Ni siquiera echaron un vistazo indiferente, cuando atravesaron Convención, al majestuoso animal de hierro dorado que, apoyado en un balcón, se proyectaba sobre la vereda para identificar la Farmacia del León de Oro.
No se puede culpar al Comisario Pardeiro de su desinterés por la fisonomía de la gran avenida cuando tenía entre sus manos la pesquisa más importante de sus dieciocho años de carrera en la policía.
Más aun cuando no podía sospechar que aquel veinticuatro de febrero era su última oportunidad de llenarse los ojos con el paisaje de 18 de de Julio.
Era casi de noche, aquel 24 de febrero, cuando Eugenio Pennino venía en su carro por Larrañaga. Había ido a la campaña a comprar verduras y aves para abastecer su puesto de la feria. Cuando dobló por Monte Caseros se encontró con una cantidad de automóviles estacionados de los dos lados y mucha gente en las veredas.
“¿Qué habrá pasado en mi casa?” pensó, mientras trataba de aguzar la vista y apretaba las manos sobre las riendas.
Con dificultad, logró pasar con su tiro de tres caballos entre las dos filas de coches, y llegar hasta su domicilio. Allí se enteró que la tragedia era en la casa de sus vecinos por los que, por otra parte, no sentía mucha simpatía.
Esa noche, respetando el duelo, se suspendieron los espectáculos carnavaleros, en el tablado de La Vía , sobre Monte Caseros cruzando Larrañaga.
Había sido luna llena el domingo 21 de febrero. El miércoles recién comenzaba a menguar y aún salía alumbrando con tonos rojizos sobre un barrio conmocionado.
Mi padre estaba afuera. Había ido con su carro a comprar a las chacras. Mi hermano Eugenio, el menor, escuchaba el noticioso del mediodía y antes de que empezara La hora de la mujer y del niño, informaron que habían matado a Pardeiro en Monte Caseros y Bulevar.
Ese mismo día fui a saludarla. Vivíamos pegados. Había mucha gente. Era un gentío, mire. Él era muy relacionado. La señora estaba sentada en un sillón. Lo velaron en la pieza de adelante, en la primera pieza a la izquierda. Alcancé a verlo, pero usted sabe, cuando uno ve una persona en un cajón… Se te notaba la marca del balazo en la frente, de lo demás ya ni me acuerdo. [2]
Elena Pennino tenía 24 años cuando murió el comisario, aquel verano de 1932. Es la única vecina de la cuadra que siguió viviendo allí
Del velatorio sólo trascendió el desasosiego que produjo una inscripción hecha por manos anónimas.
Los periodistas descubrieron que en el Álbum Mortuorio alguien había escrito: Ojo por ojo, diente por diente. Inmediatamente especularon que era obra de los mismos asesinos, en un alarde de audacia.
Sin embargo, 45 años más tarde, José Pascasio Casas Rodríguez, Jefe de la Policía de Investigaciones cuando el asesinato del comisario, afirmó que la cita del Talión era obra de sus propios compañeros policías.
No era la firma de un crimen sino la amenaza de otros.
La foto del Mundo Uruguayo, en la que estamos Héctor, Chichita y yo con mi madre, fue antes del velorio. Fue cuando nos enteramos de la muerte de papá.
En el velorio no estuvimos ninguno de los hijos.
Había una señora que se llamaba Yoli, que vivía a media cuadra de casa, muy amiga de mamá y a los cuatro hermanos nos llevaron para allí.
La radio lo dio en el mismo momento: “asesinaron al Comisario Pardeiro”. Felizmente mamita no lo escuchó. Los vecinos se acercaron pero ella no sabía nada y los que entraron no se animaban a decirle lo que había pasado.
Mi madre nunca me volvió a hablar del velorio. Es algo que guardó para ella. Al entierro sí fui. Creo que mis otros tres hermanos no fueron. Fui solo a acompañar a mamá. El entierro partió del Círculo Policial por la calle Yaguarón al Cementerio Central. Terra, que era el presidente, continuamente me tuvo tomado de un brazo, junto a mi madre. Había tres carrozas. Dos de caballos y otra de motor. Una con el féretro de papá y otra con el de Seluja; la tercera, tapada de flores. Yo caminaba mareado, no sabía muy bien lo que estaba pasando. Lloraba cuando veía llorar a mamá. Mi preocupación era por mi madre, por lo que ella sentía. No pensaba en el significado que todo eso tenía para mí. Hoy me doy cuenta que igual, sismaba mucha cosa.
Poco tiempo después, pensaba en vengar a mi padre. Tenía un matagatos y bueno… cosas de muchacho, más bien de un niño. [3]
Los llevaron al Hospital Italiano y fallecieron allí. El chofer Seluja, veinte minutos después de ingresar al hospital. Pardeiro, a pesar de tener la cabeza destrozada y tres heridas de bala más, entró en los estertores de la agonía recién una hora y media después del atentado. Expiró unos minutos pasadas las tres de la tarde.
Papá siempre usaba corbata negra y un alfiler de corbata con una perla. Llevaba dos relojes, uno de bolsillo -con su cadena- que en la tapa tenía en relieve dos caballos rampantes. Su único anillo tenía engarzado un rubí.
En el trayecto hacia el Hospital Italiano desaparecieron los relojes, el alfiler de corbata y el anillo.
Creo que estaba armado y tampoco del arma nada se supo. [4]
Al quitarle las ropas en el hospital, le fue retirada del bolsillo la suma de cien pesos que acababa de entregarle el Jefe de Aduana para un viaje que debía hacer a Colonia. Debía haber partido ese mismo día para trabajar en el esclarecimiento de un importante contrabando de alcohol.
Antes que el cuerpo del comisario fuera transportado a su domicilio, un policía llevó las ropas que le habían quitado en el hospital y se las entregó a su esposa, Regina Aurucci.
Enterada de la tragedia, la señora sólo había atinado a ponerse un sencillo vestido negro. Recibió en la puerta las ropas que le traía ese emisario del infortunio y comenzó a caminar hacia el interior de la casa sosteniéndolas con sus brazos extendidos. Las puso sobre un sillón e impensadamente dio vuelta el sombrero. Estaba empastado en coágulos y trozos de materia grumosa, indescriptible. Con la prenda doliéndole en las manos se dirigió hacia el patio. Caminó presurosa por la estrecha vereda de baldosas bajo la parra, hasta el fondo, y enterró el sombrero.
El olor de las frutas maduras se mezclaba con el de la tierra húmeda y se hacía irrespirable.
León, el perro de Aníbal, tironeaba de la cadena bajo la higuera, mientras gemía y ladraba amistosamente.
El sombrero enterrado fue lo único del comisario que quedó en la casa. La familia se mudó poco tiempo después.
¿Pardeiro? Era un hombre muy retraído, con muy poca relación con el barrio. Llegaba y se iba en un auto de la policía, con chofer. Ni saludaba, ni se detenía a conversar con los vecinos. Siempre de particular, ropa oscura, corbata y sombrero. Vestía muy bien.
No, no recuerdo haberlo visto nunca saliendo a pasear con la mujer y los hijos.
Era retacón, casi calvo, fornido y también algo chueco.
Nosotros vivíamos pegados a su casa y tengo presente una sola vez que habló con mi padre a través del muro que separaba los terrenos. Mi padre tenía un carro con tres caballos. Era como mercachifle, iba a afuera y traía papas, cebollas, gallinas. Después ponía nuestro puesto en la feria de Yaro. Creo que hablaron porque tenían que pagar la medianera, no sé si se arreglaron. No sé bien para decirle la verdad.