Juan Luis Berterretche
El Comisario Va En Coche Al Muere
Prólogo
Hace unos pocos años escribí que este libro “podía ser leído como una novela: del género tiene el ritmo, elementos de suspenso y aun de misterio y una acción que jamás decae”. Señalaba, también, en todo cuanto en él se relataba era minuciosamente histórico. Auténticos son los personajes, auténticos son los hechos, auténtico el entorno en que ellos suceden: “Apoyado en una profusa documentación, el autor reconstituye una época muy particular y unos personajes que perduran todavía en la memoria colectiva de los uruguayos: los anarquistas «expropiadores», el comisario Pardeiro, el temible Faccia Brutta, Bruno Antonelli Dellabella”. A ellos cabría agregar, en esta segunda lectura, a otros no menos memorables: Pedro Boadas Rivas, que cumplió veinte años en Penitenciaría en Montevideo, entre 1932 y 1953, durante los cuales agotó la entera biblioteca de la cárcel; Gino Gatti, quien con otros anarquistas “expropiadores” imaginó la construcción del primer túnel en el Penal de Punta Carretas; Vicente Salvador Moretti, uno de los asaltantes del Cambio Messina, el 25 de octubre de 1928, cuyo secreto amor por los pájaros (sobre todo gorriones y canarios) acaso lo salvó de la locura en la cárcel; Miguel Arcángel Roscigno (y no Roscigna, como creíamos todos), otro de los fugados del Penal, extraditado en 1936 hacia Buenos Aires, donde desapareció sin dejar rastros, al parecer ejecutado por orden del implacable comisario argentino Fernández Bazán, y después arrojado al Río de la Plata.
En la otra vereda, claro, estaba Luis Pardeiro, el Comisario que va en coche al muere, como Quiroga en el célebre poema de Borges. La muerte de Pardeiro en el cruce de Monte Caseros y Bulevar Artigas el 24 de febrero de 1932 (cuando existía aún el paso a nivel del ferrocarril al Manga) produjo una enorme conmoción en ese Montevideo que empezaba a dejar atrás los fastos del Centenario y los tiempos de bonanza, sacudido por las acciones de los anarquistas “expropiadores”, por la crisis económica del año 1929, por el creciente desempleo, las huelgas, en un horizonte político sobre el que se cernían negros nubarrones.
“En la mítica de una nación, aún en pleno proceso aluvional, se amplió el retablo de los dioses para glorificar Amsterdam (Uruguay se coronó campeón olímpico en 1928) y el Messina. Y entonces subieron al podio Scarone y los Moretti; Petrone, Cea, Capdevila; Boadas Rivas, Nazzasi y Tadeo Peña. Pero la cosmogonía estaba incompleta”, escribe Berterretche: “La osadía de quienes infringían la ley precipitó el arquetipo adverso”, el comisario Pardeiro, agrega.
Según él, los acontecimientos de 1931 y principios de 1932 se utilizaron para crear un clima propicio a la aprobación de una “ley de indeseables”, votada el 19 de julio de 1932 y perfeccionada en octubre de 1936 con disposiciones que ampliaban las de 1932.
El personaje que perfecciona el dibujo es el ya mencionado Faccia Brutta, digno de protagonizar una película de gánsteres, asesinado en la cárcel para impedirle discutir con realizadores norteamericanos el rodaje de una película destinada a contar su azarosa vida de violencia, y evitar así la difusión de hechos considerados perjudiciales para el anarquismo de los “expropiadores”.
Los cronistas históricos acuden por regla general a un estilo austero, casi profiláctico, acatan el ordenamiento cronológico. Berterretche descree de ese cómodo sistema y procede por anticipaciones, por bruscos saltos en el tiempo; vuelve una y otra vez a un hecho determinado, que estima capital en la economía del relato, de algo susceptible de torcer (de desbaratar) el destino de uno o más personajes. Ello es evidente en el episodio que ocupa buena parte del libro: el asesinato del comisario Pardeiro, la reconstrucción de los hechos que desembocaron en su sentencia de muerte y culminaron con su inexorable ejecución. Ese minucioso tratamiento es también rastreable en otros acontecimientos.
El autor elabora su crónica-relato-novela a partir del fluido manejo de documentos, de la atenta consulta de diarios y revistas de época; y de entrevistas a personas vinculadas a los acontecimientos, al período cubierto (desde 1921, año en que Luis Pardeiro se reintegra a la Policía, hasta el 7 de junio de 1932, fecha del falso esclarecimiento del asesinato del comisario), algunas de ellas recogidas de la prensa, otras realizadas por él.
Mencionaré las que considero claves: la entrevista a Aníbal Pardeiro, hijo del comisario; el reportaje a Boadas Rivas, publicado en el semanario Marcha en 1971; la entrevista al chofer Luis Palermo. La entrevista a la profesora Luce Fabbri merece un párrafo aparte.
En la página 33, Luce Fabbri se declara deslumbrada por ese Uruguay al que llega con su familia en 1929 en estos términos apasionados: “Llegamos al Uruguay y esto no era la libertad absoluta, pero se acercaba mucho, comparado con cualquier país de Europa. Era un lugar excepcional y lo que más me impresionó de entrada fue la libertad que se gozaba. Se podía editar lo que se quería, se podía escribir lo que se quería, era verdaderamente un lugar único en el mundo. […] Aquí la sensación de libertad que se respiraba no era algo oficial, era un sentimiento de la gente, que es lo más difícil”. En la página 76, preguntada acerca de su conocimiento de Faccia Brutta dijo haberlo visto una sola vez: Era muy feo y me impresionó tremendamente mal […] “Era repulsivo, bastante repulsivo y yo vivía en una atmósfera distinta. Yo conocí a Carnelli, Grauert estuvo en casa”.
Como en muchos otros casos célebres, en éste hubo también equívocos, expedientes extraviados, como el que contenía la sentencia de primera instancia en el juicio seguido contra los presuntos autores del asesinato de Pardeiro, sustraído del Archivo Judicial. Hubo ásperos debates parlamentarios, aviesas declaraciones políticas, contradictorias crónicas policiales. De todos esos excesos o meras confusiones, acaso lo más significativo sea la pérdida de la misteriosa carta que ocupó por entero la atención del comisario a lo largo de todo su viaje (del último viaje) en coche, cuya lectura y relectura le impidió darse cuenta a tiempo de la emboscada que se le había tendido y en la que halló la muerte. Tal vez en ella (como en la que recibió y no leyó Julio César) se le advertía de la trampa que lo acechaba. [1]
Omar Prego Gadea
El sombrero enterrado
Eran pasadas la una de la tarde de un día luminoso de febrero. En los hogares españoles de la cosmopolita Montevideo se escuchaba de sobremesa el programa de zarzuela que trasmitía CX 36 Centenario Broadcasting. Los inmigrantes italianos, mientras tanto, sintonizaban CX 12 Radio Westinghouse, para nostalgiar con las canciones que entonaba el tenor Gentile acompañado al piano por Alfaro.
El automóvil de Carlos Baldomir, Capitán de Puertos, entró a 18 de Julio desde la Plaza Independencia por la izquierda -la dirección del tráfico era, según normas inglesas, inversa a la actual- pasando frente al Cambio Messina, y sin que los escasos peatones que circulaban por las veredas se fijaran en aquellos dos hombres que conversaban en el asiento trasero.
18 de Julio se había agrisado por las construcciones de cemento. Sus veredas ya no contaban con la luminosidad que los nuevos edificios interceptaban.
Los dos pasajeros no hicieron ninguna reflexión sobre los cambios que el progreso había producido en la calle por la que transitaban, pues no estaban interesados en otra cosa que no fuera los detalles de la investigación que se practicaba en la Aduana.
No observaron tampoco, al llegar a Andes, los carteles del cine Colonial que anunciaban la proyección sonora de La voz del corazón con Al Johnson.