– Ya le dije yo que era demasiado viejo para ciertas cosas -dijo, casi con una sonrisa-, y me parecía que además no se encontraba muy bien, tan pálido… yo tengo ojo para eso, llevo mucho tiempo en el oficio. Pero él nada, había oído hablar de la Lisetta, le gustaban los prostíbulos de quinta categoría y le gustaban las niñas y quería a la Ferraresa…
– ¿Pero quién? -preguntó De Luca. Sin embargo, respiraba con dificultad, porque ya lo había comprendido.
– Así que cuando la Lisetta bajó gritando yo ya sabía que le había dado algo. Y sí, estaba en el cuarto, muerto, en la cama de la Lisetta…
– Pero quién, Tripolina, me lo tienes que decir tú…, quién.
– Su señoría Orlandelli…, Casa e Iglesia.
De Luca levantó los ojos al techo y resopló, luego articuló una imprecación con los labios y sonrió. La Tripolina, en cambio, lloraba, en silencio pero con lágrimas, lágrimas redondas que le rodaban por las mejillas oscuras, dejándole las pestañas mojadas y brillantes bajo los reflejos de las lámparas de araña.
– Ahora me harás cerrar -murmuró-. Precisamente ahora, que lo había conseguido.
– No -dijo De Luca-, es decir… no lo sé. No depende de mí… yo soy un policía. Sólo un policía.
La Tripolina se encogió de hombros y De Luca habría querido alargar una mano y acariciarle la mejilla húmeda, pero no lo hizo. No hizo sino quedarse mirando a aquella mujer que lloraba en silencio, con una pantufla sola y el vestido de florecillas cerrado hasta el cuello, de madama de segunda categoría, hasta que ella se giró y salió del salón, dejando también la otra pantufla en el suelo; y entonces salió él a su vez, a Via dell’Orso, cerrando la puerta tras de sí.
Aquel domingo, en el 16 de Via delle Oche hubo un «apagón», un apagón especial. Para que fuera todo más seguro y discreto alejaron también a Ermes, el serafín simpatizante de los comunistas, pero él se enteró igualmente de que iba a llegar el caballero Orlandelli, el honorable Casa e Iglesia, y casi seguro que lo supo precisamente por la Lisetta, la chiquilla menuda que su señoría iba a buscar en ese quinta categoría de cincuenta liras el sencillo. Y la Lisetta no se lo había dicho porque también fuera comunista, sino porque era una ocasión ideal para largarse Ermes y ella, «enlazados», como en la fotografía arrancada del aparador, la única, entre las otras, que había conservado. Bastaba que un buen fotógrafo fotografiase a su señoría Casa e Iglesia, en Via delle Oche, a la salida del 16, tras un sencillo o tal vez uno doble de cien liras más un regalo, y al fotógrafo ya lo tenía, Piras Osvaldo, antes Gavino, fotógrafo de burdel y comunista, pero más apegado al dinero que al partido. Sólo que su señoría Casa e Iglesia había muerto, y tuvieron que regatear con Abatino y su banda de escuadristas. Éste, tal vez porque estuviera más acostumbrado a actuar que a discutir, porque no tenía dinero o porque las fotografías de su señoría envuelto en la mantita y muerto de golpe en Via delle Oche de Bolonia y no en su estudio detrás de la plaza de Jesús, en Roma, se hubieran convertido en una mercancía de intercambio demasiado valiosa que debía conseguir por todos los medios para mantenerse a flote, empezó a matarlos a todos, uno por uno y casi antes de que se dieran cuenta, hasta dar con las fotografías.
En cuanto a la última parte, De Luca había subrayado que se trataba de una hipótesis suya, aunque muy cercana a una razonable certeza. Otra hipótesis casi segura era que la Tripolina no estaba al corriente del chantaje ni de los homicidios y que sólo se había aprovechado de la situación, por tanto «se perfilan para ella únicamente el delito de complicidad por ocultación de cadáver y el de ausencia de denuncia del fallecimiento de acuerdo con las normas del Texto Único de SP, Título Séptimo, “Del meretricio”». Y para el señor D’Ambrogio el de encubrimiento.
Al llegar a la última línea del informe, D’Ambrogio levantó la cabeza con los labios apretados y una fina arruga irregular en medio de la frente.
– ¿Es decir? -preguntó, con su falsete de niño.
– Es decir, que Piras llevaba desde el 29 haciendo de informador para la OVRA y desde el 47 lo hacía para el jefe de la Política, por lo tanto para usted. Mientras Ricciotti regateaba con Abatino y luego se desesperaba por la traición del fotógrafo, Piras vino a contarle a usted lo que le había pasado a su señoría justo antes de las elecciones, y usted lo estaba arreglando todo, cerrando la boca a la Tripolina y desperdigando a sus putas. Sólo que el fanático de Abatino llegó antes, antes de que Piras recuperase las fotografías. No puedo sino darle la razón a Abatino: sin las fotografías, estaba en la calle. ¿O no?
De Luca se separó del escritorio de D’Ambrogio. Desde que entró en su despacho y le puso delante el folio, escrito a máquina en triple copia, se había quedado encorvado sobre los brazos, apuntalados en el borde de la mesa, expectante como un buitre, y tan tenso, con los dedos atenazando la madera, que ahora le dolía la espalda. También D’Ambrogio levantó el busto del escritorio, apoyándose en el respaldo de la butaca. Era tan alto que con la cabeza cubría las esquinas de los retratos de De Gasperi y Pío XII, uno al lado del otro en la pared. En cambio, al crucifijo de yeso, colgado en vertical, no llegaba.
– Depende -dijo-. Desde que llegó usted a esta sede comete un error tras otro, pero aún estamos a tiempo para arreglarlo. ¿Qué pretende hacer, abogado De Luca?
– No soy abogado.
– ¿Qué pretende hacer, vicecomisario adjunto De Luca?
– Proseguir con la investigación. Ir directamente a ver al magistrado y que me confíe el caso. Convocar a la antigua quincena de Via delle Oche. Pedir una autopsia del señor Orlandelli. Y una orden de registro para Via del Porto, número 18, la sede del Comité de Abatino, porque me juego el cuello a que las fotografías están allí.
– El cuello se lo está jugando, desde luego, vicecomisario adjunto De Luca. Profesionalmente hablando, claro… Yo no soy Abatino.
De Luca frunció el entrecejo, apretando las mandíbulas. Cruzó los brazos sobre el gabán.
– ¿Está intentando intimidarme, señor D’Ambrogio?
– Por Dios, vicecomisario adjunto… Yo no intimido a nadie. Estoy conversando con un válido subordinado sobre la posibilidad de proseguir por un camino en un caso muy, muy complicado. Pues lo que usted define tan presuntuosamente como certezas no son más que hipótesis…, o peor: deducciones. ¿En qué basa las deducciones contenidas en su informe, vicecomisario adjunto De Luca?
– En las confidencias de una prostituta que no dejaré de verbalizar en el momento oportuno.
D’Ambrogio empujó la silla hacia atrás, hasta De Gasperi, y se levantó sin prisas. Se aproximó a la ventana y miró al exterior. Daba a la plaza, y también desde aquel segundo piso se veía, al fondo de los soportales, un carrito rebosante de las escamas de papel prensado de los carteles despegados de los muros.
– ¿Sabe qué es lo que necesita este país? -dijo, como si hablase para sí, casi como si canturrease-. Estabilidad. Este país necesita construir y no destruir. Lo han entendido hasta los otros. Necesita respetabilidad, consideración internacional, inversiones, los dólares del general Marshall, el Pacto Atlántico…, orden.
– Ley.
– Es lo mismo.
– Para mí no. Yo soy policía.
D’Ambrogio se volvió y miró a De Luca por encima del hombro.
– Y yo -dijo-, y como policía, estoy al servicio del Gobierno. De intereses superiores, vicecomisario adjunto, de intereses superiores.
De Luca no dijo nada. D’Ambrogio se sentó y empujó las copias del informe hacia el borde del escritorio.
– Concluyamos esta entrevista -dijo, más agudo todavía-. Puede usted remitir las deducciones, de las cuales me ha informado tan correctamente, al magistrado. Pero yo le puedo asegurar, y usted en el fondo lo sabe, que quedarán como papel mojado. O bien puede remitir su informe siguiendo las vías jerárquicas a su superior directo.