– Le oigo, señor.
– Bueno, dejo para otro momento los elogios. Ahora usted tiene la orden de arrestar al señor Abatino y trasladarlo a la comisaría, donde el departamento competente lo tomará bajo su custodia. ¿Ha comprendido, comisario?
– Sí -dijo De Luca, esta vez alto-, sí, pero hay un arsenal de cajas de fusiles que…
– En su momento, comisario, en su momento…, por orden. Ahora este asunto es competencia de Homicidios. La investigación pasa al señor Bonaga, que pronto le pedirá un informe adecuado. Su deber es traer al reo con la máxima discreción posible. La situación ya está bajo control, pero se precisa prudencia, comisario De Luca, ¡prudencia!
– En un año estaré en la calle. Como Cippico.
– Monseñor Cippico es un estafador, Abatino. Tú eres un asesino.
Lo llevaban en medio, hombro con hombro, y le habían puesto un gabán encima para ocultar las esposas. El Millecento no estaba lejos, pero había que cruzar la calle y caminar cien metros más al descubierto.
– Es un delito político… planeado en un momento peculiar. Echaré la culpa a ese idiota de Matteucci… Y además tengo conocidos, no os imagináis cuántos conocidos tengo. Un año para que me olviden y estaré otra vez fuera. Ya verás, señor policía, ya verás… Este país olvida pronto.
Hablaba por arrebatos, Abatino, con una punta de ansiedad en la voz, pero con decisión, como para convencer a alguien, tal vez a sí mismo. De Luca guardaba silencio, sombrío, con los dientes hundidos en la mejilla. De pronto, los vieron doblar la esquina, de repente, y se detuvieron de golpe los tres, hombro con hombro: seis personas, tal vez siete, que avanzaban por la calle, en dirección a ellos, todavía lejanos. Se confundían por la penumbra de la noche que avanzaba, pero se les oía hablar alto, instigando, y uno agitaba el puño en el aire.
– Mierda -dijo Pugliese.
Abatino dio un paso atrás, pero De Luca lo tomó por un brazo y Pugliese hizo lo mismo con el otro.
– ¡No, no…, me van a matar! -gimió Abatino-. ¡Son comunistas…, se han enterado, nos han visto, éstos me linchan!
– Nos linchan a los tres -dijo Pugliese-. ¿Qué hacemos, comisario?
– ¿Qué hacemos? No lo sé, inspector, no lo sé…
Sacaron las pistolas y las mantuvieron bajas, ocultas tras la cadera, atenazando con los dedos los brazos rígidos y temblorosos de Abatino y con los ojos fijos en el grupo que se aproximaba, cada vez más nítido. Siete hombres. Agitados. Exaltados. Uno con el puño en alto, que gritaba algo, y, de repente, dio un salto hacia delante, hacia ellos. Dio sólo dos pasos, luego se paró en seco, levantó los dos brazos y los clavó en alto, como dos martillos.
– ¡Bartali, camiseta amarilla! -gritó.
A Pugliese se le cayó la pistola al suelo. De Luca permaneció inmóvil, sin aliento. Abatino se echó a reír, con una risa fina e histérica que le agitó el mentón y le hizo temblar los labios, rapidísimos, con chasquidos húmedos de saliva.
– Saldré en seis meses -dijo.
«Bartali cumple los treinta y cuatro. Feliz descanso en Aix-les-Bains. Impresiones y propósitos del campeón».
– Me hacen inspector jefe, me aumentan el sueldo y ahora me mandan a Sicilia a perseguir al bandido Giuliano. En la policía se llama «promover y remover»… Usted lo sabe bien, comisario.
De Luca sonrió y asintió con un gesto rápido. Pugliese se pasó la mano por la cabeza, alisándose el cabello negrísimo, reluciente de brillantina, y se puso el sombrero con un movimiento cuidado, despejándose el nacimiento de la frente. Estaban en medio de las escaleras que subían a los despachos superiores de la comisaría.
– Aprovecho el coche de un colega para ir a hacer las maletas. Mañana tengo que estar en Palermo.
– Lo siento -dijo De Luca-, es culpa mía.
– Olvídelo, comisario. A usted le ha ido aún peor. -De Luca bajó la vista y se mordió un labio. Pugliese se asomó hacia el fondo de la escalera y dijo, levantando una mano-: ¡que ya voy, un momento, jodeeer!
– En el despacho de Giordano está el juez instructor -murmuró De Luca-. Deberían llamarme de un momento a otro. Usted cree que…
– Sí -dijo Pugliese-, yo creo que el proceso se hará, comisario, lo pone por todas partes. Esta mañana salía hasta en el Carlino…, cómo se llama ahora, el Giornale dell’Emilia. Era pequeño, pero estaba, y bien visible…
Bien visible, en efecto, dos cuartos de columna juntos, en la crónica de Bolonia, pero con un título en negrita que llamaba la atención: «Funcionario de la policía pasado por alto a la depuración». Nada comparado con la segunda página de L’Unità del día antes, «Quién es el comisario De Luca», con una foto suya en que aparecía con las manos en los bolsillos y la camisa negra bajo el gabán, y el pie de foto, corto pero fuerte: «La justa pena».
– Bueno -dijo De Luca-, tarde o temprano tenía que pasar, creo…
– ¡Voooy! -gritó Pugliese, asomándose por la barandilla de mármol-, ¡que estoy despidiendo a un amigo, joer! -Luego se volvió hacia De Luca y abrió los brazos-. A lo mejor no le hacen nada, comisario -dijo-, tal vez sea sólo un modo de que tenga la boca cerrada. Y yo creo que tiene que tenerla cerrada. Llevo muchos años en la policía y sé que hay casos que se resuelven y casos que no se resuelven. Nuestro caso lo hemos resuelto, comisario, le pusimos las esposas.
– Eso sí -sonrió De Luca-, le pusimos las esposas.
– Coño, pero qué pesados… ¡Que ya voy! -Pugliese cogió la mano de De Luca y se la estrechó con fuerza, sacudiéndole el brazo-. Le tengo que dejar, comisario. Buena suerte… de todo corazón, De Luca, de verdad. De todo corazón.
Se caló el sombrero sobre la frente y bajó las escaleras corriendo, y a De Luca le pareció, por el gesto que hizo con el brazo, de espaldas, tal como estaba, que Pugliese se secaba un ojo con el dorso de la mano. Pero no tuvo tiempo para pensarlo, pues de lo alto de las escaleras un funcionario lo llamó, dando unas rápidas palmadas, como un bedel, aguardó impaciente a que subiera y le indicó el sofacito de terciopelo junto al despacho del jefe. Y allí se sentó De Luca, con las manos en las rodillas, la cabeza apoyada hacia atrás, contra la pared, y los ojos cerrados, esperando a que lo llamaran.
Carlo Lucarelli