– Lo veía todos los viernes, en casa de Tedesco. El Círculo de los Espiritistas. Leíamos las cartas, hacíamos sesiones… Vittorio era escéptico, se burlaba siempre y el conde se enfadaba. Yo por supuesto hacía de médium…
– ¿Quiénes había esos viernes? -De Luca acabó su oporto y Valeria se estiró por encima de la mesa para servirle más.
– Mucha gente. Algunos iban y venían, otros eran fijos, como el conde y su hija, Sonia. Estaba también Vittorio.
– ¿Y la señora Alfieri?
– Sí, Silvia también. A veces venía su marido, pero cuando estaba él, el conde no estaba. En cambio, Vittorio estaba siempre y solían hablar mucho, antes o después.
– ¿Hacían uso de estupefacientes? Puede decírmelo, si quiere, ciertas cosas no me importan…
– No. Son trucos que cuestan demasiado para mí, yo me limito a leer en los ojos de la gente. Solamente Sonia bebía mucho y estaba siempre borracha.
De Luca bebió un sorbo, pensativo, y apuró la copa. Una ola de calor le inundó al rostro, haciendo que enrojeciera mientras el alcohol le subía ligeramente a la cabeza y le soltaba la lengua. Las primeras palabras le salieron un poco trabadas, pero pudo dominarlas.
– Que usted sepa, ¿el señor Rehinard tenía una relación con alguna mujer?
Valeria sonrió, pero era una sonrisa rara, que le alteró solamente el labio inferior, más una mueca maliciosa que una verdadera sonrisa.
– Tenía relaciones con todas las mujeres. No hay mujer de buena familia que no haya estado con él. Era muy guapo, y fascinante, y tan encantadoramente vano… Gustaba a todas.
– ¿A usted no?
La sonrisa de Valeria se deshizo repentinamente y los labios volvieron a unirse.
– Tal vez. Es posible. Aunque no creo que eso pueda importarle.
Sirvió más oporto en la copa de De Luca, pero él la frenó, levantándole la botella con dos dedos.
– ¿Qué es esto? ¿Un filtro mágico? -dijo-. ¿O está intentando que me emborrache? Casi lo ha conseguido, y a mí todavía me quedan muchas preguntas que hacerle…
– ¿Por qué le interesa tanto esta historia?
– No es que me interese, es que es mi trabajo. Soy policía. Me gustaría ser vidente, como usted, y leer el futuro, para saber cómo acaba…
– Yo sé leer en los ojos, ya se lo he dicho.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué lee en los míos?
Valeria volvió a apoyar la barbilla en las manos y lo miró a los ojos, con una mirada tan intensa que lo turbó. De Luca bajó los suyos y ella sonrió por fin, esta vez de verdad.
– Miedo -dijo.
– ¿Miedo? -De Luca reprimió un escalofrío-. ¿Y a qué? Pero dejemos estas tonterías… Dígame qué quería la condesita Tedesco. Si es que me es lícito preguntar, por supuesto.
– No le es lícito, pero se lo voy a decir igualmente. Soy como una tía para ella, me cuenta todas sus cosas y sus problemas. Tiene problemas con su novio, Alberto De Stefani.
De Luca resopló, harto:
– El hijo del subsecretario de Interiores, naturalmente. Qué historia más complicada, yo ya no sé cómo moverme.
Valeria sonrió de nuevo, enarcando una ceja, irónica, tan irónica que De Luca creyó que le tomaba el pelo. Lo pensó y decidió que sí era guapa, qué curioso tener que reflexionar sobre una cosa así, mirándola a los ojos, iluminados por esa sonrisa extraña y ese color que cuando ella se movía a la luz baja de una lamparita, se volvía rojo, magnético, rojo como su cabello.
– ¿Está tratando de hipnotizarme? -preguntó De Luca, pero de repente lo sobresaltó un grito hiriente y angustiado, paralizándolo con la boca y los ojos muy abiertos durante unos segundos, hasta que reconoció el gemido continuo y artificial de una sirena, fuera, en la calle. También Valeria había perdido completamente su expresión fascinante y se había puesto de pie, haciendo caer una copa.
– ¡Dios mío! -susurró-. ¡La alarma! ¡Hay un bombardeo!
Parecía tan asustada que De Luca alargó una mano y la cogió por un brazo.
– Cálmese -dijo-, vamos al refugio. ¿Está en el sótano? ¿Dónde está?
Valeria no contestó, permaneció con los ojos abiertos hacia la ventana y labios temblorosos, completamente aterrorizada. Primero comenzó a vibrar el aire, en el exterior, a lo lejos, luego los cristales y las paredes, con un ronquido sordo cada vez más fuerte y cada vez más cercano, que se convirtió en un zumbido continuo, denso, sombrío y pesado. Valeria escondió el rostro entre las manos y entonces él la tomó entre sus brazos, estrechándola, pasándole una mano por el cabello y por la nuca, dejó que ahogase un gemido contra su hombro. El ruido se hizo más intenso, cercanísimo, todo vibraba, vidrios, vigas y objetos de decoración, mientras Valeria temblaba y se pegaba a él, clavándole las uñas en la espalda, por encima del impermeable. Oyeron algún estallido aislado de la defensa aérea, sólo algún estallido, ridículo como un sollozo frente a aquel estruendo que crecía. Luego, tal como había llegado, el ruido se fue, lentamente, atenuándose cada vez más, en un rugido lejano, cada vez más lejano, y luego nada más. También Valeria dejó de temblar, poco a poco, sin apartar el rostro del hombro de De Luca, caliente por sus jadeos.
– Ya han pasado -dijo él, bajito-. Iban a otro lugar, quizás a Alemania.
Ella no se movió.
– Perdóneme -murmuró.
– Ya ve que también usted tiene miedo -dijo De Luca-, como yo.
Valeria levantó la barbilla y lo miró, los ojos secos de reflejos rojos y el rostro muy cerca del suyo, los labios entrecerrados, todavía un poco trémulos. Inclinó un poco la cabeza, cerró los ojos y lo besó, primero suavemente, rozándole la boca con los labios cálidos, luego casi con violencia, presionándolos contra los suyos, acariciándole el rostro y las sienes y la nuca con las manos suaves y largas, mientras él la estrechaba. Lo empujó hacia atrás, sin soltarlo, y él se encontró en el sofá, con ella encima besándolo y acariciándolo, entorpecido por el impermeable. Valeria levantó el busto, mirándolo con sus extraños ojos oblicuos, cruzó los brazos en la espalda y se quitó el jersey, bella, descubriendo el seno, los hombros blancos y el cuello, con los rizos rojos que le caían sobre la frente. Se echó hacia delante, estrechándose contra él, y él sintió su piel ardiente y notó su olor, fuerte y dulce, y se perdió en él, completamente hipnotizado, capturado y diluido en un vórtice caliente que lo quemaba todo, el miedo y el cansancio, la angustia y el dolor; cada vez más intenso, cada vez más rápido, hasta el final.
Se despertó de repente, sin entender dónde estaba, como le ocurría de niño cuando creía estar al revés en la cama, y no sabía dónde se encontraba la mesilla con la lámpara, perdido en la oscuridad de la noche. Pero seguía en el sofá, tendido bocabajo. Valeria estaba tendida a su lado, incorporada sobre el codo, con la cabeza apoyada en la mano, y lo miraba desde arriba. Llevaba puesta una bata cerrada por delante con un alfiler y el cabello recogido en la nuca. Estaba guapa. De Luca cerró los ojos.
– Qué raro es esto -dijo.
– ¿Qué tiene de raro? Somos los dos mayorcitos.
– No quería decir eso, quería… Bueno, no sé qué es lo que quería decir.
Se volvió bocarriba y se movió hacia atrás en el sofá hasta apoyar la cabeza en las piernas de ella. Sintió de nuevo su calor y aquel olor dulce.
– Me habré dormido -dijo, y ella asintió, sonriente.
– Has dormido como un tronco, como si llevaras años sin dormir. Incluso me he levantado un par de veces y no me has oído. Pero no estabas tranquilo, has hablado en sueños.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué he dicho?
– Era algo que acababa con «rojas».
– ¿Rojas? Qué raro, quizás soñaba con el trabajo.
Valeria le acarició la frente, apartándole el cabello despeinado. Se inclinó hacia delante y le dio un rápido beso en los labios.