El mismo día que se publicaban las declaraciones de Gariboni, la policía remarcaba que se había comprobado debidamente la enfermedad de éste.
Pardeiro tenía razones para estar intranquilo. El senador Minelli, había comunicado a la Comisión del Senado que investigaba las irregularidades en la Aduana, que habían recibido varias amenazas de muerte.
Poco tiempo antes del atentado, tres personas se habían presentado en la casa del comisario y cuando la señora Regina Aurucci los atendió, le habían dicho que querían hablar con el “ciudadano” Pardeiro.
A la señora le pareció extraño lo de “ciudadano” y así se lo hizo ver a su esposo. Hizo pasar a los tres hombres a la sala que estaba a la izquierda del hall y unos minutos después apareció el comisario.
Los desconocidos dijeron ser comerciantes y venían en representación de un número mayor de gente dedicada a igual profesión.
– Queremos hablar con Usted en privado, manifestaron mientras esperaban que la señora de Pardeiro se retirara de la sala.
– Lo que tengan que decir, pueden hacerlo delante de mi señora. Por la relación que me une con ella, no puedo usarla como testigo, contestó el comisario.
Los sujetos dudaron unos instantes, intercambiaron miradas, y luego uno de ellos tomó la iniciativa;
-Venimos de una reunión entre varios comerciantes y en ella hemos considerado su situación y sus necesidades. Una persona que ha hecho tanto por el país y sin embargo no ha sido compensada debidamente. Nos preocupa remediar esa injusticia. Esta casa, por ejemplo. Sabemos que la está pagando por la Ley Serrato y que eso significa sacrificios, más aún con la obligación de criar cuatro hijos. Estamos aquí para proponerle que tome en cuenta la posibilidad de acceder a una función mejor remunerada que la que hoy ejerce. Hemos pensado, por ejemplo, en un cargo como encargado de casinos. Es algo que usted podría manejar con solvencia. Es cierto que necesitaría también un hogar más acorde a esa nueva función. Algunos de nuestros colegas han sugerido que una casa en el Balneario de Carrasco sería un lugar adecuado para usted y su familia. Nos sentiríamos satisfechos si usted considerara nuestra propuesta. [20]
Mientras el hombre hablaba, los otros dos remarcaban con gestos afirmativos lo que éste decía.
El comisario se mantuvo inmutable mientras oía. La señora, que ante la exigencia de la privacidad que habían reclamado los visitantes se disponía a alejarse antes de iniciarse la conversación, se quedó de pie, incómoda.
En tono poco condescendiente Pardeiro terminó la entrevista.
– Señores, ustedes me han pedido diez minutos de mi atención, yo les aconsejaría que si no tienen nada más importante que decirme demos por concluida esta charla.
Los hombres se retiraron molestos y el comisario lamentó no contar con el coche policial en la puerta para seguirlos.
El automóvil de Baldomir, seguido del Ford Faeton con la capota baja, entró a 18 de Julio desde la Plaza Independencia.
Por las aceras de la transformada avenida, las montevideanas tenían un aspecto más moderno. De falda breve y entallada, con los ojos sombreados de rimmel y las boquitas pintadas, marchaban solas, libres, desenvueltas, con un cierto aire de pillete por las cortas melenas. En la vestimenta masculina se notaba el triunfo del cuello de lancha ante los de celuloide o palomita y la difusión de los ranchos paja o pajillas como se los llamaba vulgarmente. A esa hora en que las empleadas y empleados de comercios hacen descanso de mediodía, un perro ovejero alemán, tirando de un carrito, paseaba un enorme cocinero de papier-maché, vestido de blanco, como propaganda del Ciudad Hotel, que atendía en Paraguay 18 de Julio.
En la esquina del London Paris, una especie de muñeco todo rojo, encaperuzado, inmóvil y con voz de altoparlante radiofónico, emitía anuncios, en tonos diversos, sugestivamente combinados. El autómata callejero no era otra cosa que un ingenioso disfraz bajo el cual Julio Palolito -un antiguo trapecista del circo Podestá- se ganaba la vida en tiempos difíciles.
La publicidad, a la que el cine sugería nuevas posibilidades, hacía los primeros intentos de salir de la imagen estática de los carteles y avisos.
Los dos coches siguieron su trayecto entre el trajín y las frivolidades de la principal calle de esa Montevideo veraniega, el de adelante con dos pasajeros circunspectos que intercambiaban ideas sobre una investigación difícil para quien, como el comisario Pardeiro, estaba acostumbrado al delito llano, elemental. El de atrás conducido por un hombre ajeno a toda la trama pero impulsado por la fatalidad del lugar y el momento impropio.
Cruzaron la Plaza Cagancha, que aún mantenía sus hermosas escalinatas curvas que conducían al inicio de la calle Rondeau, sin que ninguno de los dos pasajeros pusiera una atención especial en los grandes edificios que la rodeaban; la austera construcción del Consejo de Administración Departamental, la sede del Ateneo y el Palacio Piria.
Aquel viaje rutinario continuó entre los toldos de los comercios que casi techaban totalmente las veredas de 18 de Julio, refrescando el paseo de los transeúntes en el agobiante mediodía de febrero.
Los coches dejaron atrás al monumento al Gaucho, haciendo la pequeña curva que quiebra la rectitud de la gran avenida y alcanzaron la Plaza Artola.
Desde allí el tránsito se hacía más liviano, pero por causa del carnaval se embarullaba algo en las esquinas de Arenal Grande y de Municipio, donde se levantaban tablados.
En minutos llegaron a Bulevar Artigas. El coche de Baldomir se detuvo frente al Hospital Italiano para que descendiera Pardeiro. El trayecto común había terminado; el Capitán de Puertos vivía en Pocitos. El comisario caminó unos pasos y subió a su automóvil que lo esperaba con el motor en marcha. Se acomodó en el lado izquierdo de la parte trasera, mientras introducía una mano en el bolsillo de su saco para retirar un sobre que le preocupaba.
El Ford conducido por Seluja tomó por Bulevar, hacia el norte. En las seis cuadras que lo separaban de la vía que interrumpía Bulevar por la esquina de Pagola, fue leyendo detenidamente esa carta que seguiría en sus manos en el momento decisivo de la celada.
Al acercarse al paso a nivel, Seluja disminuyó la velocidad para cruzar las vías y poder tomar Monte Caseros.
Tres hombres esperaban del otro lado. Se incorporaron rápidamente de la zanja que bordeaba el muro de ladrillos del Deportivo Juventud donde aguardaban.
Un gran cartel que anunciaba Zapatillas-Alpargatas estaba pintado en la parte superior del muro para captar las miradas de los que cruzaban el paso a nivel.
– Ese es el coche, ahí viene Pardeiro!
– Ma, ¿estamo seguro?
– Sí, sí, es él!
Eran la una y media y Regina Aurucci, esposa del comisario, tenía todo pronto para el almuerzo.
La línea ferroviaria que cruzaba Bulevar Artigas, a la altura de Monte Caseros, pertenecía al Ferrocarril Uruguayo del Este. Se había inaugurado en 1878 con catorce quilómetros de vías y destino a Manga. Su estación principal, Cordón, estaba en un predio que luego ocupó la Barraca Azpitarte, frente al Palacio Gastón Güelfi.