reticencia, complicidad de homicidio e incumplimiento de las normas sobre el meretricio… una u otra o todo junto, es igual. Si no me cuentas qué ocurrió en Via delle Oche te pongo las esposas y te encierro, tal como estás.

La Tripolina dio un paso atrás y apretó los labios, tan fuerte que se le pusieron blancos. Le temblaba el mentón y cuando abrió la boca tenía los ojos llenos de lágrimas.