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– Estoy muy contrariado… -empezó con calma, luego dio un paso adelante y enseguida advirtió a Sonia, sentada en el sofá-. ¿Qué haces tú aquí? -masculló, con voz vibrante-. ¡Esto no es cosa de mujeres! ¡Déjanos solos ahora mismo!

Sonia se levantó, con una sonrisa a flor de labios, apartando de un soplido un mechón rebelde de la frente. Con paso lento y vacilante, que le ajustaba el vestido a las caderas, se alejó; al pasar por delante de De Luca, algo rozó el impermeable de él, a la altura de la entrepierna, leve pero lo bastante fuerte como para hacerle recular instintivamente contra la pared. Para ocultar su apuro, tosió en el hueco de la mano cerrada. En cuanto Sonia salió, el conde lo agredió.

– ¡Es inadmisible! -gritó, descargando el puño sobre el escritorio-. ¡Soy amigo personal del Duce y se me debe un respeto! ¡No permito que dos pelagatos de la comisaría me traten como a un delincuente!

– Señor conde, tal vez hemos… -empezó De Luca, pero no pudo acabar.

– ¿Un oficial de policía no debería afeitarse? ¿Qué ejemplo da a sus subalternos? ¡Fuera de aquí, inmediatamente! -Abrió la puerta de la biblioteca y la aguantó abierta. De Luca se puso a temblar, pero no de miedo. Una rabia fría le estaba causando escalofríos de pies a cabeza.

– Salimos enseguida -dijo-, pero le comunico que mañana por la mañana deberá dirigirse a la comisaría para que lo interroguen. Le mandaré a dos guardias y si hace falta haré que lo esposen. Buenos días. -Y salió, apretando los puños y los dientes, seguido por Pugliese y por la voz rabiosa del conde:

– ¡Haré una llamada a quien sabrá ponerle en su sitio, esbirro! ¡Se va a enterar!

Fuera, el aire empezaba a volverse gris, y olía a lluvia, a humedad y a metálico. De Luca se ciñó el impermeable, hundió las manos en los bolsillos y caminó decidido hacia el coche, con Pugliese corriendo a su zaga. No dijo nada hasta estar sentado, y entonces descargó el puño, como un martillo, sobre el salpicadero.

– ¡Nos ha tomado el pelo todo el mundo -gruñó-, empezando por el cura ese! ¡Pero los voy a encerrar a todos y van a tener que escupir sangre!

Pugliese puso el motor en marcha, con cierta dificultad, pues era un bonito coche de aspecto, pero, desde luego, no era nuevo.

– No lo piense más, comisario -dijo, separándose de la acera-, con todo el jaleo que ha montado, mañana le quitan el caso y le ponen en Pasaportes.

– ¡Ojalá!

Pugliese sacudió la cabeza.

– No me creo que lo diga en serio, empiezo a conocerle. Usté es de los que cuando ha empezao tiene que ir hasta el final, y se cabrea si no le cuadra todo, principalmente si intentan ocultarle algo. ¿Qué me dice de la pequeña Sonia?

De Luca se removió en su asiento, pues su recuerdo lo turbaba, aunque no quisiera, y tuviera otras cosas en que pensar.

– Lo mismo que usted, seguramente. Ojo apagado, reflejos lentos, pálida y ese timbre de voz… ¿Morfina?

– Sin duda. Me hubiera gustado destaparle los brazos.

– Y además está lo del viernes… ¿por qué ha dicho el cura que no ven a Rehinard desde hace un mes si estuvo en su casa el viernes? Y por qué Sonia dice que no se levanta nunca antes de mediodía si esta mañana estaba en casa de Rehinard, porque la rubita que ha visto la portera era ella… Y ¿quién es esa tal Valeria? Tiene usted razón, Pugliese, este caso me interesa. Me huele a chamusquina, pero me interesa.

– Me alegro. ¿Y ahora qué hacemos?

– Volvamos a Via Battisti. Quiero hablar con esa vieja antes de seguir.

El camión de la GNR estaba todavía aparcado en la acera, y un militar graduado fumaba, sentado en el estribo, con las manos apoyadas en la metralleta colgada en bandolera. Albertini y Marcon estaban hablando no muy lejos, y cuando vieron llegar el coche se acercaron rápidamente. Marcon abrió la portezuela de De Luca y la sostuvo por la manilla, Albertini se dirigió a Pugliese.

– Siguen buscando el arma -dijo-, no hay manera de encontrarla. Hemos revuelto el piso de cabo a rabo y han salido varias cosas, una agenda llena de direcciones de peces gordos, fotografías de ese Rehinard a todas las edades… -Se notaba que iba a decir algo importante, una media sonrisa le palpitaba en la comisura de la boca.

– Venga, Albertini -dijo Pugliese-, ¿qué es lo que vas a decirnos?

Albertini sonrió del todo. Se metió una mano en el bolsillo y sacó un paquete de papel de periódico, abierto por un lado.

– Mire esto, inspector. Estaba debajo de la cama, atado a una pata, y lo he encontrado por casualidad, con todo el jaleo que arman los de la GNR… ¡En vez de ayudarnos…! Es morfina.

– ¡Coño! -dijo Pugliese, cogiendo el paquete y sopesándolo con la mano-, hay bastante… Mira, nuestro Rehinard, qué espabilao

– Muy interesante -dijo De Luca, pensativo, apoyándose en el coche-, muy pero que muy interesante. Una cosa más que relaciona a Rehinard con Sonia Tedesco… ¿De dónde la habrá sacado?

– He mirado dentro -dijo Albertini, dirigiéndose siempre a Pugliese-, hay algunas bolsitas sin indicación, pero hay otras con los rótulos del ejército inglés, como los que lanzan en paracaídas.

– Qué raro -dijo Pugliese.

– Qué raro -repitió De Luca-, pero, de todas formas, alguien tiene que habérselo traído, no me imagino a un tío como Rehinard esperando un lanzamiento de los ingleses.

– Yo tampoco me lo imagino -dijo Albertini, mirando en medio de Pugliese y De Luca-. He ido al partido a informarme y, quién lo iba a decir, han sido amabilísimos. Había uno que tenía muchas ganas de hablar y me lo ha contado todo, aunque no me ha enseñado la ficha. -Sacó del bolsillo un bloc y hojeó una página-. Rehinard, Vittorio -dijo-, nacido en Trento el 22 de noviembre de 1920, pertenecía al Partido Fascista Republicano desde el 15 de julio de 1944, y entró gracias a un apoyo directo del conde Alberto Maria Tedesco. Tenía un cargo, era secretario del despacho para las relaciones con la Iglesia y con la diócesis en particular, pero ni allí ni en el partido le vieron nunca el pelo. Le gustaban mucho las mujeres, o mejor dicho, él gustaba a las mujeres, que lo perseguían o, según el funcionario, lo mantenían, pues las veces que se lo encontró fuera iba siempre bien vestido y llevaba cochazos. Frecuentaba el Círculo de los Espiritistas…

– ¿De los Espiritistas? -A De Luca le volvió a la mente la tarjeta de visita hallada en la cartera de Rehinard, Sibilla. Albertini asintió, repasando el bloc:

– Así lo llaman, es un grupo de gente que se reúne en casa de Tedesco, un auténtico maniaco de todo lo místico y lo oculto. Hacen sesiones, cosas de esas… pero es importante porque asisten a menudo personas de fuera del clan de Tedesco, eso me ha dicho el tío ese, como la señora Alfieri.

– ¿Alfieri? -De Luca frunció la frente-, ¿la mujer del profesor? Es otro miembro del Gobierno…

– Pues sí -Albertini estaba tan absorto que esta vez se volvió hacia De Luca-, y pertenece a un bando opuesto al de Tedesco.

– Se dice tendencia, Albertini -repuso Pugliese.

– Como quiera… En fin, por lo demás no hay nada de Rehinard, ninguna disposición disciplinar; ninguna reclamación…

– ¿Y antes? ¿Antes del 15 de julio?

– Antes nada, no estaba en el PNF, no estaba en ningún sitio. Oficialmente la vida de Vittorio Rehinard nace hace cuatro meses.

De Luca suspiró, encogiéndose de hombros. Tomó el paquete de morfina de Pugliese y se lo metió en el bolsillo.

– No creo que todo esto nos ayude mucho -dijo, como para sí-, un traficante con la pinta de ser un palomo personal del conde… y además otro miembro del Gobierno como el profesor, amigo de Farinacci… Veo el Departamento de Pasaportes cada vez más cerca. ¿Del portero no se sabe nada?