– Ya sé de qué pie calzas.
– ¿Ah, sí? ¿De cuál?
– Tú eres de los que se esconden. Piensas siempre en el trabajo y hasta sueñas con el trabajo, siempre ocupado, siempre corriendo, sin parar.
– ¿Y eso es esconderse?
– Claro. En medio de todo este lío pocos saben realmente qué son y qué hacen, y por eso te mantienes tan apegado a tu papel, tú que tienes uno, y lo dices en cuanto puedes, soy policía, soy policía. Así no tienes que pensar en el frente que se acerca o en los puntos de las cartillas de racionamiento. Yo también lo hago.
– Qué interesante. ¿Y qué más?
– Estás solo, pero no te importa mientras tu trabajo te impida pensar. Y también en eso nos parecemos un poco.
– Bien. ¿Y cómo has descubierto todo esto?
– Por los ojos. Es que sé leer en los ojos. He leído en los tuyos y sé que tienes miedo.
– Ya me lo has dicho. ¿Y a qué se supone que tengo miedo?
– A que te maten.
De Luca sonrió, pero era una sonrisa que le tembló un poco en los labios antes de distenderse, y Valeria se dio cuenta. Lo besó de nuevo, luego le alzó la cabeza y se levantó.
– Voy a preparar un poco de café, café de verdad -dijo.
De Luca unió las manos detrás de la nuca y cerró los ojos. Casi se había vuelto a dormir cuando ella volvió, y el olor del café lo despertó enseguida. Se incorporó y tomó una tacita que ella le tendía removiendo la cucharilla. Bebió un sorbo y se quemó los labios.
– Falta azúcar -dijo con una mueca de repugnancia. Valeria se sentó a su lado, cruzando las piernas, y un lado de la bata se deslizó descubriéndole una rodilla redonda.
– Se ha acabado -dijo-, la cucharilla la he puesto de adorno.
De Luca sonrió y le acarició el rostro, introduciendo los dedos entre el cabello. Ella dobló la cabeza sobre su mano, encerrándola contra un hombro, y se quedó mirándolo, oblicua.
– Eres una bruja de verdad -dijo él.
– Más de lo que crees -dijo ella, y De Luca estaba a punto de inclinarse hacia delante, hacia sus labios, cuando algo, de repente, le cruzó el cerebro y le provocó un sobresalto. Retiró la mano, bruscamente, sin querer.
– ¡Las divisas -dijo-, claro, las divisas son rojas!
Apuró el café de un sorbo, se levantó y empezó a vestirse, mientras Valeria lo miraba sorprendida.
– Tal vez tengas razón -dijo, besándole la rodilla destapada antes de salir-, sueño de verdad con el trabajo cuando duermo.
CAPÍTULO CINCO
Llegó tempranísimo a comisaría, tan temprano que todavía estaban los carteles clandestinos en el muro de delante, las patrullas de la GNR aún no los habían encontrado. Durante un rato estuvieron sólo los centinelas y él en el edificio, y en medio de aquel silencio polvoriento de despacho desierto de funcionarios De Luca se sintió incómodo, presa de la obsesión por hacer algo. Leyó el informe del forense que yacía sobre su escritorio, saltándose los detalles técnicos y deteniéndose en la hipótesis de que el autor del delito fuese «una persona de corta estatura pero de mucha fuerza, situada frente al agredido y ligeramente desplazada a su izquierda». Hasta ese momento todas las personas que había conocido eran «de corta estatura». Sonia Tedesco, por ejemplo. Una historia turbia de sexo y drogas… Había ido a casa de Rehinard, eso estaba claro, había bebido un poco y luego, zas zas, dos cuchilladas. O la morenita de las gafas, por qué no, tal vez una amante celosa, vio salir a la Tedesco, se armó una discusión y… O bien… De Luca sacudió la cabeza, demasiadas lagunas, pocos elementos para deducir una solución. Faltaba la criada, que debía de saber mucho, aunque llevara fuera los últimos tres días. Además, faltaba el portero, que algo sabía seguro, si no lo habían eliminado como a su mujer. Y faltaba el maldito abrecartas. Y el SS. ¡Ay, Dios! De Luca se agitó en la silla con un crujido impaciente de la madera, mirando el reloj. Fuera, en el pasillo, resonaban pasos, y de vez en cuando se oía un portero. La comisaría se estaba animando.
El primero en llegar fue Pugliese. Llevaba un gabán veraniego, claro, con una flor en el ojal y unos zapatos de dos colores bastante elegantes, pero con su sombrero y, sobre todo, con su cara alargada y en punta, seguía pareciendo un policía. Tenía un periódico bajo el brazo y saludó a De Luca con entusiasmo.
– ¡Hombre, comisario! Qué madrugador es usté… ¿Ya ha visto el periódico? Nos hemos hecho famosos… Ha conseguido que la socialización pase a segunda página.
Abrió el periódico y, manteniéndolo abierto, se lo tendió a De Luca, que lo aferró enseguida. En primera plana había un titular exagerado, en tres columnas, «El misterio de Via Battisti», y debajo un artículo rico en detalles sangrientos. Había un retrato de Vittorio Rehinard que lo describía como un «masón intrigante, un degenerado entregado al vicio y a las prácticas ocultas». Hacía alusiones, nada veladas, al conde Tedesco, y sobre todo a su hija, cuya relación con Rehinard estaba «bajo el atento examen del ojo agudo de la policía». El artículo decía también que el caso se había confiado al comisario De Luca, «el más brillante investigador de la comisaría republicana».
– ¡Qué absurdo! -dijo De Luca-, ¡aquí alguien ha exagerado! Todos estos detalles macabros, sospechas sobre personajes eminentes… ¡Han infringido todas las directivas del partido sobre las noticias de crónica negra!
Pugliese sonrió, pellizcándose la barbilla.
– En efecto, no se veía un artículo tan sensacionalista en un periódico desde los tiempos de Girolimoni… Es el golpe de gracia a nuestro caso, apuesto a que nos lo quitan esta misma mañana y la censura hace retirar el periódico.
Albertini entró en el despacho, con el periódico también bajo el brazo.
– ¿Lo han leído? -dijo agitándolo, luego vio el ejemplar en la mesa de De Luca y pareció decepcionado.
– Lo hemos leído -respondió Pugliese-, dentro de poco seremos todos estrellas de cine.
De Luca cerró el periódico y lo apartó. Tanta publicidad le molestaba y a la vez lo asustaba.
– Pensemos en cosas serias -dijo-. ¡Qué voy a ser un brillante investigador, lo que soy es un burro! Y usted otro, Pugliese.
– ¿Yo, comisario?
– Las divisas, Pugliese, las divisas. ¡Esa mujer habló de las divisas de un SS, pero ellos llevan las divisas negras!
Pugliese frunció la frente, sin entender.
– Ya lo sé, comisario, he visto muchas.
– ¡Demasiadas! -dijo Albertini.
– Ya lo creo. -De Luca golpeó la mesa con el puño-. Pero la portera dijo que las llevaba rojas. ¡Rojas! ¿Entienden?
Pugliese se dio una palmada en la frente y luego un sonoro bofetón, muy teatral.
– ¡Anda la osa! ¡Pero si es verdad! Yo también me acuerdo… ¡las divisas rojas! ¡Son los SS italianos quienes llevan divisas rojas!
– Exacto. Ahora será fácil encontrar a ese capullo, oficiales italianos en las SS hay poquísimos, y menos en la ciudad… Albertini, ésta es una tarea para ti, ve a la Legión e infórmate, por orden de De Luca, el comisario más brillante de la policía italiana.
Albertini no demostró ningún entusiasmo, hizo una mueca y miró a Pugliese; éste asintió. De Luca, presa del nerviosismo, no se dio cuenta de nada.
– Nosotros también tenemos una noticia, comisario -dijo Pugliese, quitándose el gabán y colocándolo con suavidad en el perchero colgado detrás de la puerta-. Ingangaro ha dado una vuelta por los pisos y ha salido el nombre de la criada, Assuntina Manna.
– ¡Ah, por fin! ¿Y dónde está?
Pugliese se encogió de hombros.
– Hombre, comisario, a ésos los llaman evacuados justamente porque no tienen casa y son difíciles de encontrar. Pero ahora Ingangaro está en la Seguridad Social y en el Departamento de Empleo, y tarde o temprano dará con ella, ya lo verá.
Dos golpes en la puerta hicieron que se volviera. Un guardia con la gorra en la mano se asomó desde el umbral.