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Media hora después, ingresaba al Hospital Militar con el brazo derecho destrozado. El médico de guardia comprobó que tenía una doble fractura en el antebrazo y que había perdido mucha sangre. De la herida sacó recortes de plomo y cobre y hasta el taco de fieltro del cartucho.

El herido no podía prestar declaración por la alta fiebre, pero en algunos momentos de lucidez repetía: No tengo enemigos.

La primera presunción policial fue que se trataba de “una venganza por un asunto de faldas”. Pero las pistas sobre supuestos enemigos de Pesce no llevaron a ningún lado.

Antes de que finalizara aquel miércoles 27 de mayo de 1931, el vehículo de Borggiano fue hallado en las inmediaciones del Parque Rodó. En su interior se encontró una cápsula calibre doce, desechándose entonces que el arma utilizada era antigua, de las que se cargan por la boca, como se supuso en un principio.

A las veinticuatro horas del escopetazo, la infección se había extendido hasta el hombro y los médicos comenzaron a preparar, con decisión, la amputación del brazo.

El Plata, al día siguiente del atentado, no descartó “que el herido hubiera sido víctima de una confusión”.

El Ideal también señalaba la posibilidad de una equivocación y recordaba que en las proximidades vivía el comisario Luis Pardeiro.

Nueve mil trescientos pesos

Diariamente, el pagador Nemesio Martínez Anzuain viajaba desde el Frigorífico Nacional hasta la sucursal del Banco República, en la Villa del Cerro, a depositar dinero.

Desde allí se dirigía al muelle sobre la bahía, para tomar el vapor que lo cruzaba hasta el atracadero de la calle Maciel y encaminarse luego a la sede del Directorio del Frigorífico, en la calle 25 de Mayo, donde dejaba la bolsa con la correspondencia.

El trayecto desde las planta hasta el banco lo hacía en un camioncito Ford 5-60 y aquel lunes transportaba la recaudación de ese día y la del sábado y domingo, de forma que se habían acumulado diez mil quinientos pesos. Una importante suma a pesar de la fuerte caída de la moneda en agosto de ese año.

El camioncito atravesaba el Barrio Casabó, tomaba por la calle Holanda, y unos metros antes que ésta se cortara, sin alcanzar a cruzarse con Cuba, había una senda que la comunicaba con la avenida José Batlle y Ordóñez, por donde debía tomar el vehículo para llegar a la villa.

La avenida Batlle y Ordóñez rompe la recta geometría de la villa, para comunicar a ésta con la Fortaleza, evitando la pronunciada pendiente.

Desde la calle Cuba, la avenida realizaba dos curvas abiertas antes de desembocar en el fortificado monumento histórico.

Llegando a éste se levantaba un solitario edificio en donde funcionaba el Bar La Cumbre. Fuera de él no existía más vivienda próxima que una modesta casilla, sobre el inicio de la calle Cuba, a poco más de cien metros de la cumbre. Entre las dos construcciones desembocaba la senda que unía la avenida con la calle Holanda.

El sitio se encuentra casi en la cumbre del Cerro y desde él se domina un espléndido panorama, toda la villa, la bahía y la ciudad en la otra margen.

Es un lugar despoblado, apacible, donde la vista es naturalmente atraída por las grandes distancias que pueden abarcarse.

Pasado el mediodía, la señora Lola de Vargas cosía junto a una ventana desde donde dominaba todo el paraje. Era la única ocupante de la pobre vivienda de la calle Cuba.

En las inmediaciones del Bar La Cumbre, sólo daba señales de vida el lechero José Vicente Herró, que habiendo dejado su jardinera detenida sobre Batlle y Ordóñez, se entretenía mirando un partido de fútbol que a lo lejos jugaban unos gurises, de espaldas al sendero.

A la una y cuarenta de la tarde la señora de Vargas vio que llegaba un taxímetro que se detuvo unos cien metros antes del bar, pasando la desembocadura de la senda. De él descendió un hombre que llevaba un objeto largo envuelto en diarios y se dirigió a la margen izquierda del estrecho sendero, casi donde éste tomaba contacto con Holanda. Allí se detuvo, situándose detrás de una gran maceta de portland clavada en la tierra. El lugar permitía una vista óptima de cualquier vehículo que se aproximara desde el barrio Casabó.

Dos hombres más salieron del taxímetro. Uno se dirigió hacia Batlle y Ordóñez frente a la salida del atajo y se puso a leer un diario. El otro fue a hacer compañía al primero, llevando otro bulto similar en sus manos.

Ambos parecían mirar el panorama.

El taxi que había quedado apuntando hacia la fortaleza, giró y puso su espolón hacia la bajada. El resplandor del sol obligaba a entrecerrar los ojos. La superficie de la bahía impresionaba como si se estuviera frente a algo más consistente que el agua. Acaso, la nata que se forma en la pintura, con sus mismos reflejos opacados.

A la una y cuarenta y cinco, el camioncito Ford llegaba a la senda y antes de enfilarla disminuía la velocidad. En él, además del pagador Martínez Anzuain, viajaban en la cabina el chofer Natalio Ursi y el sereno del Frigorífico Nacional.

De pronto, la señora que cosía y el lechero que contemplaba el improvisado partido, se sobresaltaron. Acababa de sonar una detonación, a la que siguieron muchas otras. Los hombres apostados junto a la maceta hacían fuego con sendos Winchesters sobre el camión, mientras el que estaba parado en la avenida disparaba con un arma corta que empuñaba con el brazo extendido.

En medio de esa trampa de fuego, el vehículo comenzó a dar tumbos por el atajo hasta que, ya privado de dirección, se fue contra un árbol a la orilla del camino.

Mientras, el taxímetro se acercaba lentamente al tiroteo.

Un enorme proyectil calibre 44 había sido enviado con tal puntería que luego de horadar el cristal del parabrisas penetró por el ojo derecho del infortunado conductor y quedó alojado en la nuca. Fue en ese momento que éste largó el volante, pero cuando el camión se detuvo contra el árbol, aún pudo abrir la portezuela y salir del coche. Apenas pudo llegar junto a la rueda trasera, donde se desplomó. Con la cabeza afirmada al guardafango, arrodillado junto a su coche, expiró.

En el asiento central, quedó tendido el sereno, con cinco heridas de bala de grueso calibre.

Uno de los pasajeros había resultado ileso. El pagador, al iniciarse el tiroteo, se arrojó al suelo de la cabina acurrucándose contra la barra del volante y tuvo la inmensa suerte de que no lo alcanzara ningún proyectil.

Cuando los asaltantes se convencieron que no había resistencia en el camión, se acercaron. Uno de ellos, que vestía traje marrón, se asomó a la parte delantera y gritó al pagador que le entregara las valijas. Lo que hizo, sin oponer resistencia alguna.

El hombre se apoderó de las maletas, pero antes de retirarse advirtió que Lazcano, herido de muerte, aún empuñaba un gran revólver Elefante. Se lo arrancó de la mano y lo arrojó cargado e intacto a unos cuantos metros de distancia, donde fue encontrado más tarde por la policía.

Mientras la señora de Vargas prorrumpía en gritos y el lechero se disponía a subir a su jardinera, el dueño del Bar La Cumbre vio cómo el taxi se alejaba por Cuba, tomaba Carlos María Ramírez, pasaba el puente del Pantanoso y se perdía de vista en una lejana subida próxima a Belvedere.

El taxi fue abandonado minutos después de las dos de la tarde, en Foch y Trápani, en el barrio 25 de Agosto, a orillas del arroyo Miguelete.

Era un Hudson, propiedad del chofer Ángel Lago, con parada en Domingo Aramburú y General Flores. En él quedó la valija del dinero con mil doscientos pesos olvidados en el apresuramiento, la bolsa de correspondencia y una cesta con comida. El medidor, aun en marcha, marcaba quince pesos con cuarenta.

El botín ascendía, entonces, a nueve mil trescientos pesos. Al día siguiente la policía salió a hacer allanamientos al boleo. Detuvo a Pura Ruíz, compañera de Morelli, a Isabel Fernández, a Miguel Ramos García y a José y Virgilio Giménez, guardas de ómnibus sindicados como “catalanes y anarquistas”.