Desde temprano, los tres esperaban que apareciera el coche. Estaban en una zanja, sentados sobre el pasto, simulando ser operarios que pasaban el mediodía. La resolana les hacía entrecerrar los ojos y a “Faccia” lo ponía endemoniado. Como decía un viejo anarquista “cuando El Tano anda seco de vientre, las almorranas inflamadas y el hígado hinchado, es capaz de matar a cualquiera de sus amigos o compinches”.
Aquino se había ubicado de forma de controlar, más allá de la vía, los coches que se acercaban al cruce ferroviario.
Aquel luminoso veinticuatro de febrero la operación había sido pensada como un reconocimiento del comisario, del coche, del lugar, la hora…, para luego planear en detalle el golpe.
En pleno verano, a la una o una y media, era difícil que hubiera mucho movimiento por esas calles.
Cuando Aquino identificó el Faeton de Pardeiro, en el momento que éste disminuía su velocidad para cruzar el paso a nivel, “Faccia Brutta” se incorporó y caminó decidido hacia el cordón de la vereda.
De una sola mirada pudo apreciar que el Ford casi se detenía al atravesar las vías; que el comisario iba sin custodia en el asiento trasero, en el lado opuesto al volante, presentando una línea de tiro impecable; que el chofer estaba concentrado en la maniobra del cruce, en la cerrada curva y las operaciones para volver a tomar velocidad y que Pardeiro tenía la cabeza baja observando algo en sus manos.
Para “Faccia Brutta”, siempre era mejor saber reconocer cuando se estaba ante un buen momento que regirse por planes minuciosos. No era la primera vez que actuaba como ejecutor del destino. La experiencia le había otorgado el don de identificar el instante propicio, con una mirada, al barrer.
Antes de que sus compinches pudieran oponerse a la acción, sacó la Parabellum, dio dos zancadas, quedó enfrentado a su víctima y disparó contra un rostro sorprendido. Acertó en medio de la frente.
Todo estaba definido.
Guidot y Aquino, rezagados, empezaron a disparar contra el Ford, que iniciaba un trayecto errático, luego de ser alcanzado el chofer.
“Faccia” siguió tirando sobre el lado izquierdo y luego desde atrás, hasta terminar un cargador. Cuando recargaba su pistola vio caer al hombre del volante y luego siguió con la vista al auto que, girando bruscamente, subía a barquinazos sobre un baldío y se detenía.
Era el momento de huir. No tenían vehículo que los aguardara, así que empezaron a correr por Hocquart hacia abajo, esperando que la suerte y el ingenio les resolviera el medio de escape. Luego de correr unas cuadras le quitan el auto al garajista Gauthier.
La inspiración de “Faccia Brutta” había sido acertada. Las víctimas no pudieron intentar ni una mínima defensa.
Ese primer disparo que impactó en el lugar exacto, fue el que detuvo el tiempo de Pardeiro, haciendo alzarse ingrávido su sombrero.
Ese hombre, más bien bajo, de complexión fuerte, cara bastante redonda, como lo describió uno de los testigos, luego que abandonaron el Studebaker de Gauthier en Pando y Ceibal, se alejó solo.
No volvió a pisar en el taller de Destro. Fue hasta la pensión donde había alquilado una pieza. Se bañó, cambió de ropa y salió en dirección a una cantina italiana. Comió y bebió mucho vino. Se hizo el borracho, armó un gran escándalo y fue llevado a una comisaría por ebriedad y desorden, donde estuvo por una semana, pues siguió haciendo líos en la comisaría para prolongar su detención. Lo tomaron por un italiano loco. Mientras tanto, las fuerzas públicas rastreaban la ciudad de Montevideo y detenían docenas de sospechosos.
El taller de Rocha y Cuñapirú fue visitado por la policía y su dueño detenido.
Cuando aflojó la actividad policial, “Faccia” salió en libertad y se embarcó para la Argentina.
La elección de Gatti había sido acertada. El Tano no tenía ni idea de las oportunidades políticas; no había logrado estructurar una ética como la que tenían otros integrantes del anarquismo extremo; no discernía sobre ideologías. Contaba con una rebeldía elemental que caía frecuentemente en la criminalidad común. Poseía un coraje primitivo que lo colocaba siempre en las grandes tensiones, en las sacudidas bruscas, en un permanente vivir en peligro.
Ese respirar persistente del aire brutal, lo hacía inigualable para una acción que reclamaba reflejos y determinación.
El azar condujo a Edgardo Gariboni, habitual chofer de Pardeiro, a cortejar a una joven vecina de Eugenio Roverano.
Este fortuito incidente facilitó los movimientos de los vindicadores de Miguel Arcángel.
Pero además tuvo otros efectos inmerecidos.
Para Seluja significó anudar su destino al luctuoso final del Comisario.
Para Gariboni fue la oportunidad de zafar de aquel momento ensangrentado el veinticuatro de febrero de 1932 en Pagola y Bulevar, pues los anarquistas previnieron a su novia para que no se presentara al trabajo por unos días.
¿Se lo puede culpar de que en tales circunstancias haya elegido la ausencia y el silencio?
“Faccia Brutta” había dirimido un duelo comenzado antes de que los protagonistas supieran el uno del otro.
Un laberinto de acciones y de opciones los puso cara a cara aquel aciago 26 de marzo de 1931. En esa fecha, por la impensada ligereza de un hecho que en ninguna circunstancia puede ser trivial, un cachetazo, se quebraron los códigos.
Se astilló el canon de principios infranqueables de unos hombres románticos y se engendró un complejo mecanismo de causalidades.
Para atrás, años en que los dos fueron moldeándose en lo opuesto.
Miguel Arcángel empujado por ideales febriles y justicias evasivas, había abusado del coraje y las transgresiones.
El comisario, obsesionado por instruir el orden, se sentía el elegido para disciplinar a quienes querían quebrantarlo, en el desmadre de un tiempo tumultuoso.
Los dos, prototipo en su oficio. Era inevitable que se sintieran los peores enemigos.
¿Qué rayo cargó la mano de Pardeiro y lo llevó a ejecutar aquella bofetada?
Acaso, fueron los recientes años de búsqueda y escape y siempre sin poder corporizar al contendiente.
O la necesidad malsana de cerciorar su predominio con un golpe sobre aquel legendario opositor.
No le alcanzó con la humillación de su traje impecable, sobre aquel piyama a rayas que denotaba premura, revés, indefensión.
Lo cierto es que con el fuerte estallido de una mano en la cara se desató una intriga donde el rencor y el honor signaron el después.
O acaso nada tuvo que ver aquella bofetada en el decurso de sus vidas, y la trama debemos buscarla en esos tiempos donde demasiados podían afirmar: “y no tuvimos miedo…”
Epílogo
En la mañana del 27 de mayo de 1932, fue hallado en el Parque Durandeau -Parque Rivera- el cadáver de Roque Lecaldare.
Empleado del Cambio Fortuna de 18 de Julio y Paraguay, Lecaldare era el encargado de cerrar el local a las doce de la noche.
Cinco meses antes, el Cambio había tenido la fortuna de vender el número 8.683 premiado con seiscientos mil pesos, la grande de fin de año.
A la hora de cierre, desconocidos abordaron al inadvertido funcionario, intimándolo a abrir la caja fuerte. La combinación de la caja sólo era del conocimiento del propietario, Sanssone y, supuestamente también de Lecaldare. No obstante, los asaltantes no consiguieron abrirla. La policía supuso que los ladrones decidieron eliminar al empleado de Sanssone para no dejar testigos.
Para esa fecha tres importantes hechos delictivos se acumulan sin solución y sin que la policía tenga pistas firmes sobre sus autores.