En 1971, Boadas Rivas desmintió estas versiones, taxativamente:
No. No hubo torturas.
Yo tenía un bigote postizo. Estaba con las muñecas esposadas por la espalda. Pardeiro vino y tiró del bigote, arrancándomelo. Yo me le arrimé y le dije: ¡Qué hombría! ¿eh? No me contestó. Fueron momentos muy feos. Nos tenían de plantón pero yo me senté. Si me castigan que me castiguen ahora, cuando estoy entero, pensé. Cuando pasé a declarar me trataron muy bien. Pardeiro, incluso me hizo los signos de la masonería. Pensó que yo era masón, porque le dije que había estado en El Día, que me habían invitado a comer con Batlle. Entonces hizo retirar a otros dos policías de la misma jerarquía que él, que colaboraban en la investigación y llamó a César Batlle. Este confirmó lo que yo había dicho, pero pidió que no se mencionara. Entonces Pardeiro me hizo los signos de la masonería, a ver si los reconocía. Yo le contesté que no era masón, que no aceptaba nada de la masonería ni de la mafia.
Boadas Rivas, en la misma entrevista, también desmiente que Pardeiro haya torturado a Roscigno.
No, fue una bofetada nomás. Roscigno no dijo nada en ese momento. Cuando vino el abogado, Lorenzo Carnelli, le contó: “Ese hijo de puta me dio una bofetada. No se la voy a perdonar en mi vida. Me la tengo que cobrar. Preso o en libertad, algún día me voy a cobrar esa bofetada”. Carnelli lo comentó con Frugoni, con Zavala Muniz, con otra gente, a alguno de los Batlle mismo, a los compañeros de Protección de Choferes. Fue corriendo la bola hasta que la agarró un italiano, anarquista, al que llamábamos Faccia Brutta. Fue a ver a Carnelli y le pidió: “Deme la manera de hablar con Roscigno. Carnelli lo llevó consigo. Cuando vio a Roscigno el tano le dijo: Vengo por una pregunta. ¿Te levantó la mano ese Pardeiro? Sí, me la levantó. Nada más. Ese no vuelve a levantar la mano nunca. Saludó y se fue”. [18]
La muerte de un brazo
Borggiano esperaba distraído tras el volante del taxi en su parada de Uruguay y Rondeau. Eran pasadas la una de la tarde, pero como el otoño avanzaba por su tramo final, no restaba demasiado para disfrutar de la tibieza de un tiempo benévolo. Cuando el hombre subió al vehículo y le pidió que se encaminara hacia el Sanatorio Uruguay -en la calle Médanos- no alcanzó a observar el aspecto.
El pasajero descendió en el Sanatorio y le pidió que lo esperara. En instantes salió y Borggiano pudo mirarlo con detenimiento. Era joven, vestía gabardina clara, chambergo gris con cinta negra sobre cabellos castaños, y un rostro lampiño y delgado. Vestido correctamente; nada en su aspecto producía recelo. Con un gesto de contrariedad le indicó que fuera en dirección al Cerro, y explicó que como el enfermo que había venido a ver no había llegado lo irían a buscar.
Las pocas palabras que intercambió el pasajero con Borggiano fueron para precisarle, mientras atravesaban el Cerro, que la dirección que procuraba era en las inmediaciones del Balneario Pajas Blancas. Saliendo del Cerro, el coche rodó por una calle recién pavimentada, acercándose a la playa.
Comenzaban a sentir la humedad de la costa en los labios, cuando vieron venir a un peatón en sentido contrario. El pasajero hizo detener el taxi para preguntarle la ubicación del lugar que estaba buscando. El paraje era desolado y mientras el transeúnte se acercaba al vehículo, el insospechado joven colocó un revólver en el pecho del taxista y le dio la orden de abandonar el auto. Cuando el chofer, sin titubear, descendía del coche, pudo ver que el otro hombre también tenía un arma en la mano. Bajo, de complexión gruesa, con un traje claro y una gorra gris a cuadros, el nuevo personaje ocultaba el rostro con una bufanda.
– Tantealo a ver si tiene armas- ordenó el recién llegado.
Al comprobar que Borggiano estaba desarmado, lo mandaron caminar hacia la playa, mientras el de gorra empuñaba el volante para alejarse del lugar.
Así las cosas y mientras el taxista se alejaba, los sujetos lo volvieron a llamar y el que tomó primeramente el auto, extendiéndole tres billetes de a peso, le dijo:
– Tomá, para que no pierdas todo el importe del viaje – agregando:
– No te aflijas que vas a tener tu auto de nuevo.
De inmediato, dieron una vuelta en redondo y se alejaron velozmente.
El río acaricia con sus humores salitrosos la costa. Mientras camina, con los tres pesos aún en la mano, el chofer se da vuelta para ver cómo se aleja su coche. Algunos minutos más tarde ve acercarse un camión y empieza a hacer señas para detenerlo. El camionero lo arrima hasta la seccional del Cerro y allí hace la denuncia. La vigésima cuarta de inmediato comunica el hecho y momentos después cunde una justificada alarma por toda la policía.
Investigaciones telefonea a los bancos, a las casas de cambio, al Municipio, a la Tesorería de la Nación, a Vialidad y a los principales frigoríficos.
Sospechaban que el auto robado serviría para llevar a cabo algún asalto. Incluso se reforzó la vigilancia policial en los barrios comerciales. La matrícula del vehículo fue trasmitida a todas las seccionales.
En algunas horas podría comprobarse que la hipótesis del supuesto atraco era falsa.
Después de desembarazarse de Borggiano, los dos hombres pusieron rumbo hacia el otro extremo de Montevideo. Se dirigían hacia el barrio La Paloma, en los alrededores de Monte Caseros y Larrañaga.
Luego de atravesar de oeste a este la ciudad, el taxi tomó por Monte Caseros bordeando la vía y desplazándose a una velocidad moderada por los adoquines. Dieron algunas vueltas por el lugar y, pasadas las tres de la tarde, creyeron ver al objetivo de su acción aprestándose a cruzar la vía por el paso a nivel de Mariano Moreno.
Vigilaban su casa, pero no la habían tenido siempre a la vista. Si no actuaban rápidamente, se les iba a escapar. El paso de Mariano Moreno era sólo para peatones.
Cuando lograron acercarse con el coche, el individuo había subido al terraplén y comenzaba a cruzar el alcantarillado de hierro.
El hombre escuchó la detonación, pero en los primeros segundos no se dio cuenta de que estaba herido. Creyó que se trataba del estallido de un neumático y se detuvo para mirar el coche de donde venía la explosión.
El chofer del vehículo hacía esfuerzos desesperados para volver encender el motor.
Entonces comprendió lo sucedido, al notar que su brazo estaba muerto. Miraba sorprendido a quien pensaba que accidentalmente lo había herido y alcanzó a decir:
– ¡Eh, eh, mire lo que ha hecho!
El coche finalmente arrancó y sólo le quedaría la imagen de un auto gris y de un desconocido, con gorra a cuadros, al volante, que cambiaba en un segundo su destino.
El brazo le ardía como si estuviera quemando de adentro hacia afuera. Salió de la vía y caminó hasta lograr que un automovilista lo ayudase. Al recostarse en el asiento sintió que se desvanecía, pero en algún momento logró pedir que lo llevaran al Hospital Militar.
Argentino Pesce, un empleado de la farmacia del Hospital Militar, de veintiséis años, había ido ese día a visitar a su madre, que vivía en Juan Cabal y Monte Caseros. En la mañana, ella había comentado con cierto orgullo en la Panadería de los Mato: Hoy va a venir mi hijo a visitarme.
Pesce, que era argentino de nombre y de nacimiento, comió con su madre y alrededor de las tres de la tarde se despidió para dirigirse a tomar su turno en el trabajo. Sin saberlo llevaba en el bolsillo un pasaje hacia la mala suerte.