Albertini sacudió la cabeza.
– Se está ocupando Ingangaro -dijo-, tiene alguna idea.
De Luca se separó del coche. Se dirigió al edificio, con el peso del paquete de morfina en el bolsillo, deformándole el impermeable, tanto que lo sacó y se lo pasó a Marcon. Mientras entraba lo sacudió una pesada sensación de náusea, repentina, que le hizo llevarse una mano al estómago, recordándole que no había comido. La náusea aumentó cuando vio la portería y se acordó de aquel olor insoportable a col y a cerrado. Por un momento pensó en retroceder, pero luego sacó fuerzas de flaqueza y abrió la puerta.
– Señora -dijo, sin respirar todavía-, querría hacerle alguna pregunta más. -Pero la portería estaba vacía.
– Señora Galimberti -repitió, acercándose a la cortina que ocultaba el resto del apartamento. Se vio obligado a respirar y ahogó un gemido, mientras su estómago se revolvía. Apartó la cortina y de repente la náusea se le pasó de golpe. La señora Galimberti estaba echada en el suelo, bajo la silla, encogida como una hoja seca. Tenía el cráneo hundido.
– Dios -murmuró Pugliese, a sus espaldas. De Luca entró en la estancia y se agachó, tendiendo las manos, pero vaciló, sin saber qué tocar, y se levantó.
– Es inútil -dijo-, ésa está muerta y alguien le ha partido la cabeza. Han dejado ustedes que la mataran ante sus ojos con toda la Escuadra Móvil de la comisaría y un pelotón de la GNR, enhorabuena.
Albertini no respondió, inmóvil en la puerta, rígido y verde.
– Si vas a vomitar, sal -le dijo De Luca, y salió también el, chocando con Marcon, que llegaba en ese momento. Se acercó a la escalera y se sentó en un peldaño, apoyando los codos en las rodillas y el mentón en la mano. Recordó que debía afeitarse.
– Ella también debió de ver a alguien -dijo Pugliese-, ahora encontrar al portero es fundamental.
– Pues sí.
De Luca cerró los párpados y el sueño de toda la semana se le vertió en los ojos, pesado, tanto que por un momento pensó que se dormiría de golpe, a pesar de todo, a pesar de los dos homicidios en un mismo día, los dos a su cargo.
– Habrá que interrogar a esos idiotas de la GNR -dijo-, pero, con la suerte que tenemos, que me corten el pescuezo si alguien ha visto nada. Quiero ya a ese portero. Y a la criada. -Inspiró hondo, para reunir fuerzas, luego, de un impulso doloroso se arrancó de las escaleras y se volvió a poner en pie.
– Usted quédese aquí -dijo a Pugliese-, haga lo que tenga que hacer. Yo me voy.
– Eso, comisario, échese un buen sueñecito.
– No voy a casa -De Luca se dirigió hacia la puerta-. Voy a que me lean la mano.
CAPÍTULO CUATRO
No parecía el antro de una bruja. Parecía más bien un ambulatorio, elegante y un poco anónimo, muy limpio. Solamente una estampa color sepia de los signos del zodiaco daba un toque, un toque apenas, de ambiente. De Luca estaba sentado en un sofá duro, solo, mirando una puerta de vidrios de colores, con los brazos cruzados sobre el pecho. Había dado su tarjeta de visita a una chica menuda y morena, muy corriente ella también, y estaba esperando a que volviera. En medio de aquel silencio inmóvil, alterado sólo por el tintineo de la lluvia que empezaba a golpear contra los cristales de una ventana cuadrada, situado por encima de él, volvió a abordarlo el sueño, haciéndolo vacilar. Echó la cabeza hacia atrás y apoyó la nuca en la pared blanca, un poco fría, exhalando todo el aire que tenía en los pulmones. Se sentía frío, polvoriento y desaliñado, y le apetecía tomar un baño, dormirse en la bañera, diluirse en el agua y colarse con ella por el desagüe. Pero no, debía esperar inmerso en aquella neblina densa, en el tic tic de las gotas contra el cristal, para ver a una vieja gitana con aros en las orejas y mirada turbia. Bostezó dolorosamente cerrando los ojos, y cuando los abrió, con la vista empañada, la puerta de cristales se abrió y salió Sonia Tedesco.
– Mira por dónde -dijo De Luca, sorprendido. Sonia levantó la barbilla, observándolo. Estaba muy guapa, con una boina negra ladeada sobre el cabello rubio, una capa gris sobre los hombros y una falda que le llegaba por debajo de las rodillas.
– ¿Está aquí para arrestarme? -preguntó.
– ¿Ha hecho algo malo? -dijo De Luca, y ella frunció los labios carmín en una mueca.
– Eso ya lo ha dicho. Qué aburrido es usted…
Se acercó con paso vacilante y a De Luca le empezó a circular la sangre más rápido. Sonia levantó una pierna y apoyó una rodilla en las de él, de través, luego se inclinó hacia delante y le acarició el rostro, con una mano pequeña y fría, mirándolo con los párpados entornados, indiferente, con la boca de carmín entreabierta y quieta.
– Yo siempre hago algo malo -dijo; empujó hacia delante la rodilla y lo tocó, de nuevo, haciendo que saltara otra vez, involuntariamente, hacia atrás. Luego sonrió, estirando apenas los labios, y se separó de él.
– Adiós, señor policía -le dijo, y dio unos pasos vacilantes sobre los tacones altos, pero se detuvo-. Esta mañana -añadió, echando la capa hacia atrás-, cuando salía, vi a la bruja esa de la madre de Littorio.
– ¿Cómo? -De Luca se levantó del sofá-. ¿Qué has dicho?
Sin embargo, ella ya había salido, estaba a punto de seguirla corriendo por las escaleras, cuando la morena menuda lo llamó desde la puerta de cristales:
– Ahora la señora puede recibirle. Pase, si lo desea…
La bruja no tenía aros en las orejas ni la mirada turbia. Tampoco era vieja. Llevaba un jersey negro, de cuello alto, y su rostro era extraño, peculiar, con los pómulos altos y los ojos oblicuos, ligeramente, de un color indefinido, verde, acaso marrón, pero nada más. El cabello pelirrojo le bajaba por la frente en largos mechones ondulados. Era difícil decir si era guapa. De Luca se lo preguntó mientras entraba en la estancia, un saloncito tan anónimo y elegante como la sala de espera. Ella lo miraba atenta, con los codos apuntalados en la superficie de la mesa, las manos una sobre la otra y la barbilla en las manos.
– Me esperaba algo más… misterioso -dijo De Luca-, búhos disecados, cortinajes negros…
– Ésta es mi casa -explicó ella-, aquí no trabajo nunca. Voy a casa de quien me busca. -Tenía una voz suave y algo grave, que de vez en cuando subía en un ligero acento que parecía veneto, tal vez friulano, y que le abría las vocales-. ¿Es usted el comandante De Luca?
– Comisario, ahora soy comisario. Esa tarjeta de visita es vieja. ¿Y usted es… Sibilla?
– Valeria Suvich es mi nombre. ¿Qué quiere de mí?
«Valeria»… De Luca sonrió:
– Debería usted saberlo, ¿acaso no es vidente?
Pero Valeria no sonrió. Señaló una silla al otro lado de la mesita cuadrada y se apartó el cabello de la frente, mirándolo mientras él se sentaba; logró que se sintiera incómodo.
– Ya le he dicho que no trabajo en mi casa -dijo-, sólo fuera.
– ¿Y qué hace?
– Leo el futuro. En la mano, en los astros, en las cartas, en los posos del café…
– ¿Y qué ve?
– Todo lo que la gente quiere que vea.
– Entonces es usted una estafadora.
– No. ¿Quiere tomar algo?
De Luca asintió. La chica morena se había ido a toda prisa, sin saludar, pues al cabo de pocos minutos empezaba el toque de queda. Había dejado una mesita redonda con una botella y dos copas, que Valeria acercó, girándose en la silla, con un peligroso tintineo. Vertió algo que parecía oporto en una copa y se la tendió a De Luca, luego se sirvió ella. De Luca bebió un sorbo, apretando los dientes porque el estómago vacío empezó enseguida a arderle, e instintivamente se fijó en Valeria, que bebía, y en la pequeña marca de pintalabios que dejaba en la copa: era muy claro, demasiado.
– ¿Qué quiere saber de Vittorio? -preguntó Valeria, tras un instante de silencio.
– ¿Ve cómo es vidente? -dijo De Luca, pero tampoco ahora hubo sonrisa-. Pues todo lo que sepa. ¿Lo conocía bien?